La vida violenta y la homérica muerte de Isidro Velázquez, el hombre que quedó fuera de la ley por matar al policía que violó a su mujer y que se transformó en una leyenda en el Chaco.
Primero de diciembre de 1967. 1:00 AM. Pampa Bandera, Chaco. Argentina. Cuando el Fiat 1500 color crema barbotó, se sacudió y se detuvo a mitad del puente, la maestra Leonor Marianovich de Cejas dejó el volante, abrió la puerta, saltó y quedó inmóvil, aplastada contra el suelo. Era la señal. La calurosa noche se abrió en decenas de relámpagos: la descarga de ametralladoras, pistolas, escopetas y fusiles acribilló el Fiat y destrozó a Vicente Gauna, mano derecha de Isidro Velázquez, el verdadero objetivo de la emboscada.
El bandido, lanzando estremecedores sapucays (grito guaraní de guerra o alegría, según la ocasión), saltó a tiempo, vomitando plomo con un Winchester 44 y un 38 largo. Tiraba muy bien con ambas manos. Alcanzaron a herirlo en una pierna y cerca de la clavícula perforándole el pañuelo a cuadros que llevaba en el cuello. Treinta policías y algunos civiles voluntarios se habían convertido en una máquina de fuego y balas que perseguía la figura flaca, alta y belicosa de Isidro, quien alcanzó a recorrer trescientos metros antes de desplomarse acribillado a los pies de una palmera pindó. Dicen que, al tocar suelo, pegó el último sapucay como los que gritaba cuando se les escapaba a sus perseguidores y expiró. Una muerte homérica. Según un parte policial de la época, se necesitaron disparar 500 proyectiles para abatirlo.
El jefe del operativo se acercó al cuerpo, lo pateó y le descerrajó un par de tiros de gracia mientras murmuraba: “Cagaste, hijo de puta”. Ese jefe era el comisario Wenceslao Ceniquel, quien años después integró el grupo de tareas militar más sangriento del nordeste, con base en el Chaco. Hoy está muerto pero no está muerto el cabo Gabino Manader que se hallaba a su lado contemplando el odiado cadáver de Velázquez. Manader también fue miembro del feroz escuadrón represivo y desde hace cinco meses, cumple 25 años de reclusión acusado de genocidio.
Seis años antes
Isidro Velázquez había nacido en 1928, en Mburucuyá, una pequeña comarca campesina del interior correntino. En 1961 vivía con su esposa y sus cuatro hijos en Colonia Elisa, Chaco, donde trabajaba como peón rural. Era famoso como baqueano, rastreador y mariscador (cazador) de los esteros y los montes. A su vez, era presidente de la cooperadora de la escuela a la que acudían sus hijos. Era un tipo apacible, de hábitos silenciosos. A pocos kilómetros de su rancho, vivía su hermano menor Claudio, al que le tenía un especial cariño y el que sería su lugarteniente por unos años.
Hacia esa época, el comisario del pueblo era un tal Aurelio Acuña. Le gustaba la mujer de Isidro y no lo disimulaba. Solía visitar el hogar de Velazquez cuando éste se hallaba en las tareas del campo. En una ocasión, el comisario Acuña detuvo a Isidro por hallarlo alcoholizado. El encierro duró hasta el amanecer y cuando lo liberó, el comisario ya había violado a su esposa. A la tarde, montando un overo flaco, fue a buscarlo. Cargaba una escopeta del 12. Se paró frente a la comisaría y le gritó que saliera. Acuña salió y nunca supo qué pasó después del estampido que lo hizo retroceder unos metros antes de caer con el pecho tatuado por los perdigones.
Acababa de convertirse en prófugo. Y salió en busca de su hermano Claudio.
Los hermanos Velázquez
La leyenda de los “hermanos Velázquez” se expandió en poco tiempo. Dueños y señores de los montes, durante los primeros meses, perpetraron una serie importante de atracos contra almacenes de ramos generales, prestamistas y gente de dinero, antes de que se iniciaran en el secuestro. Lo singular era que ellos ayudaban, con el dinero robado, a los pobres campesinos en dificultades. Este gesto les ganó la rápida simpatía de la población. Se los empezó a considerar redentores y defensores de los derechos del pobrerío, aunque Isidro y Claudio eran tan sólo un par de astutos campesinos alzados contra la autoridad. Este aspecto llevó al sociólogo peronista Roberto Carri (desaparecido por la dictadura de Videla), a conjeturar una teoría que condensó en un libro titulado “Los Velazquez: formas pre-revolucionarias de la violencia”.
La gente los escondía, les daba de comer, y les informaba sobre el movimiento de la policía. Fue muy fácil para los diarios de aquel entonces llamar a Isidro “el Robin Hood chaqueño”.
También se enfrentaron a partidas policiales de las que salieron ilesos. Lograban huir porque los propios agentes del orden les temían y habían creado un mito acerca de la inmortalidad de Isidro, en especial.
“Es imposible que atrapemos a Isidro –cuenta a la prensa de la época un suboficial de policía-. Estoy seguro de que por más que le tiremos, las balas no van a entrar. Ustedes saben que el agente Miérez vació su pistola y no hubo caso. Después Velázquez, con un solo tiro le atravesó el corazón”.
Cuentan que cierta vez, cuando ya estaba incorporado Vicente Gauna a la banda de los hermanos, les prestaron un rancho en pleno monte para hacer noche. Un cerco policial les venía pisando los talones. En la madrugada, la policía llegó al lugar y rodeó el rancho. Se acercaron a las ventanas y los divisaron durmiendo. Isidro, de pronto, de un salto se reincorporó y abrió de una patada la puerta mientras gritaba sapucays y disparaba a diestra y siniestra con su Winchester y su 38. La policía salió corriendo espantada, abandonando la idea del cerco y el ataque. Uno de los policías, que tenía en la mira a Claudio, cuando Isidro salió a los tiros y gritos, del susto se disparó en la pierna y tuvo que retirarse herido por su pistola 45.
Es que se sabía que Isidro tenía bajo la piel del brazo derecho, una diminuta talla de San la Muerte, hecha con los huesitos de un dedo de un niño muerto desenterrado. Se la había tallado un preso, en la noche de un Viernes Santo, siguiendo el protocolo pagano de este rito muy común entre el hampa nordestino.
Muerte de Claudio
Vicente Gauna era un killer avezado y sin escrúpulos. Isidro lo incorporó tras conocerlo en uno de los tantos viajes que realizó al Paraguay. Durante un tiempo muy breve también se agregó un muchacho de 19 años, Tolentino Vega. Claudio y Vega salieron rumbo a Costa Guaycurú para chequear el terreno. Se cruzaron con una partida policial y fueron muertos en el paraje luego de un breve tiroteo.
Claudio no se desprendía de su poncho rojo porque, decía, que tenía “payé” (embrujo, brujería) y que eso lo ponía a salvo de toda amenaza. Cuando lo mataron no lo llevaba consigo.
La influencia de Gauna sobre Isidro fue notoria: el dúo aumentó considerablemente el nivel de actividad delictiva. En Colonia Popular protagonizan un tiroteo a caballo, roban el bar del chino Chou-Pin de Colonia Elisa, atracan al estanciero José Barrios y dos días después, roban el almacén de Marcelino Camps en Lapachito. La fama de Velázquez se extiende por todo el nordeste, llega al Paraguay y sur brasileño. A mediados de 1966, Gauna mata al intendente Panzardi de Laguna Limpia después de robarle. Son ya como fantasmas, apariciones que la gente y las autoridades creen ver aquí y allá. Como una serpiente de violencia van recorriendo Selvas de Río de Oro, el Tacuruzal, Pampa del Infierno y Avia Terai. Secuestran a los hacendados Agustín Giussano y Antonio Persoglia. Yo fui amigo del hijo de Persoglia. Me contó que a su padre lo trataron muy bien y que, en un momento, Don Antonio se quejó ante Isidro de que se había llenado de garrapatas, liendres y piojos. Isidro lo miró y le respondió “Ya ve ahora cómo vivimos los pobres”. Entre los dos secuestros, Isidro y Gauna se alzaron con seis millones de pesos de la época.
El puente de la traición
Cuando la Sociedad Rural del Chaco anunció que ponía dos millones de pesos por la cabeza de Velázquez, se aceleró la búsqueda por parte de la policía. Un dato de inteligencia lo pone al dúo en la ciudad de Machagai y añade que se aloja en la casa de una maestra, la señora de Cejas, a quien le adjudicaban una relación sentimental con el bandido. La policía la detiene por unas horas, le ofrecen la recompensa existente y ella cede: entregará a Isidro Velázquez en el puente de Pampa Bandera.
Sin sospecharlo, la noche del primero de diciembre de 1967, sube al auto que lo conducirá hasta el lugar donde le aguardan la traición y quinientas balas que llevan su nombre.