Uno de los periodistas policiales más importantes de la Argentina vuelve a indagar en las historias del terrorismo de Estado. En su último libro,  El otoño de los genocidas, Ricardo Ragendorfer cuenta historias de represores y cómplices de la dictadura y permite ver de cerca eso que Hannah Arendt alguna vez llamó la banalidad del mal.

Ricardo Ragendorfer comienza a hablar de los personajes de El otoño de los genocidas con tanto lujo de detalles que, si no fuera porque están muertos o presos, uno pensaría que los represores de la dictadura cuyas historias recoge su último libro están por entrar al bar de San Telmo donde el grabador capta la voz del cronista policial mezclada con las aventuras de El Zorro que el televisor irradia en el mediodía porteño. En el volumen que publicó Punto de Encuentro, el autor de Los doblados trazó una antología de crónicas publicadas entre 2008 y 2017 en diversos medios. El hilo conductor son las historias, muchas desconocidas, todas trágicas, sobre militares del Proceso que formaron parte de la maquinaria del terrorismo de Estado. Son veinte textos en los que se propuso indagar sobre la “banalidad del mal”: cómo podían integrarse al aparato represivo y mantener una supuesta normalidad.  No por nada, El otoño de los genocidas comienza con una cita de Hannah Arendt, que antecede las historias de dos fiscales con pasado en el Batallón 601; el agente chileno Enrique Arancibia Clavel; el coronel Mario Mingolla, que vio la luz del Señor como obispo de un credo ignoto; la hija del director del diario de Massera, que en un crimen pasional terminó literalmente desaparecida como las víctimas del almirante; el “Hormiga” González y su hábito por la fotografía fuera de sus labores en la ESMA.

“Tenía ganas de armar este libro hace tiempo. Me manejo sin archivo y quería ordenar el material que junté, tantas microhistorias. Armar antología es una forma de ordenar el archivo. Muchas historias son desprendimientos de Los doblados. Tuve la posibilidad de investigar varios años en el Archivo Nacional de la Memoria, dentro de una unidad de investigaciones, a instancias de Eduardo Luis Duhalde”, recuerda  sobre el material que vio la luz en Miradas al Sur, Tiempo Argentino y Nuestras Voces. “El desvío de mi oficio de cronista policial hacia estas cosas tomó un impulso notable, porque me interesaba la figura del represor. Me hice este planteo: sabemos sobre los represores, sus nombres, están sus datos. Yo quería profundizar sobre sus personalidades. Llegué a la conclusión de que son personas normales, lo cual causa horror. No son monstruos con garras, sino tipos con cargos gerenciales en un sistema basado en el exterminio. A veces voy por la calle y me preguntó cuántas de las personas normales con las que me cruzo serían capaces de hacer lo que ellos hicieron. Cada uno representa la banalidad del mal”.

-¿Hay alguna historia que te haya impresionado más?

-El “Hormiga” Orlando González. Llegué a él por la cobertura de Alejandra Dandan en Página/12 sobre la ESMA. Ella cita el testimonio del sueco Lordkipanidse, secuestrado en la Escuela de Mecánica. Resulta que el “Hormiga” estaba en el grupo de tareas y sentía rivalidad por el Sueco, que era fotógrafo, y le contó que él había ganado un premio con una foto en la revista Fotomundo. El tipo usó como modelos a dos secuestradas. Una fue Thelma Jara de Cabezas, y salieron en un diario de la secta Moon, donde la presentaban como “madre de un guerrillero muerto”. Es la misma mujer de la nota de la revista Para Ti. A la otra prisionera la fotografió en el Tigre, en el descanso “El Silencio”, que pertenecía al Arzobispado de Buenos Aires, y adonde llevaron a los prisioneros cuando la CIDH inspeccionó la ESMA. La fotografío con una capa, y es la modelo de  “La Parca”, una foto con la que González ganó un premio. Como Thelma Jara,  logró salvar la vida. Se llama Lucía Deón, la pude ubicar y hablar con ella, y cuando la nota salió me llamó Horacio Verbitsky muy sensibilizado, porque él la había conocido y no sabía que estaba viva. Supongo se habrán reencontrado. Todo a partir de una alusión en una nota de Alejandra que debe ser el tres por ciento de su texto, pero me impresionó sobremanera y lo quise reconstruir.

-Hugo Lezama, el director de Convicción, murió bastante antes de lo que le pasó a su hija en Londres, pero resulta sugestivo pensar en cómo lo hubiese afrontado, habiendo sido el escriba de un régimen que desaparecía personas.

-Sin dudas. Ella se llamaba Gracia y era violinista. Se había afincado en Londres con una hermana, se casó con un señor Morton, de mucha plata, se separaron, y un buen día desapareció, se la tragó la tierra, en el 98. A mister Morton lo condenaron varios años después, pero nunca apareció el cuerpo. Es una paradoja que le haya pasado lo que ocurrió estando el antecedente del padre.

-Varias notas implican un tratamiento cara a cara con los represores, como con Albano Harguindeguy, ¿cómo se los encara?

-En un momento comencé una serie de notas sobre mujeres de represores. Tenía un colaborador, y el padre era coronel, egresado del Colegio Militar en democracia. Ese coronel me conectó con el general Brinzoni, el jefe del Ejército con De la Rúa, al que echó Kirchner cuando asumió. Me abrió las puertas a sus peores amistades y fue útil para Los doblados. Yo quería entrevistar a la mujer de Harguindeguy. Cuando llamé me atendió él, que no daba notas, y aunque se mantuvo en esa tesitura, sí accedió a una visita. Fui el día de mi cumpleaños, con un paquete de masitas, hasta Los Polvorines. Me llevó un remis, cuando el tipo me preguntó adónde íbamos le dije que a ver a Harguindeguy y no me quería creer.

-El libro también cuenta la historia de dos fiscales, Rovira y De la Fuente, ligados a inteligencia militar, ¿cómo diste con ellos?

-Los nombres salieron en el listado de agentes dle Batallón 601 que se hizo público hace unos años. Un fiscal de causas de lesa humanidad me marcó esos nombres, y me dijo que aun seguían en la Justicia. Pude acceder a los legajos, y el de Rovira tiene un detalle desopilante. Le pedían que mencionara algún conocimiento o interés en la ficha de ingreso al 601. El muy bestia puso: “Inglés, con diccionario”. Cuando esa nota salió, Duhalde, desde la secretaría de Derechos Humanos, los denunció ante su jefe, el Procurador, que en ese momento era Righi, pero no los tocaron.

-Hablemos de Mingolla, el que terminó como obispo de una Iglesia Ortodoxa Bielorrusa Eslava.

-Sí, un tipo de la represión en Centroamérica y Bolivia, que ahora es alto dignatario de esa tapadera, algo como la secta Moon. Participó del golpe de García Meza en Bolivia y se va cuando el dictador cae en desgracia. Terminó negociando impunidad en ese momento dando información sobre la estructura represiva y mandó al frente a unos cuantos. Cometió lo que  llamo una innovación sin precedentes en el arte de la delación, que fue autoincriminarse a sí mismo en tercera persona. A los dos o tres años lo agarraron con cocaína y ahí descubrió la luz del Señor. Se hizo llamar obispo Athanasios.

-Otro caso que sorprende es el de Eduardo Stigliano, que bien pudo haber sido para el Ejército lo que fue unos años después Scilingo en la Armada. Si no se moría uno pensaría que pudo haber hablado públicamente.

-Era teniente coronel y su caso lo encontré revolviendo documentos. Le reclamaba plata al Ejército por neurosis de guerra. Quería cobrar una buena pensión y en su reclamo terminó describiendo el terrorismo de Estado. Cuenta un montón de crímenes, sin ninguna culpa, sólo quería plata. Una esquirla le había atravesado una mano, y dice que un día llega Galtieri al chupadero donde estaba, en Campo de Mayo, y le pregunta por la herida. A partir de ahí revela que fue el responsable militar argentino del secuestro de Horacio Campiglia, un dirigente montonero, en Brasil. O sea, confirma que a Campiglia lo llevaron chupado de Brasil a Campo de Mayo y que Galtieri, como jefe del Ejército en ese momento, lo sabía. El tipo se murió al poco tiempo de su reclamo. Cuando hice esa nota da la casualidad que se produjo el único testimonio de un militar brasileño sobre los crímenes allá, el coronel Malhaes, al que al poco tiempo mataron en un hecho confuso. En su declaración describe el mismo secuestro, encaja con el relato de Stigliano. Así que tuve la versión brasileña sobre cómo desapareció Campiglia y el relato del otro a partir del reclamo por la  pensión.

-¿Podría hablarse de una Odessa del Proceso a partir del caso del mayor Olivera, que estuvo prófugo varios años?

-Seguramente. No sólo se fugó, manejaba mucha guita como abogado, los amparos de los militares cuando Cristina quiso poner un coto, que ahí vino la huelga de prefectos y gendarmes. También manejaba un fideicomiso. Había estado en la represión en San Juan y estuvo unos días detenido en Italia en la época de De la Rúa, luego pudo volver. Encima su hijo es sacerdote, una de las promesas del Verbo Encarnado, la orden religiosa que está en Mendoza, a la derecha de Atila, fundada por el cura Buela, un pedófilo. Esa orden ha ayudado a represores en apuros.

-¿Hay voluntad de actuar en este momento contra la mano de obra del genocidio?

-Creo que no, por el cambio de época. No pueden evitar que las causas estén abiertas, pero no tienen ganas de que esto siga. Se hizo una revisión, que fue la más exhaustiva, desde Justicia. Hay otros pliegues que son inasibles.

-¿Por ejemplo?

-Es que la dictadura estaba presente en todo. A mí me fascina mirar las revistas de esa época. Leídas hoy se advierte a la dictadura en los avisos, en los chistes, en detalles inocuos…Hace unos años me invitaron a dar una charla en el colegio de mi hija, un 24 marzo. Un chico de ocho años hizo una pregunta impresionante por su simpleza: ¿uno podía ir vestido como quería? Y no. Había un preconcepto lombrosiano de los militares, la noción de sujetos responsables de sus actos que tenían de los ciudadanos. Cosas impresionantes, como el video ese que pasan a veces del ministro de Videla que critica “el exceso de pensamiento”.

-¿Perdura el espíritu de cuerpo en las nuevas camadas de oficiales respecto de los implicados en la represión ilegal?

-Hay un pacto de silencio, salvo en algunos casos puntuales y leves. Tampoco sé hasta qué punto los cambios que se quisieron implementar en los institutos formativos de las Fuerzas Armadas fueron tomados con beneplácito.

-Con Arancibia Clavel tuviste la oportunidad de hablar bastante, ¿cómo fue entrar en confianza con él?

-Eso fue maravilloso. Me lo fui encontrando varias veces en mi vida. Yo vivía a 20 metros de donde  mataron al general Prats, el jefe del Ejército chileno anterior a Pinochet que estaba exiliado en Buenos Aires. Esa noche de septiembre del 74 yo volvía del Hipódromo, y cuando entro a mi casa siento la explosión, volaron vidrios y veo el auto reventado. Al día siguiente por los diarios supe quién era el muerto, si bien yo con 17 años ya estaba politizado y al corriente de la figura de Prats. Muchos años más tarde lo condenan al agente de inteligencia chileno por el crimen de Prats y lo tenían en el escuadrón Buenos Aires de la Gendarmería. Era la época en que yo preparada Los doblados y visitaba el lugar para charlar con el Polaquito, un pistolero que tenían detenido ahí. Charlábamos en un jardín muy coqueto. Un día me señala a otro preso que se miraba embelesado con un gendarme. Era Arancibia. Hablo del año 2005, 2006. Le pedí al Polaquito si le podía hacer algunas preguntas, y él después me contaba que le decía el otro y yo ataba cabos sobre el caso Claudet, al que le dedico un capítulo en Los doblados. Cuando lo largaron a Arancibia,  me lo crucé en un bar de la Galería Apolo, en Corrientes. Lo encaro, me presento, y me invita a sentarme. Tenía ganas de hablar, me contó de una hermana historiadora que me quería presentar. Era un personaje. Lo ví dos veces más y una tercera, que iba revoloteando atrás de muchachos. Cuando me avisaron que apareció muerto a cuchillazos no tuve dudas: lo mató un taxi boy.

-Venís de un trabajo como Los doblados; sos un reconocido periodista de policiales; te incluyeron Javier Sinay y Osvaldo Aguirre en ¡Extra!, su antología de crónicas del género con tu cobertura de la autopsia de Rodrigo; ahora llegó El otoño de los genocidas, que deriva de tu libro anterior, con muchos nombre en común, ¿qué sigue?

-Ahora me quiero meter con Klaus Barbie, “el carnicero de Lyon”, jefe de la Gestapo en la Francia ocupada que entre sus miles de muertos tiene al líder de la Resistencia, Jean Moilin. El tipo se escondió en Bolivia, estuvo prendido en golpes de estado, con García Meza, y pasaron como diez años desde que lo detectaron hasta que, cuando Bolivia recuperó la democracia, lo extraditaron y murió condenado en Francia. Cuando mis viejos llegaron de Europa a Bolivia, donde nací, lo tomaron como empleado. Obviamente mi familia no sabía nada, él me llevaba de la mano, hablaba bien el castellano, si bien yo era muy chico y mucho no recuerdo. Lo fui a ver a Francia después de su condena y se acordaba de mí. Salí espantado.