La explosión social del 29 de mayo de 1969 en Córdoba pasó a la historia como un hito de la resistencia a la dictadura de Onganía, pero sólo fue un eslabón más de una larga cadena de resistencias y de avances en la organización popular que terminó poniendo en fuga a la autodenominada “Revolución Argentina”.
Corre mayo de 1969 y en el mundo soplan vientos de fronda: un año antes, también en mayo pero en París, la imaginación había intentado sin plan ni suerte tomar el poder; la sangre derramada todavía no termina de secarse en el suelo de Tlatelolco; en la Iglesia, revolucionada por el Concilio Vaticano II, miles de sacerdotes hacen su opción por los pobres; y Guevara, caído un año y medio antes en Bolivia, está más vivo que nunca. La Guerra Fría se recalienta en el Tercer Mundo. En la Argentina, la dictadura del general cursillista Juan Carlos Onganía hace agua pero todavía flota, un poco a la deriva, sostenida por un sector de las Fuerzas Armadas, la derecha de la Iglesia Católica y el sindicalismo colaboracionista que sueña con adueñarse del envase que podría dejarle un Perón definitivamente no retornable. Los partidos políticos están proscriptos, la represión de la protesta social tiene ayuda norteamericana y escuela francesa.
El 13 de mayo, en Tucumán, un grupo de trabajadores ocupa el ingenio Amalia y retiene al gerente exigiendo el pago de haberes atrasados. Un día después, en Córdoba, 3.500 obreros automotrices se reúnen en el Córdoba Sport Club para decidir medidas de fuerza por la eliminación del “sábado inglés”, una histórica conquista que les permitía cobrar como extras las horas trabajadas ese día; cuando salen a manifestar son brutalmente reprimidos por la policía: la batalla callejera deja un saldo de 11 heridos y 26 detenidos. El 15, los estudiantes correntinos marchan contra el aumento de un 500% en el comedor universitario; la represión policial cobra la primera muerte del mes, la del estudiante Juan José Cabral. El 17, la protesta se replica en el comedor universitario de Rosario; en una encerrona en la Galería Melipal, la policía asesina a otro estudiante, Adolfo Bello. Las protestas se multiplican, la escalada ya no se detiene. El 20, los estudiantes rosarinos anuncian un paro nacional; en Corrientes los docentes exigen la renuncia de las autoridades universitarias; en Córdoba y Mendoza se realizan marchas del silencio en repudio a las muertes. Es apenas el comienzo.
La mañana del 21 de mayo el aire se corta con un cuchillo en Rosario. Unos 4.000 estudiantes secundarios y universitarios, a los que se suman obreros convocados por la CGT de los Argentinos – conducida a nivel nacional por el gráfico Raimundo Ongaro –, se reúnen cerca de la intendencia para realizar una marcha del silencio. La policía provincial intenta reprimirlos, pero es avasallada. Rosario estalla. La Gendarmería y la Policía Federal se suman a la represión, pero los obreros y los estudiantes – por primera vez codo a codo en las luchas populares argentinas – arman barricadas, queman autos y trolebuses, y los hacen retroceder. La ciudad queda en manos de los manifestantes. Desde Buenos Aires se ordena al Segundo Cuerpo del Ejército que se haga cargo de la represión. La lucha se generaliza en las calles. Cerca de LT 8, donde los manifestantes intentaron pasar una proclama, cae herido de bala el estudiante secundario y aprendiz metalúrgico Luis Blanco, de 15 años. El Ejército declara el estado de sitio e impone la justicia militar y la pena de muerte. Pese a eso, el 23 la CGT convoca a un paro general con sabotajes, y un grupo de sacerdotes santafesinos se rebela contra el obispo Guillermo Bolatti, a quien acusan de insensibilidad social, y se suman a la protesta de los obreros y los estudiantes.
Por primera vez entraban en escena, juntos, todos los actores que marcarían a fuego los próximos años de la vida argentina. “En Rosario se hace efectiva, en los hechos, la unidad obrero estudiantil y emergen los sacerdotes del Tercer Mundo. Y el Ejército, que primero define a los hechos como protagonizados por extremistas, a los que luego llama subversivos”, escribió la historiadora Beba Balvé, coautora de Lucha de calles, lucha de clases, quizás el mejor libro escrito sobre la resistencia popular de 1969. Finalmente, el Ejército recupera la ciudad, pero las protestas no se detienen. El 25 de mayo, en Rosario y muchas localidades vecinas, los sacerdotes se niegan a oficiar el tradicional te deum oficial. “El Rosariazo y el Cordobazo se encuentran con un catolicismo en efervescencia tanto a nivel nacional como en el resto de América Latina. Por un lado hay un fuerte acompañamiento a los movimientos de trabajadores y de jóvenes de la época (CGT de los Argentinos y movimiento estudiantil) junto a una presencia pública que se suma a la protesta y a la deslegitimación del gobierno de las Fuerzas Armadas y de las autoridades episcopales”, le dijo una vez, hablando sobre el tema, el sociólogo Fortunato Mallimaci a quien escribe estas líneas.
En ese clima, los obreros industriales de Córdoba van al paro el 29 de mayo. Reclaman por el sábado inglés, derogado por la resolución 106/69 de Onganía. Esa reivindicación unifica en la protesta a las dos regionales de las CGT, la Azopardo – colaboracionista – y la de los Argentinos, que están enfrentadas a nivel nacional. Por eso en las columnas que marchan hacia el centro de la ciudad se puede ver, junto a los obreros de SMATA, a Elpidio Torres, de la UOM, y a Agustín Tosco, de Luz Y Fuerza. “Esa situación unifica a todos, diluye la separación y distinción de los sindicatos organizados en nucleamientos ideológico-políticos, como las 62 organizaciones peronistas y los independientes. A la vez, la forma de lucha, huelga general con movilización, hace al mecanismo del proceso de centralización y dirección de la lucha que permite la recuperación de la iniciativa por parte de la clase obrera”, señala Balvé. A las columnas obreras se agregan otras integradas por estudiantes, sensibilizados por las muertes de sus compañeros en Corrientes y Rosario.
Como en Rosario, pero aún con más violencia, los manifestantes hacen retroceder a la policía y avanzan hacia los edificios públicos. En Córdoba Rebelde, los investigadores Mónica Gordillo y James Brennan (ver completo) definen así lo sucedido en las calles: “Por la mañana protesta obrera, después del mediodía rebelión popular, por la tarde, tras el repliegue de la policía, insurrección urbana”. Jorge Canelles, compañero de lucha de Agustín Tosco, recuerda: “No hubo ninguna cosa mesiánica de toma del poder. Aunque hubiéramos podido hacerlo a la una de la tarde porque ya no quedaba un solo cana en la calle, ni guardia en la Casa de Gobierno”. El Ejército interviene con una sospechosa demora que algunos leyeron como una maniobra del comandante en jefe, Alejandro Lanusse, contra el dictador Onganía. Los estudiantes se repliegan al barrio de Clínicas, donde resisten; por la noche los soldados son hostigados por francotiradores. Al día siguiente, cuando el Ejército finalmente controla la ciudad, el panorama es el de un campo de batalla: barricadas, autos quemados, vidrieras destrozadas, edificios públicos arrasados. Los principales dirigentes, entre ellos Tosco y Torres, estaban detenidos, a disposición de los tribunales militares. Nunca pudo establecerse cuántos fueron los muertos de la jornada: algunos investigadores hablan de 4; otros, de 14.
El Rosariazo y el Cordobazo pasaron como un huracán, pero su sello – el de todo el mes de mayo de 1969 – marcaría a fuego los años por venir. La espontánea violencia contra la dictadura señalaría un rumbo a no pocas organizaciones revolucionarias, que por entonces debatían la incorporación de la lucha armada en la resistencia a la autodenominada Revolución Argentina y, en algunos casos, como un paso adelante en la lucha revolucionaria. Un año más tarde, el 29 de mayo de 1970, Montoneros irrumpiría en la vida política argentina con el secuestro y la ejecución del dictador Pedro Eugenio Aramburu. También durante 1970, en su quinto congreso, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) decidiría la creación del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Onganía – que había planeado quedarse 20 años en el poder – tenía los días contados. La Argentina ya no sería la misma.