Un incierto duelo a cuchillo en el territorio de una imposible república liberada de la pampa bonaerense, donde una damajuana de vino y dos aceros afilados viajan alrededor del fuego desde una pulpería martinfierrera a una esquina rosada.

Para Bruno Carpinetti y Hernán Améndola, que me los imaginé así.

Fue ahí, en el patio de tierra del boliche, frente a la estación, dice Améndola con voz pastosa.

Se habla alrededor de un fuego del cual sólo quedan algunos rescoldos, mientras la damajuana hace ronda para que se la tome del pico. La cruz sigue clavada en la tierra, sobre las brasas, con los restos de una carne crucificada. En Las Tahonas se come lo que se caza, casi siempre chancho cimarrón. Con perros.

Es de ver cómo los perros lo van cercando, prudentes pero decididos, hasta acorralar al bicho con una estrategia que llevan en la sangre que les corre por dentro y que es cazadora. El golpe final es la captura con los dientes que sujetan las patas y el cuello del animal que, así vencido, espera el corte preciso del cuchillo en el cogote, que lo matará sin sufrir, o que acabará con su sufrimiento, que eso no se sabe.

De esos cortes precisos sabe Améndola, de nombre Hernán. Violando la oscuridad de la noche, lo que queda del fuego le ilumina una cara que resulta fugazmente angulosa, de ojos que a veces saben brillar más que el fuego y en esas ocasiones es mejor mantenerse a distancia. Una boina ladeada termina la composición del cuadro del hombre que acaba de hablar con voz pastosa, después de trasegar el vino que le llega desde el pico de la damajuana. Se lo podría confundir con un linyera, un croto, y a él le gustaría.

No, se alejaron. Fue en medio del campo, lejos de la vista de todos. contradice Carpinetti, desde el otro lado de la cruz y el fuego. Y para enfatizar, por si hiciera falta, clava en la tierra un cuchillo que si estuviera en otras manos sería desmesurado. No en las de él.

Carpinetti, de nombre Bruno, anda por los cincuenta y es mayor que Améndola. Es alto y nervudo y ahora la luz del fuego relumbra sobre una cara que parece tallada sobre piedra, con una barba incipiente que amenaza como el lomo de un puercoespín.

Cuando se los ve venir juntos, desde lejos, Carpinetti y Améndola parecen hermanos. Y de alguna manera lo son, como los Nelson que alguna vez imaginó Borges.

Améndola también ha clavado, con un gesto corto, su cuchillo en la tierra.

Somos cuatro sentados alrededor del fuego, pero los dos restantes jugamos apenas de testigos de los hechos. La damajuana ha corrido de boca en boca, mientras la carne iba siendo rasgada con filos de acero para comerla sobre el pan.

Paone, de nombre Horacio, deja su cuchillo a un lado y aprieta la cámara de fotos entre sus manos como si fuera un arma lista para disparar. Ha venido conmigo para hacer una crónica sobre un pedazo de tierra que se propone libre e independiente. Sus fotos, si las hay, ilustrarán una página del Niuyortaims. Será, si llega a ser, una crónica sobre la República Secesionista de Las Tahonas, zona liberada de la Provincia de buenos Aires, República Argentina.

Yo me hago el distraído mientras limpio mi Bowie con unos pastos arrancados. En realidad no quiero soltarlo. La escena está congelada y no sé para dónde va a disparar. Es mejor mantenerse alerta.

De lo que hablan Carpinetti y Améndola es de la muerte del padre del Turco Díaz, un criollo que hace unos sesenta años supo seducir a la hija del dueño del almacén de ramos generales y despacho de bebidas que por aquellos años prosperaba en Las Tahonas. El Turco nunca llegó a conocer a su padre, muerto en ese duelo cuando él apenas se gestaba, y creció bajo las alas de una madre y un abuelo que portaban un apellido turco que nunca supo pronunciar.

Hablan de las incomprobables circunstancias de esa muerte alrededor de un fuego que se extingue. La damajuana gira mientras los cuchillos siguen clavados en la tierra seca.

Améndola habla de un duelo repentino. De un forastero que llegó a caballo y se acodó en la barra del boliche con una ginebra mala. Que así estuvo un rato largo, pidiendo recarga para el vaso hasta que vio a entrar a Díaz y a la Turquita embarazada. Que quizás por la pendencia que mete el alcohol en las venas, al verla embarazada gritó “Vaca…yendo gente al baile”, con los ojos clavados en la Turquita y que Díaz reaccionó como el hombre que era. Que relucieron los filos y que el padre del Turco quedó desparramado, regando la tierra seca del patio del boliche con la sangre que le salía de las tripas.

Caripinetti lo escucha en silencio, sin interrumpir. Pide la damajuana, se manda otro trago al buche y dice, sin desafío pero con firmeza:

La pifiás feo, hermano, no fue así.

Dice que Díaz llegó solo al boliche y que el forastero estaba con un amigo, los dos tomando ginebra en la barra de estaño. Que el forastero se estaba haciendo el hombre con la Turquita y que la escena a Díaz no le gustó. Que entonces el padre del turco aún nonato encaró al forastero y que el tipo arrugó de manera vergonzosa, yéndose cabizbajo del boliche hasta desaparecer en la noche. Que Díaz bailó con su turquita y tomó más de la cuenta y que por imperio de la vejiga salió a mear. Que cuando lo vio salir, el acompañante del forastero – un desconocido en la zona también él – salió atrás, como si se estuviera yendo. Y que volvió al rato a pedir otra ginebra en la barra, donde se puso a limpiar un fiyingo ensangrentado. Que se mandó el vaso de golpe y después se fue, no sin antes saludar con gesto socarrón a los presentes.

Carpinetti termina el relato y las pocas luces del fogón iluminan a Améndola, que acaba de darle un último beso a la damajuana y no necesita hablar para decir con la cabeza que no.

Sin sacarse los ojos de encima, se levantan al mismo tiempo. Paone apresta la cámara y apunta, yo manoteo el cuchillo, sin pensar.

Del abrazo de esas sombras en la noche de Las Tahonas no quedará testimonio, porque hay cosas que no se deben contar.

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