El recuerdo de un librero emblemático de La Plata, a quien nunca le interesó entender que la venta de libros era un negocio, y un episodio (o dos en uno) que lo pinta de cuerpo entero.

In memoriam Emilio Pernas

Principios de 1975. Tarde a la noche o a la mañana muy temprano limpiaba pisos y estantes en Libraco, la librería de Emilio Pernas y Teddy Pelayo en la calle 6 entre 44 y 45 de La Plata. Cuando iba de noche, como tenía la llave, después de limpiar, me quedaba leyendo hasta cualquier hora en una suerte de covacha con diván y todo que había arriba. Eso duró poco, más precisamente hasta una noche que, a eso de las 11, Emilio llegó con unos amigos y amigas y unas botellas de vino. “¿Qué hacés acá?”, me preguntó, y antes de que atinara a responder, agregó: “Las noches no son para trabajar, son para dormir… o para tomar vino”. No recuerdo qué le contesté, pero hice el ademán de despedirme. Entonces me atajó: “Quedate, que vamos a escuchar música”. Esa noche vi a una mujer (tendría menos de 30 años, pero yo apenas había pasado los 19) bailar como a nadie la danza de Zorba el griego. Cuando se fue – antes que los demás – la acompañé hasta la puerta. Quería irme con ella, adónde fuera, pero no me animé.

En Libraco, siempre con los jóvenes.

Limpiar Libraco fue mi primer trabajo después de irme de mi casa paterna. A fines de 1974 el Viejo me dio un ultimátum: “O dejás de militar o te vas”, me dijo, creo que enojado consigo mismo. La discusión – en el consultorio, donde siempre tenían lugar las conversaciones que él consideraba importantes y que eran de a dos – fue larga y con un crescendo que estuvo a punto de irse al carajo. Creo recordar que le tiré encima (figuradamente, claro) todos los libros que me había propuesto leer, desde Dumas, pasando por Sartre, hasta Guevara y Marx. Liberal de izquierda, creo que lo califiqué con esa certeza adolescente que nunca se puede recuperar. La conversación terminó cuando me dijo: “Tengo otros hijos, los tengo que cuidar”.

La librería.

Me quedé dos semanas más, hasta el 8 de enero, el día que cumplí 19 años. Esa noche festejamos un cumpleaños raro, porque desde que tenía memoria siempre lo pasábamos en Villa Gesell y ese año no. Fue casi un cumpleaños infantil, con mi abuela, mis hermanos, velitas y dos regalos: un disco de The Beatles (Let it be) y otro de Leon Russell (Strange in strange land) que era casi una premonición. Me fui a las 2 de la mañana, con los discos, una mochila pesada de ropa y libros y la libreta de la Caja de Ahorros con los pesos que religiosamente mi abuela paterna había depositado todos los meses desde el día de mi nacimiento. A las 6 estaba en el Cruce de Etcheverry haciendo dedo con Raka, una compañera de militancia en el Museo, hermosa además, lo que era muy importante porque queríamos que nos levantaran y nos llevaran a Valeria del Mar.

Genio y figura.

Volví de la playa a La Plata el 20 de enero, ya con el trabajo en Libraco arreglado. En el campamento de militantes de Valeria del Mar estaba, con otra agrupación política, El Negro (Roberto Antonio Rocamora, asesinado por la CNU en julio de 1975), compañero del Colegio Nacional y amigo del alma que tenía ese laburo y quería dejarlo para ir por algo de verdad, como decía, en eso de “proletarizarse”; también estaba Carozo (Graciela Pernas, la hija de Emilio, desaparecida por la dictadura) que no dijo que no; estaba, también, Beto (Alberto Peón, desaparecido por la dictadura), a cuyo departamentito me fui a vivir.

Limpiaba a la mañana temprano o de noche. Si iba a la mañana – tenía que levantarme a las 6 – después de pasar el trapo a los pisos me iba a tomar un licuado de banana con leche al Don Julio, en 6 y 49, un bar donde – apenas un par de años antes – los alumnos del Colegio Nacional pasábamos algunas de nuestras ratas, nos reuníamos a discutir de política, tragábamos los enormes sacramentos de jamón y queso que se ofrecían, y nos reíamos – con crueldad adolescente – de un mozo viejo que caminaba raro porque tenía callos plantales. De noche era otra cosa: después de limpiar podía leer lo que se me cantara. Ahí, en el altillo – esa covacha con diván, libros, discos y tocadiscos que tenía Emilio – devoré Cómo leer al Pato Donald, El Estado y la revolución, El XVIII Brumario de Luis Bonaparte y no sé cuántas novelas de aventuras.

El libro del Che.

Así fue hasta esa noche, a eso de las 11, cuando Emilio llegó con sus amigos, sus amigas y las botellas de vino, y en lugar de decirme que me fuera me dijo quedate que vamos a escuchar música. Y fue esa noche cuando vi bailar a una mujer como nunca había visto bailar a nadie la danza de Zorba el griego.

Días más tarde, para el cumpleaños de un amigo a quien yo quería sumar a la militancia, agarré un libro de uno de los estantes y me lo llevé para regalárselo. Era Pasajes de la guerra revolucionaria, la crónica de Guevara sobre la guerrilla de Sierra Maestra. A Emilio le dejé una nota avisándole que me había llevado el libro para que me lo descontara del sueldo.

A la mañana siguiente, cuando fui a limpiar, en lugar de mi nota encontré otra con su respuesta. Decía: “El libro del Che va por cuenta de la casa”.

Carozo y el Negro y Beto todavía estaban vivos. Fue antes de que se viniera la noche.

 

Fotos; gentileza Familia Pernas – Martino.

(Este relato pertenece a “Contratextos. Intersticios entre la crónica y la ficción”).