En esta segunda parte de la charla con Socompa, el educador recuerda la experiencia del trabajo conjunto con Guillermo Saccomano para el libro Un maestro –escrito a dos voces-, que relata su vida y el compromiso presente de dar testimonio como estrategia del sobreviviente. (foto de portada: Cecilia Maletti).

Acaban de sonar

las nueve de la noche

Las puertas de las celdas pronto van a cerrarse.

Se hace largo, esta vez, un poco largo:

con sus noches,

sus días

y sus tardes.

Pero si el hecho de vivir, querida,

significa que esto ha de prolongarse,

vivir, querida mía,

tiene tanta importancia como amarte.

(Nazim Hikmet, poeta turco)

Orlando Nano Balbo, maestro y alfabetizador mapuche, sobrevivió al terrorismo de estado de la última dictadura cívico militar. Fue testigo clave en el juicio “La Escuelita” iniciado en Neuquén en 2012 que condenó entre otros represores, a Raúl Antonio Guglielminetti, por crímenes de lesa humanidad. Dirigente de la Asociación de Trabajadores de la Educación de Neuquén (ATEN) entre 2000 y 2002, en la actualidad participa de bachilleratos populares y experiencias educativas, espacios pensados como contracara de la educación tradicional, a la que considera etnocentrista y eurocentrista. El próximo 21 declarará por quinta vez ante el Tribunal Oral Federal neuquino, acompañado de un grupo de atención a las víctimas, en “La Escuelita V”, juicio impulsado por la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos (APDH).

Nano Balbo declaró el horror cada vez que fue convocado por la justicia. En 2012 declaró por primera vez durante cinco horas en el Tribunal ubicado en instalaciones de la Universidad del Comahue. Cuando entró a la sala, lo abrazó un aplauso cerrado y sostenido. Lo acompañaban, su hija Candela, Guillermo Saccomanno y compañeros y amigos que viajaron aquél histórico día. Tras prestar juramento con su mano apoyada sobre la Biblia Latinoamericana, de la Teología de la Liberación, Nano comenzó su alegato y dijo: “Durante casi cuarenta años he almacenado y preservado en mi memoria hechos de los que fui testigo, hechos que muestran cómo se montó un plan criminal que, conducido, por las fuerzas armadas, sometió a las instituciones del estado, y con la complicidad de sectores de la sociedad civil, se instaló el terrorismo de estado en nuestro país. Este plan tuvo un objetivo: bajo el terror la sociedad se comportaría con sumisión sin reaccionar no sólo ante el terrorismo, sino también ante un proyecto económico que endeudaría al país y empobrecería como nunca a sus habitantes. Instituciones jerarquizadas del estado, a las que el pueblo había provisto para su defensa, eran ahora las responsables del exterminio de toda oposición”.

Nano nunca tocó un fierro si bien en algún momento justificó la guerrilla. En una reunión de la Juventud Peronista (JP) se había negado al aprendizaje del manejo de armas. Creía en la construcción de la alternativa independiente de los trabajadores y ésta no pasaba por armarse ni entender los actos heroicos aislados. Concebía la valentía como la virtud definitoria presente en El Eternauta de Héctor Oesterheld: aquel héroe colectivo, nunca solo, que aun sintiendo miedo, actuaba de acuerdo a sus convicciones.

El día previo a la toma del poder por la dictadura genocida, Nano y la diputada peronista René Chávez, a quien asesoraba, se encontraban en el Congreso Nacional. El golpe era inminente: estaban vaciando el Parlamento. Ella se quedó y Nano viajó para alertar a los compañeros. Pasó esa noche en una casa “quemada” –ya allanada- porque les había prestado la suya a unos amigos. La mañana del 24 de marzo de 1976, Nano pensó en desayunar y marcharse. No se lo permitieron: una patota civil comandada por Raúl Antonio Guglielminetti tiró abajo la puerta y lo secuestró. Fue llevado a la comisaría de la Policía Federal neuquina. Lo trasladaron a un sótano, le vendaron los ojos y lo ataron desnudo a una silla metálica. Fue golpeado ferozmente y luego picaneado: encías, garganta, oídos. Debieron aflojar cuando el maestro se desmayó: aún no tenían aceitado el manejo de la picana. Lo trasladaron a la Unidad 9 y lo dejaron en los calabozos de castigo conocidos como “chanchos”. Desde aquel momento, tras esa primera sesión de tortura, Nano comprendió que para sobrevivir, su cuerpo debía aguantarlo todo. Tras seis meses secuestrado en la Unidad 9 fue trasladado al penal de Rawson, donde también sería salvajemente golpeado y torturado.

Una historia de lucha, una lección de vida

A Nano le tocó el servicio militar obligatorio en 1969, en un perdido cuartel de Junín de Los Andes. Allí conoció al escritor Guillermo Saccomanno y trabó amistad con Diego Frondizi, militante de las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP). Les asignaron tareas en la misma oficina del cuartel, en Mesa de Entradas, así que maestro y escritor pasaron mucho tiempo juntos durante aquel año y medio de confinamiento. Cuando les dieron de baja, se perdieron y en los setenta, alguien le dijo a Saccomanno que Nano estaba desaparecido. Eso creyó. En 2008 el escritor participó de la feria del libro en San Martín de los Andes. Un docente se acercó y le dijo que Nano Balbo le enviaba saludos. El escritor creyó que hablaba de otra persona. “Orlando, Nano”, corrigió su interlocutor. “Está vivo”, atinó a responder. “Sí, pero no te doy su número, mejor ponele un mail. Está sordo. Quedó sordo por la tortura”. En 2011, Un maestro obtuvo el premio Rodolfo Walsh que entrega la Semana Negra de Gijón a la Mejor Novela Testimonial.

-¿Cómo se inició la experiencia de narrar tu vida junto a Guillermo Saccomanno? ¿Pensaste alguna vez en esa posibilidad?

– Un docente amigo se acercó a Guillermo en una feria del libro. Tomamos contacto por mail, no para nostalgiar cómo nos habían humillado en la colimba sino para ver qué habíamos hecho con lo que soñábamos ser a los veinte años. La Confederación de Trabajadores Argentinos (CTA) nos invitó a participar de una “Semana de la Memoria” que se realizaba en Chos Malal. Allí partimos y ya en el viaje nos fuimos poniendo al día de lo que fueron nuestras vidas hasta entonces. Guillermo me escuchó contar lo que había pasado y me dijo: “Esta historia hay que escribirla”. Le respondí que no era capaz, que lo que tenía en mi cabeza iba más rápido que mis manos y me perdía en el relato. Ante su insistencia, acepté. “Yo narro, vos escribís”. Con ese simple acuerdo establecido comenzó a gestarse Un maestro. Una historia de lucha, una lección de vida, biografía de Nano Balbo.  Con el libro estuvimos tres años de trabajo intenso.. Guillermo grabó durante varios días a razón de ocho horas diarias. Y en los breves tiempos de descanso, si yo contaba algo de su interés, Guillermo (siempre con una libreta a mano) sacaba su libretita y me lo hacía narrar. Con un hecho que para mí fue educativo: cada vez que contaba algo, él me cortaba sin dejarme terminar el relato. “Más es menos”, me decía. Yo no entendía nada, hasta que un día lo interpelé: ¿Por qué no me dejás terminar, qué es esto de “más es menos”? Me explicó que como buen docente,  yo arrastraba el vicio de todo maestro, que cuando termina de explicar algo, por miedo a que algún alumno no haya comprendido, retoma el final y vuelve a explicar lo que ya dijo. Con el tiempo comprendí que era así, que tenía razón.

Nano y Candela, su hija, durante el juicio.

-En esos tres años de proceso de trabajo en conjunto del libro, ¿recordás alguna anécdota que te haya marcado?

-Tenemos muchas anécdotas con Guillermo. El libro tiene un final de espera. Iba a terminar cuando yo declarara, teníamos pensado que Guillermo entrara a la sala y redactara el capítulo final allí, mientras yo declaraba. Pero el juicio se fue postergando y la editorial lo mandó a imprenta. Guillermo me regaló el libro Con la esperanza entre los dientes, de John Berger. Ambos éramos admiradores de su escritura. Esa misma noche, empecé a leerlo y encontré un capítulo homenaje a Nazim Hikmet, un poeta turco que estuvo cuarenta años preso. Como pibe, en mis primeros años de militancia yo había iniciado alguna acción por su liberación. Lo leí y recordé una anécdota de la cárcel que no le había contado a Guillermo. Cada noche, a las veinte, nos hacían formar para cerrar las celdas. Cada pabellón tenía treinta y seis celdas y ocho pabellones con unas puertas de hierro ciegas que al cerrarse, producían un estampido de ruido. Formábamos delante de la celda, el celador gritaba el número y cerraba la celda. Se hacía en simultáneo en los ocho pabellones, esa estampida semejaba un tiroteo atroz. En esos momentos yo supongo que algunos rezarían, otros recordarían mejores tiempos y muchos recitaban una poesía de Nazim Hikmet. Me levanté temprano, le escribí a Guillermo y le conté esto. A las pocas horas recibí un correo suyo en el que me pedía que le enviara completa el texto. Hizo sacar el libro de imprenta y le agregó un capítulo con mi reflexión. Yo pensaba, si un tipo que estuvo cuarenta años preso fue capaz de recitar y escribir esa poesía, ¿cómo podíamos nosotros estar lloriqueando por un par de años que llevábamos?

En unos días, el maestro Balbo acudirá nuevamente a brindar testimonio, ante la aparición de un nuevo testigo en la causa. Estará acompañado de un grupo de atención a las víctimas. Como un mantra que sostiene la memoria, contra el lesivo y recurrente olvido. Dar testimonio para que el Nunca Más sea posible.