José María Hidalgo nació en la Argentina pero fue un criminal internacional. En 1958 lo capturó el legendario comisario Evaristo Meneses por el asesinato de un agente de policía, pero pocos meses después se evadió de la cárcel de Devoto y emprendió un raid de asaltos y asesinatos que lo llevó por Brasil y Uruguay. Murió en 1975 en Montevideo, seis días después de su última fuga, cuando intentaba resistirse, una vez más, a ser capturado.

Cuando el policía montevideano Ricardo Martínez le perforó el corazón de un balazo, el pistolero argentino José María Hidalgo tenía 55 años y cargaba en su prontuario 17 homicidios, tres fugas de las cárceles de tres países, más de un centenar de asaltos a mano armada en la Argentina, Brasil y Uruguay, y el extraño privilegio de haber salvado a un diario de la quiebra gracias a la publicación de sus memorias.

Hacía seis días que Hidalgo estaba prófugo – aprovechando una salida transitoria del Penal de Punta Carretas, donde cumplía una condena – cuando el mediodía del 8 de diciembre de 1975 el agente Martínez, de la Brigada 1° de Montevideo irrumpió en el departamento de la calle Formento 1673, en el Barrio de Reducto, donde se había refugiado.

El policía lo sorprendió sentado frente a la mesa, almorzando un churrasco con ensalada.

-¡Tirate al piso y no te muevas! – le gritó.

Hidalgo soltó el cuchillo y se llevó la mano derecha a la cintura en busca de la culata de su Colt calibre 38, pero Martínez fue más rápido. Cuando cayó al piso, el pistolero ya estaba muerto y allí quedó su cuerpo desparramado mientras un charco de sangre se expandía sobre la madera.

Fue el final de una carrera delictiva de dos décadas que había convertido a Hidalgo en una oscura leyenda por sus enfrentamientos con el comisario argentino Evaristo Meneses, por sus fugas, por la desaprensión y la rapidez con que disparaba su Ballester Molina .45, y por unas memorias que había dejado impresas en letras de molde.

Se lo comparaba con los criminales más famosos de la época, como “El Lacho” Pardo, “El Pibe” Villarino o “El Loco” Prieto, pero al contrario de éstos, en el mundo del hampa no se lo apreciaba. Lo acusaban de no respetar los códigos, de mejicanear botines y de matar a traición a más de un cómplice.

Las policías de tres países también se la tenían jurada por matar a cuatro uniformados.

Un pibe peligroso

La ficha policial número 132.401 de los archivos de la Policía Federal Argentina, José María Hidalgo había nacido el 13 de abril de 1920 en la localidad bonaerense de Zárate.

“Tuve una infancia normal hasta que a los 18 años malas amistades me llevaron a las primeras escaramuzas con la policía argentina”, contaría muchos años después.

A los 22 años cayó en un robo y pasó seis meses en la cárcel. Al salir se casó primera vez y en ese matrimonio tuvo tres hijos, dos varones y una mujer. Los ocho años siguientes fue detenido seis veces por delitos contra la propiedad, pero nunca fue procesado. Su vida, hasta entonces, era la de un ladrón cualquiera que, además, no tenía mucha suerte.

Su primera muerte fue la de un cómplice, en 1950. Hidalgo descubrió – o simplemente creyó – que era confidente de la policía y lo mató de un balazo en el pecho.

-Fue en defensa propia – declaró en el juicio.

Le creyeron a medias y fue condenado a la pena mínima de ocho años. Salió en libertad el 24 de diciembre de 1955, por buena conducta, después de cinco años entre rejas. Sin trabajo y sin oficio, probó un nuevo rubro en el mundo del delito: “Entre 1956 y 1957 hice buenos negocios con el contrabando”, contará muchos años después.

Sin embargo, su obsesión era dar un golpe grande, un robo que le dejara un buen resto. Para darlo, forma una banda y elige un objetivo: la recaudación de la empresa Nestlé.

Asalto y muerte de un policía

El plan era sencillo. Hidalgo y sus cómplices, a bordo de un auto robado, chocarían el vehículo en el que – como tenían chequeado – viajaban dos recaudadores de la empresa, iumulando un accidente. Se bajarían del coche, los amenazarían y se llevarían el dinero sin disparar un solo tiro. Pero algo salió mal.

El 7 de enero de 1958, poco después de las 12, el cabo de la Policía Federal José Baistroqui, vigilante de calle asignado a la esquina de Avenida Rivadavia y Membrillar, en el barrio de Flores, esuchó una frenada y el ruido de chapas de un choque. Cuando llegó al lugar vio que, efectivamente, había dos autos detenidos en el medio de la calzada. Sin sospechar otra cosa que un accidente, se acercó. Lo último que vio fue a un hombre de bigotes, vestido con traje y sombrero, que le apuntaba con un arma. Recibió el primer disparo en el estómago y cayó. Apenas alcanzó a gritar pidiendo ayuda cuando José María Hidalgo lo remató con un segundo disparo, esta vez en la cabeza, de su Ballester Molina .45. Mientras tanto, los recaudadores de Nestlé entregaban el dinero a los otros pistoleros sin ofrecer resistencia.

Todo había salido mal: el botín daba lástima, eran apenas 200.000 pesos, y cargaban con la muerte a sangre fría de un policía.

El comisario Meneses sale de cacería

El asesinato alevoso de un policía no era algo que se pudiera dejar pasar. Y mucho menos para el ya legendario comisario Evaristo Meneses, jefe de la División Robos y Hurtos de la Policía Federal, que hizo de la captura de Hidalgo y sus cómplices una cuestión personal.

Con el auxilio de soplones y métodos poco ortodoxos, durante el mes siguiente Meneses y sus hombres lograron identificar, localizar y cercar a tres miembros de la banda de Hidalgo. Ninguno de ellos fue capturado: Roberto Procopio, Antonio Machado Y Jorge Escanda murieron, uno tras otro, con los cuerpos llenos de balas policiales.

A Meneses sólo le faltaba encontrar a Hidalgo y las versiones de cómo finalmente lo hizo difieren mucho.

Según el comisario, Hidalgo estaba bastante protegido porque “se había ganado dentro del hampa un lugar de privilegio” y eso le había permitido encontrar un refugio seguro luego del asesinato del policía. Sin embargo, un aviso espontáneo finalmente le había permitido localizarlo.

Años más tarde, Hidalgo contará una versión completamente diferente: “Para averiguar dónde me escondía, mi mujer y mi hijo mayor, que entonces tenía 14 años, fueron torturados”, dirá.

Tiroteo y captura

Por el camino que fuera, la noche del domingo 15 de febrero de 1958, Meneses y un grupo de policías federales llegaron a una casa precaria de la calle 35 bis, en la zona cercana a los studs del Hipódromo de La Plata y montaron un operativo a la espera del regreso del hombre que, según la información que tenían, vivía allí desde hacía unos días.

No fue una espera cómoda, llovía a cántaros. Recién cerca de las 3 de la mañana del lunes vieron llegar al hombre.

-¡Parate, Hidalgo! – le ordenó Meneses con un grito desde atrás de un auto estacionado en la calle.

Sonaron dos disparos: uno impactó en el auto detrás del cual se ocultaba el comisario, el otro impactó en el cuerpo de Hidalgo.

Según el relato del propio Meneses, sus hombres querían rematarlo en el piso o dejarlo morir desangrado pero el se opuso. Lo cargaron en un patrullero y lo llevaron al hospital San Martín de La Plata.

Una vez recuperado, el pistolero fue a parar a la cárcel de Devoto. El futuro pintaba negro para Hidalgo: por el crimen del policía le iban a caer 25 años, pero apenas once meses después de su captura ya estaba en libertad.

La fuga de Devoto

El 12 de enero de 1959 hizo un calor de locos en Buenos Aires. A mediodía, cuando la temperatura superaba largamente los 35 grados, desde una ventana del Pabellón 10 de la cárcel de Devoto, en el tercer piso, alguien arrojó una soga hecha de sábanas anudadas. Uno tras otro, siete hombres empezaron a bajar, bamboleantes, aferrados a ella.

Al verlos, el agente penitenciario Pascual Figueroa, apostado en una garita, gritó de sorpresa e hizo un disparo al aire para dar la alarma. No pudo hacer más. Desde un auto estacionado sobre la calle Desaguadero, “El Loco” Páez, uno de los cómplices externos de la fuga, lo volteó de un tiro que lo dejo malherido.

El comisario Evaristo Meneses.

El aviso dio resultado a medias: cuatro de los presos fueron recapturados antes de que pudieran trepar el muro exterior del penal, pero otros tres llegaron a la calle y cubrieron, junto con sus cómplices, su retirada a los tiros. Dos de ellos eran José Ziella y Carlos Álvarez, procesados por homicidio. El tercero, el asesino de un policía: José María Hidalgo.

Al enterarse de la noticia, el comisario Evaristo Meneses hizo un gesto de fastidio y pronunció una sola frase:

-Si hubiera sabido que iba a pasar esto, habría dejado que lo remataran – dijo.

El asesino escurridizo

Hidalgo había logrado la libertad, pero la policía lo buscaba sin pausa. Supo que querían matarlo. Decidió irse del país, por lo menos hasta que todo se calmara, pero para eso necesitaba dinero.

El 10 de abril de 1959, secundado por “El Loco” Páez asaltó y mató en Morón al tambero Miguel Iturralde y esa misma noche cruzaron a Uruguay. Pocos días después asaltaron y banco y cruzaron a Brasil por la localidad de Rivera.

La fuga por tres países terminó abruptamente en Porto Alegre, donde intentaron pasar a los tiros un retén policial pero fueron detenidos y llevados a la cárcel de Santana do Livramento, en Rio Grande do Sul.

Hidalgo y Prieto ya tenían órdenes de captura internacional, por delitos cometidos en tres países. La Justicia argentina empezó a trabajar febrilmente para extraditarlo por el asesinato del policía Baistroqui. Una delegación de la Policía Federal, al mando del comisario Ricardo Muñoz, estaba lista para ir a buscarlo. Sólo les faltaba la orden de extradición.

Pero el 29 de agosto de 1959 José María Hidalgo volvió a fugarse, esta vez junto a otros dos delincuentes argentinos, Carlos José Costas y Haroldo Navarrene, luego de limar los barrotes de la celda que compartían.

Durante siete años no volverá a saberse nada de él.

Venganza por un hijo

Lo poco que se sabe del paradero de Hidalgo desde su fuga hasta 1963 surge de sus propios relatos. Estuvo oculto y cometió robos a mano armada primero en Brasil y después en Uruguay. Se sospecha que en ese raid acumuló una decena de muertos.

También hizo un viaje a la Argentina, en busca de venganza por la muerte de uno de sus hijos, José Ángel, abatido en un enfrentamiento con la policía en Buenos Aires.

Según reconstruyó la revista argentina Causa y Delito, Hidalgo estaba oculto en Brasil cuando “recibió la noticia de que su hijo había sido muerto por la policía. Obtuvo la nómina completa de los funcionarios policiales que mataron a su hijo (José Ángel) y, a los dos meses, viajó a la Argentina y lo mató. Hidalgo no dice quién fue el policía, pero reconoce que con este hecho su fama se acrecentó, siendo perseguido y acosado como un perro rabioso. Consiguió regresar al Brasil con un amigo y en 1963 pasar al Uruguay, entrando por Rivera, donde fue capturado luego de un asalto en Montevideo. Fue procesado y permaneció tres años en la penitenciaría de Punta Carretas”.

Su último socio en el delito

En la cárcel, Hidalgo conoció al asaltante que sería su último socio en el delito, el uruguayo Héctor Inella. Compartieron celda y pronto descubrieron que tenían planes parecidos para el futuro y que podían llevarlos a cabo juntos.

Hidalgo e Inella fueron liberados a principios de 1966, con pocos días de diferencia. Una semana después ya habían emprendido un raid delictivo que incluyó ocho resonantes asaltos, entre ellos, una estación de servicio, una casa de cambio, el banco La Caja Obrera, una agencia de quinielas y una inmobiliaria. El 17 de junio dieron su último golpe: asaltaron a mano armada una fábrica de joyas en Canelones y se llevaron 750.000 pesos uruguayos en brillantes.

Para ese momento, la detención de los dos cómplices era la prioridad de la policía uruguaya. En una carta dirigida al diario Hechos, Hidalgo aseguraba que tenían orden de matarlos: “”La prensa me está haciendo junto con Inella un gran cartel; se nos acusa de todo lo malo que pasa en Montevideo, de esa manera se prepara el ambiente por si nos tienen que hacer la boleta”, escribió.

El 10 de julio de 1966, cercados por más de cien policías y luego de tomar a una familia entera como rehenes, Hidalgo e Inella – herido por una bala en el omóplato – se entregaron.

Hacía apenas 64 días que José María Hidalgo había recuperado la libertad.

Memorias, casamiento y fama

Preso nuevamente en el penal de Punta Carretas, con una condena de 15 años por delante, Hidalgo tomó dos decisiones que acrecentaron su imagen de criminal legendario.

La primera de ellas fue casarse, en marzo de 1967, con la que había sido su amante durante el breve lapso que estuvo en libertad. No era una mujer desconocida: Nelly Raquel Echegaray, de 33 años, era viuda del contrabandista más famoso de Uruguay, asesinado por una banda rival. La ceremonia se hizo en el despacho del director de la cárcel, con una amplia cobertura de prensa.

La segunda decisión de Hidalgo fue contar su historia, por entregas, en el vespertino Hechos, que dirigía el periodista y dirigente del Partido Colorado Zelmar Michelini (que sería secuestrado y asesinado por la dictadura argentina en mayo de 1976). El diario vendía muy pocos ejemplares, pasaba serias dificultades financieras y estaba a punto de cerrar, pero la saga de Hidalgo le salvó la vida.

“Hidalgo terminó siendo ‘columnista’ del diario. Después de que lo detuvieron, un cronista de Hechos lo entrevistó en la cárcel. El pistolero resultó ser un tipo interesante y, finalmente, se le ofreció que escribiera una serie de artículos contando su vida. Zelmar estuvo de acuerdo y así se publicaron en Hechos varios capítulos con la firma de José María Hidalgo en los que relataba su trillo novelesco y su relación con el delito.  Por aquellos tiempos eso era impensable en la mayoría de los otros diarios. Pero estas historias eran agradecidas por los lectores, ya que se les mostraba un aspecto diferente de las habituales crónicas policiales”, recordó en un homenaje a Michelini el periodista William Puente.

Con las ‘columnas” de Hidalgo las ventas de Hechos se dispararon.

El tiro del final

Después de ocho años encerrado en Punta Carretas sin poder ver el mundo más allá de lo que se alcanzaba desde la ventana enrejada de su celda, en noviembre de 1975, José María Hidalgo consiguió que la Justicia le otorgara el beneficio de las salidas transitorias para visitar a su mujer, una vez por semana.

El 2 de diciembre traspuso las puertas del penal para verla, pero esa noche no volvió. Tampoco al día siguiente.

Durante cinco días la policía uruguaya lo buscó sin descanso. Se hicieron más de diez allanamientos sin resultado hasta que, desde las mismas entrañas del mundo del hampa montevideana, llegó un dato preciso: Hidalgo estaba escondido en un departamento del Barrio el Reducto, más precisamente en Formento 1673.

A las una de la tarde del 8 de diciembre, una patrulla de la Brigada 1° de Montevideo irrumpió en la dirección señalada.

Sentado a la mesa, frente a un churrasco con ensalada, José María Hidalgo soltó el tenedor e intentó alcanzar su revólver.

El agente Ricardo Martínez fue más rápido y le atravesó de un disparo el corazón.

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