Ha escrito algunas de las novelas más potentes de la literatura nacional, como Los Pichiciegos y Vivir afuera además de un intenso polemista. En esta entrevista, Figwill habla del oficio de escritor, de su atracción por el dinero y de Malvinas en la realidad argentina.
Tengo caca de pájaros en todo el techo del auto, hace varios a.ías. Si se seca del todo se endurece, se pega, y al sacarlo te arranca la pintura. Como mañana me voy a Francia (donde presentan una compilación casi completa de mis cuentos), tengo que llevarlo al lavadero hoy. Así que me acompañás, lo dejamos ahí y nos buscamos un bar callado para charlar, que éste es un barullo.” Fogwill me lleva la ventaja de tener un plan inamovible.
El coche, efectivamente sucio, tiene varios años, pestillos manuales y dirección mecánica; es “de escritor”, como dirá luego. El estilo brusco del vehículo encuentra coherencia en el manejo del conductor, quien desestaciona sin reparo por los autos lindantes.
Fogwill ya me había contado que se iba a Europa, en los mails que intercambiamos. Tuvo un error de tipeo que resultó en hallazgo poético: “Encantado de hacer la entrevista, el problema es el tiempo: estoy en Chile por trabajo, vuelvo el jueves y el lunes salgo nuevamente, por la maldita literatura, para España y rancia”. Me daba su número en Buenos Aires y agregaba: “Mientras tanto me ubicás en un celular chileno, a dos mangos el minuto, ¿valdré tanto?”.
El celular. Ahora se lo olvidó: “Mirá, pasamos por el hotel, a buscar mi teléfono, y vamos al lavadero. Hoy, domingo, el único abierto en este lado de la Capital está en Corrientes y Yatay”.
¿Hotel?
“Sí, viste, me separé hace unos meses. Bah, mi mujer me echó, y no puedo pagar dos luz, dos gas, dos banda ancha, dos todo; estoy en un hotel.”
La segunda vez que nos encontramos, para continuar la conversación, Fogwill acababa de instalarse en un departamento palermitano, ex morada de Adrián Dárgelos, quien, dicho sea de paso, cita al autor en “Putita” (Infame) aquella “piel donde roza la bambula” que se describe en La experiencia sensible, novela publicada en 2001. “Adrián es un lector amigo”, explica Fogwill.
Pero ahora –en el ahora de esta nota–, de camino al lavadero, Fogwill estaciona frente a una puerta de madera como de conventillo. Baja, entra. Dejó abierta la puerta del auto; así queda mientras lo espero.
Además de sucio por fuera, el coche por dentro es un caos. Lo primero que se me ocurre es ponerme a buscar canutos. Fogwill mismo me dio la idea, con el Pichi, protagonista de Vivir afuera (novela de 1998 que apostó a captar la esencia de la década del 90), quien deja porros ocultos por la ciudad para días después recogerlos y consumirlos. Pero además uno tiene una imagen de Fogwill nadando en excesos, imagen construida por él mismo (se cansó de decir cuánto se drogó) en colaboración con las distintas capas que rodean el ambiente y la práctica literaria. Mato la espera, pues, buscando. Sin embargo, bajo las alfombras de goma, en los bolsillos de los asientos y los recovecos de las puertas hay mil cosas, pero nada de tanto valor.
Por fin sale Fogwill, canchero. Está de vuelta, Fogwill. Hasta es trillado decir que está de vuelta, y él lo sabe. ¿Funcionará la literatura con rebote en la meta, como el ludo; un éxito demasiado solidificado restará interés frente a los pares?
De nuevo camino al lavadero, maneja inclinado más cerca del volante que del respaldo, como escudriñando el empedrado. Me pregunta si sé cuál es Yatay. Le doy mis referencias de ubicación e instrucciones para llegar, pero me interrumpe diciendo: “No, el mejor camino es tal y cual”, porque resulta que él en los 80 trabajaba en la escuela Ort de Yatay, único lugar argentino donde tenían unas máquinas de cómputo que este sociólogo nacido en 1941 utilizaba en estudios de mercado. Repitiendo la actitud -de poner el palito y empujarme para que lo pise- me dijo en otro momento: “En situaciones de prensa no se puede hablar de literatura”.
El único lavadero abierto, por supuesto, está lleno. Rebalsa: hacemos cola de autos sobre Corrientes. Fogwill divide su atención entre avanzar los metros que a cada ratito quedan libres y mirar el tránsito, que zumba veloz a nuestro lado. No estamos, obviamente, cara a cara. Y el tiempo pasa.
“Dale, che, empecemos, porque parece que no va a haber café después”, dice.
“¡¿Acá?!”
Balbuceo alguna pregunta, medio mala, que se hace mala del todo en el silencio insolente de mi interlocutor, ocupado en otros estímulos: “Un, dos, un, dos, un, dos”, relata el vaivén de un par de tetas que pasa por la vereda.
Los autos que van runruneando por Corriente casi nos rozan, produciendo golpes de aire que mueven el auto como un bote en tormenta. Los nervios comienzan a ganarme. Me aferro a las preguntas preparadas con buenas horas de lectura y reflexión; pero la muletilla de Fogwill es empezar las respuestas diciendo, y cito textual: “No, no, no sé, no sé, no”.
Incómodo bajo el cinturón de seguridad, repaso cada detalle que me llamó la atención al investigar.
–César Aira, cuando conoció sus cuentos, en 1982, dijo que no eran cuentos sino viñetas…
–No, no, yo escribo, loco, no tengo problema con los géneros. Aparte Aira, en aquella época, estaba muy cerca de mí, y entonces me leía y escuchaba mi voz, y pensaba que todo lo que contaba yo, lo había vivido; él, que no tenía una vida, viste, era un, qué se yo, un muchacho. Salió de la pensión del Opus Dei donde vivía para casarse.
–¿Eso genera diferencias a la hora de escribir, la experiencia de vida?
–No, no sé, no sé. Aira tiene un gran conocimiento de…, de todo.
Era un amague. Esperando sobre el asfalto en el auto encendido, Fogwill recién calienta los motores para el petardeo. Y yo cada vez más extraviado. A lo seguro:
–¿Qué va a publicar próximamente?
–Sin apuro saldrá mi obra completa hasta 2006, pero antes, en noviembre, un libro de poemas que posiblemente se llame Gente muy fea, porque habla del mundo urbano de la ciudad de Buenos Aires. En el mismo mes publicaré con Interzona una novela que hasta ahora se llama La introducción (de la que aparecieron anticipos en España en Revista de Occidente) y también acordamos la gradual publicación de mis novelas agotadas y no distribuidas en el país.
–¿Novela sobre qué?
–¿Qué querés que te diga? Sobre mí. No, mejor, sobre el mundo. Poné que es sobre el mundo.
–¿Por qué sigue con una editorial chica como Interzona [ya hizo la nouvelle Runa y la quinta edición de Los Pichiciegos]?
–Las grandes editoriales son el camino más rápido a la mesa de saldo. De sus libros buenos venden cuatrocientos, y encima casi todos son malos. Pero de golpe les ofrecen tres o cuatro mil mangos a pibes que están en la lona y agarran; van a la mesa de saldo al par de meses y así es como los desgastan.
–Salvo si uno está consagrado…
–No, no: salvo si uno es una máquina de hacerse propaganda, como soy yo.
–¿Eso le viene de su carrera como publicista? [Fogwill, asesor de marketing, fue responsable de los horóscopos Bazooka e inventó nada menos que el eslogan “El sabor del encuentro”.]
–No, no. Es la personalidad. Hay grandes escritores que en la cancha pueden ser virulentos peleadores y después en la literatura tienen miedo. ¿Pero de qué? ¿De fracasar? Si ser escritor ya es fracasar. ¿Qué peor te puede pasar? ¿Cuál sería el éxito de un escritor? ¿Ganar el premio nacional, 1.500 mangos por mes? ¿La jubilación de un sargento?
La fila avanza finalmente. Subimos el cordón, atravesamos la vereda e ingresamos en el lavadero. Noticia: es uno de esos en los que hay que quedarse en el auto mientras lentamente atraviesa el túnel de lavado.
“¡Eh, hay que cerrar todo, no se puede joder acá!”, advierte Fogwill.
Olas de espuma caen repentinamente sobre nosotros. Cubren el auto, convertido en una cápsula ciega desde donde escuchamos toda clase de ruidos: rodillos, mangueras a presión y máquinas desconocidas operando en la cinta transportadora. El bochinche fordista es total. Fogwill y yo nos encontramos riendo.
–Entonces, ¿qué me decías? –pregunta.
–Eehh, no sé, es una situación bastante extraña…
“Dale, dale, dale”, me alienta; pero resuelve hacerse cargo directamente: deja una mano en el volante y con la otra toma el grabador. Para neutralizar el ruido, le habla al micrófono, y como mira al frente, yo casi sobro.
“Ser escritor es fracasar en la vida. Casi todos terminan mendigando la beca, el pequeño premio. Una mina para casarse quiere un tipo que tenga no esta mierda [y golpea el volante], sino de Volkswagen Gol para arriba, y que pueda comprar departamentos; y los escritores no pueden, terminan, de viejitos, en el mejor de los casos, ganando luca y media por mes del premio nacional, el que es profesor a lo sumo otra luca, y si los editores les pagan dos libros por año son diez lucas, o sea 3.300 pesos por mes, y con eso no se paga ni el seguro de uno de esos autos.”
De golpe mi puerta se abre –¡¡fusshh!!– y, de no ser por un reflejo salido del puro susto, una especie de astronauta me rociaba los pies con un liquido arrojado a toda presión.
–¡Ahora te sacan a vos y te lavan! –dice Fogwill.
–Uf, si logro armar una nota sumergido entre todo esto…
–Je, je. Sí, impresionante, la próxima vez traigo a los chicos [sus hijos], se van a cagar de risa acá. Eso sí, unas ganas de mear da esto… Vengo de tomarme dos tés, y esto inevitablemente te da ganas de mear.
Como si estuviera escrito, cuando finalmente el túnel nos escupe limpios y salimos a la luz, la primera pared que vemos tiene bien grande pintado: “Baños”. Él va sin perder tiempo. En eso me encara un lavandero: “¿Falta aspirar éste?”, pregunta ya manoteando para abrir el baúl. Justo llega el dueño. “¡No, che, el baúl no, que ahí tengo la droga!” Fogwill, que tiene libros y no droga en su baúl, es también un cantor. Llena los silencios de la conversación entonando vocales que da gusto: un show. Pero incluso al hablar su voz es magnética, y noto que, lenta pero sólidamente, los empleados del lugar nos rodean (cinco o seis, petisos, morochos). Intento retomar la conversación.
–¿Entonces el arte ocupa necesariamente un segundo lugar?
–Tenés escritores como [Ricardo] Piglia, que una vez declaró no haber tenido hijos para dedicarse de lleno a la literatura –relata Fogwill frente a su nutrido y atento auditorio–. ¡Qué horror! Cuando escuché eso yo tenía cuatro hijos (ahora cinco), y me imaginaba un tipo usando forro todas las noches para que después no venga un chico a molestarlo cuando está en la computadora, y luego chupándole la concha a su mujer con gusto a goma. ¡Qué horror!
Los lavanderos y yo estallamos. Fogwill lame la miel de este efímero pero rotundo éxito narrativo.
¿Cuánta propina dejan los tacheros? Bueno, yo voy a dejar el doble, pero acuérdense, y que se enteren los tacheros.”
Me pregunta: “¿Tu grabador no es digital, no? Qué lastima, estaría para tenerlo en MP3, es una historia muy linda”.
–¿Usted piensa la escritura desde las historias?
–No, pienso desde las frases; escribo una y después se me ocurre una historia para completarla.
–¿Se acuerda de las primeras frases de sus textos?
–Claro, la primera frase de Los Pichiciegos era “Hoy mamá hundió un barco”. Siempre estudié textos de memoria, pero además, en la cárcel [estuvo preso durante la dictadura, bajo el cargo de defraudación] el juez no permitía que me llegara papel, ni libros, entonces recitaba e intentaba escribir de memoria; por supuesto que cuando el capellán del bunker de Caseros me autorizó cuaderno y lápiz, olvidé todo lo que había compuesto. Y Muchacha punk empieza: “En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir hice el amor es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres…”.
Mis muertos punk, libro en que está incluido el cuento de la muchacha ídem, fue la primera publicación en prosa de Rodolfo Enrique Fogwill, en 1979 (años después empezó a firmar sólo con el apellido, “como Platón”). En 1980 Muchacha punk ganó un premio patrocinado por la gaseosa más famosa; entonces dejó su carrera de publicista y comenzó la literaria, aunque ya había publicado en 1978 los poemas de El efecto de la realidad. A diferencia de congéneres escritores como Juan José Saer, César Aira o el propio Piglia, Fogwill irrumpió bien de adulto en la escena literaria nacional.
Puede decirse que Fogwill es un escritor nacional; pero dicho esto no consintiendo la apropiación patriótica de todo lo que acontezca entre Ushuaia y La Quiaca; ni siquiera porque sus temáticas lo confinen a la agenda del país. Más que pertenecer, a lo largo de su obra en prosa, la pluma de Fogwill estuvo a la caza de lo argentino, persiguiéndolo, buscando dar cuenta de eso que, como el tiempo, todos sabemos que existe pero nadie podría definir.
Sobre Los Pichiciegos (que transcurre mayormente en una cueva malvinense improvisada por desertores del ejército), por ejemplo, dice: “Pretendía ser un trabajo hacia el habla argentina. Pero no sé si lo logró. Ya en esa época para mí la nación no era más que la lengua. En los 80 yo decía que podría escribir de nuevo Pichiciegos sin Guerra de las Malvinas: no era una novela sobre la guerra”.
El registro del devenir local de una lengua (o de la facultad misma del lenguaje) no clava al autor ni a la obra al lugar de origen; más bien otorga valor transcultural: editado en varios países iberoamericanos, Fogwill fue traducido al francés, alemán, croata y chino mandarín. Además, según dice, “los fucking british publicaron Pichiciegos con el título de mala leche Malvinas Requiem. Pero pagaron bien”.
Mediante su cuantiosa obra de cuentos, novela y poesía, y su intensa (aunque intermitente) labor de polemista cáustico en los debates culturales, Fogwill desarrolló un culto a su personalidad y se hizo una parcela en la zona mejor valuada de la literatura vernácula. Por ejemplo, la nada menos que quinta edición de su novela de 1982 perdió por sólo dos votos en la encuesta por el libro más importante de 2006 que organizó entre escritores y críticos el suplemento cultural del diario Perfil. Ganaron las 723 páginas de Donde yo no estaba con que se despachó Marcelo Cohen. Cuando iban empatados, y a sabiendas de ello, Rodolfo Enrique votó por su colega.
“¿Cómo afecta la consagración las motivaciones que lo impulsan a escribir?”, le pregunto en el auto ya limpio, que avanza quién sabe a dónde, mientras ansío que la “linda historia” recién compartida lo haga más dócil a este hombre.
“Voy sabiéndolo mejor. No tengo ya demasiado interés en que aquello de lo que me convenzo sea verdadero o falso, ya no tengo que ganar discusiones ni concursos en la facultad.”
–¿Pero cuáles son las motivaciones?
–Escribir para mí es pensar. Es cierto, aunque sea pensar sobre la frase (y no sé si hay maneras de pensar fuera de una frase). Y escribo para no ser escrito, para no ser narrado por el discurso social que circula y tengo que repetir. Y ahora siento que a medida que voy escribiendo, que sale un libro nuevo, o que tengo un texto nuevo satisfactorio (porque los libros no me importan una mierda, acá todos hablan de los libros y nadie de los textos), siento que obtengo una victoria, porque no es algo que me mandaron. A mí me haría muy feliz ganar un premio grande, como el Cervantes, de 250 mil euros, sería muy feliz. Pero si yo pudiera hacer un libro bueno, pero un libro bueno-bueno, como El discurso vacío, de Mario Levrero, sería más feliz. Tan feliz como si hubiera ganado un premio, aunque claro, estaría mal porque estaría deprimido, sin plata. Porque muy lindo el prestigio, pero ¿dónde está la plata, loco?
–¿Qué es lo que más le importa, ahora?
–Trabajar, escribir y criar a mis hijos, que es lo que más me divierte en la vida. Yo ya soy viejo. Pero no creo que llegue el momento en que no tenga que mantener hijos, porque la capacidad de procrear no depende de la intensidad de las erecciones. Y si no, adoptaré o me compraré uno de algún modo. Me gustan los pibes, educarlos, divertirlos, hacerlos felices. Que sean radicalmente distintos de mí.
Luego de esa frase que desmiente, al menos en parte, su vanidad, Fogwill estaciona frente a la puertita de madera del hotel, a una considerable distancia del cordón.
“¿Sabés? El otro día salí del hotel y me fui en auto, y cuando volví estacioné en el mismo lugar donde estaba antes. Al bajar encontré, junto al cordón –¡no lo podía creer!– mi MP4.”
–¿…?
–Sí. Es como un MP3 pero que también pasa videos. Pero yo lo uso para audio, sobre todo escucho poesía. Grabé cuatro horas de poesía acá adentro –me muestra el diminuto aparatejo, que tiene un cordón con el que ahora se lo pasa por el cuello.
En este punto, Fogwill me dice: “Che, mirá, mi solución es así: tengo tiempo hasta las siete, pero quiero tomar unos mates. ¿Subís? Te voy a convidar uno o dos”. Está por meter la llave en la cerradura cuando alguien abre desde adentro, un tipo joven que al vernos sonríe de movida: el dueño del lugar. Mi compañero cumple con esas ganas de risa, y le explica, señalándome: “El va a estar un rato nomás; es un travesti, cogemos y se va”.
El hotel, que como muchos funciona más bien como pensión, tiene una arquitectura desquiciada. Es medio cerrado, medio al aire libre, y está plagado de escaleritas irregulares y pasillos torcidos; subimos, bajamos y doblamos tantas veces que, cuando Fogwill se detiene frente a una puerta de chapa, ya no sé hacia dónde queda la calle. La pieza es de dos por tres, y tan desordenada como una habitación de película que ha sido saqueada. Estira un poco la frazada de la cama de una plaza. “Acá tenés lugar para sentarte, tenés tu living…”.
En medio del caos, resplandece, como perla en un barrial, una laptop divina, que Fogwill no demora en encender. Parado en medio del cuarto –o sea, a un paso de todo–, señala cosas dispersas: “Chocolate, galletitas, ¿querés un pedazo de pollo?”. Apunta al lavamanos del baño, cuyo contenido es también bastante original (casi anómalo), y lo ofrece: “¿Uvas?”.
Dentro de su palacio minúsculo, la imagen pública belicosa cede al educado anfitrión. “No, gracias, comí una zanahoria grande antes de venir.” “Lo bien que hacés”, dice mientras saca un frasco ámbar de medicamentos. “Mirá, yo tomo esto. Pastillas de caroteno. Lo necesito y no tengo tiempo de comer zanahorias.”
Parece que se cuida, Fogwill. Lo que no me deja del todo tranquilo son las lastimaduras en los antebrazos, simétricas, casi rituales: negros moretones con sendas costras de sangre coagulada y supurante. Rodolfo Enrique Fogwill lleva su brazo diestro a la boca y bebe ruidosamente de su oscura sangre.
–¿Herida nueva?
–No, viste, son los andariveles. Estoy haciendo mariposa, en la pileta, y con la brazada golpeo las cuerdas.
Nada todos los días, y hace gimnasia. En cualquier caso, la solidez de su obra, así como tolera los excesos de su conducta, también sobrevive, campante y fecunda, a la refutación de su imagen mítica.
Sentado y con un mate se me ocurre por fin una pregunta de verdad:
–Si escribe para no ser narrado por el discurso social, que supongo acordaremos reduce el sentido de las cosas a su productividad monetaria…
–Sí, sí, sí…
–…y al mismo tiempo la recompensa que más espera de la escritura es la plata: ¿no está hilvanando el acto liberador según la lógica opresiva?
–Por supuesto, por supuesto.
–¿Y? ¿Eso no es una derrota?
–No sé. Me parece que es un fenómeno contemporáneo. Balzac utilizaba el apremio económico como estímulo para escribir, pero en la actualidad el apremio económico es también un apremio institucional, toda una cosa muy compleja, que te impide, viste, impide. Lo que más impide es el poder editorial, que obliga a escribir cosas legibles. Los buenos libros son ilegibles; Los Pichiciegos, al salir, era casi ilegible. Las faltas sintácticas de los personajes fueron censuradas en La Nación diciendo que se notaba que la novela fue escrita muy rápido. Algunas cosas eran demasiado obvias en ese momento, como la derrota argentina. Pero otras cosas eran impensables, como el retorno democrático, anunciado en la novela. A la semana de haberla escrito, la llevé a varias editoriales. Durán, dueño de la editorial española Legasa, que editaba a [Jorge] Asís, me dijo que la editaba instantáneamente, desafiando el poder de los milicos, si yo le agregaba un acto heroico por parte de los pichis, heroico por la patria. Y los de Galerna me ofrecieron cualquier plata para pedalearme, mientras mandaban un tipo a hacer entrevistas que desembocaron en el libro Los chicos de la guerra, con el que se llenaron de plata. Como si un pibe de 18 años que tiene que matar fuera un chico, ¡por dios! Llamarlos chicos, y poner a las asociaciones de psicólogos al servicio de “curarlos” fue una maniobra para desmalvinizar a la Argentina. Los estigmatizaron de arranque, por eso la tasa de suicidios es mayor que entre los leucémicos y sidosos terminales.
Para escribir Los Pichiciegos, Fogwill declaró haber usado su conocimiento del frío (solía navegar por los mares del sur), de la colimba y de los pibes. Pero la sustancia que regula todas las acciones a lo largo de la novela es el miedo. “Yo viví años con miedo, loco. Está bien que era un miedo anestesiado, pero era miedo al fin. Yo había sido trotskista, y una vez los milicos tuvieron secuestrado durante meses a un tipo que vivía un piso debajo mío, pensando que era yo. En los últimos años de mi carrera empresaria yo vivía con miedo, me mangueaban de todos lados, me buscó la cana durante un mes. Cuando caí preso se me pasaron todos los miedos. En la cárcel fui el tipo más libre del mundo.”
Fogwill acaricia su laptop con los ojos y putea por no tener internet en el hotel. “Tengo que conectarme. Si me acompañás al cíber, después te acerco a tu casa.”
Vamos al cíber.
Mira la pantalla echando levemente la cabeza hacia atrás, para ver a través de sus anteojitos de leer, apoyados en medio del puente nasal. “El correo lo abro mucho; te digo, yo sigo el correo por las peleas y por la guita. Hace poco mantuve un conflicto en Chile con varios escritores, periodistas, qué se yo, porque me negué a firmar apoyando a una escritora para el premio nacional, y me acusan de machista todas las feministas y las tortilleras, y de querer llamar la atención.”
–¿Por qué se trenza en esas trifulcas? ¿Le resultan un espacio de pensamiento?
–Sí, con la tensión, la urgencia, se me ocurren ideas.
–¿O sea que no es sólo propagandismo sino también una forma de estimular la producción?
–Sí, aprendí un montón de cosas.
–Sus contrincantes le sirven, entonces. ¿Los quiere?
–Sí, la verdad que sí, es gente buena. Salvo a Quintín, a quien no le guardo cariño, aunque sí lo respeto como escritor.
–¿Considera que lo dicho en reportajes es parte de la obra, una actividad literaria?
–Sí, por supuesto. Es una actividad ficcional; si la ficción pertenece a la literatura, es literaria. Para un escritor creo que todo es parte de la obra. También la elaboración de su imagen pública.