Acaba de reeditar su novela María Domecq en la que habla de su enfermedad y de su parentesco con Puccini. Y sigue con sus contratapas en Página/12. Vive en Gesell, lee mucho pero cada vez con menos paciencia y coloca a la emoción como una condición básica de toda buena literatura.

Si vivís en Villa Gesell y pedís libros en la Biblioteca Popular, un día puede sonar el timbre de tu casa y del otro lado puede aparecer Juan Forn con los rulos al viento y un libro en la mano. Puede pedirte si se lo cambiás por ese otro que te trae, que buscó especialmente para vos.  Es que cuando llegó a Villa Gesell en 2002 donó mucho de su biblioteca. Se quedó con una parte, claro: “Los libros que sospecho que voy a releer me gusta quedármelos –dice. No me gusta regalar los de Pratolini o los de Joseph Brodsky. Son libros que releo. O De vidas ajenas, de Emmanuel Carrère, no me gusta perderlo. Pero la biblioteca con la que yo pienso son libros de consulta. A veces voy a la biblioteca de Gesell y si al que busco lo tiene alguien, o aguanto a que lo devuelva, o cuando estoy medio loco pido ver qué libros retiró esa persona,  busco algo que pegue con su perfil,  se lo llevo y le digo: “Lo necesito un día, porque está subrayado. Tomá. Leé esto, que lo vas a pasar bomba”.

Esas cosas ocurren…

Hace una mueca cuando dice: “Sí, la pancreatitis, la playa, la piedrita, el que fue al Newman”. La voz se le vuelve un graznido para desdramatizar ese mito que se construye nota a nota sobre él. Y mientras habla desfilan esas cosas que son parte del mito que se construye entrevista a entrevista: ofrece té, arma un fino cigarro, fuma en silencio para enhebrar una respuesta, mira hacia allá, y habla de la pancreatitis, de la vida en la playa, de los sesenta, de cuando dirigió Radar

– Debe ser por el mito del escritor que deja todo para dedicarse a escribir en la playa…

En estos días vemos el nombre de Juan Forn en las librerías con una novela titulada María Domecq que tiene como protagonista a un escritor llamado Juan Forn. Es una reedición. La primera salió en 2007 y fue el quiebre. Ahí se entiende todo lo que vino después, fue el moño de cierre del pasado, o la puerta de entrada a las contratapas de Los Viernes, que a estas alturas encarnaron en mayúsculas. Esas contratapas que se publicaron en Página 12 y nos llevaron de la nariz por mundos de escritores, pintores, escultores, músicos, en los que se hablaba, justamente, del punto de quiebre, de ese momento en el que una obra se vuelve algo más. Él sabe hablar de eso.  Vino de mirar en el ojo del huracán. Y como una Sherezade, de a cien líneas nos contó el cuento de las buenas noches ¿Quién no fue corriendo a comprar un libro (o a googlearlo) luego de que hablara de un ruso, un japonés? Sin adjetivos rimbombantes, sin frases afectadas.  En María Domecq aparecen Madame Butterfly, la guerra del Paraguay, la aristocracia argentina, y el propio Forn convirtiéndose en Forn, con una pancreatitis  que lo obliga a dejar el diario y empezar otra historia en busca de un pariente japonés que se enlaza con la historia de Madame Butterfly en un rulo de esos que tanto pueblan sus textos. Y logra una vez más ese encantamiento: el serpenteo por la historia, el borramiento del límite entre realidad y ficción, y un movimiento de la atención que sólo logra un encantador de serpientes ¿Es real todo lo que dice? ¿Ficción? ¿Lo que contará hoy es todo real? ¿Importa? ¿Le importa?

-Tu parte en la novela arranca cuando alguien te habla de tu posible parentesco con Puccini ¿Empezó ahí esa historia?

-El historiador me preguntó: “¿Usted qué parentesco tiene con el personaje de Puccini?”. Chequeé con mis primos más grandes. Todo el mundo es negador de la parte privada japonesa. De la parte heroica, no. Yo era uncabeza hueca: escribiendo Frivolidad, haciéndome el Fitzgerald… En Radar, Diego Fischerman me enganchó con un crítico de música clásica y el tipo me contó que hay una historia de un hermano de Puccini en la Argentina y que hay un libro de Tizón en el que cuenta eso. Me dijo que había querido escribirlo pero se dio cuenta de que no iba a hacerlo y me prestó los libros.

-¿Tenías un norte cuando empezaste con esas lecturas?

-No. Los años de Radar fueron los años en los que menos cercanía tuve con mi propia literatura. Te toma la cabeza un laburo como ese. Tenía la fantasía de que algún día lo iba a escribir. Seguía juntando data. Siempre me resultó fácil hacer canuto de data. Saber que hago archivo, y ahí mando la data y después la proceso en forma de libro, fotocopias, anotaciones en un diario, computadora.

-¿Tenés un archivo físico con todo eso?

-Soy un desastre. Una vez que empiezo a escribir canibalizo los diarios. Despedazo el original. No me queda mucho. Cuando me vino la pancreatitis, me liberé de Radar, me fui a vivir a Gesell, mi hija tenía tres años, tenía todo el tiempo del mundo, todo el día al pedo y ahí le dije a Saccomano: “Toda la vida esperando este momento y no escribo”. Y me dijo: “¿Sabés por qué no escribís? Porque estás escribiendo otro libro, por eso no te sale este. Estás escribiendo las notas largas de Radar. Eso es un libro. Eso no es periodismo”. Y ahí se me ocurrió adjuntar las notas de La tierra elegida, fue mi manera de reconciliarme conmigo mismo después de la enfermedad… Me fui a Gesell furioso con la ciudad, con el mundo entero, pero en realidad estaba furioso conmigo mismo porque había explotado, no me había sabido regular. Lo que me pasó es el ABC del negador. No escuchaba a mi cuerpo, no escuchaba el nivel de estrés que tenía, no escuchaba que estaba cada vez más lejos de la literatura por hacer esto…

“Si anotás los títulos que vas leyendo y mirás eso a fin de año, es como si armaras un diario de vos mismo. Me había olvidado que había leído esta biografía de Quiroga, después de Carrère, o siete libros de peronismo. Descubrís pautas, conductas”, dice Forn. En La tierra elegida, incluyó un texto de Carlos Sorín sobre la gente que se va a vivir al interior, y cerró con una nota de Madame Butterfly que le hacía la venia a María Domecq, a lo que venía. Ahí empezó con las puntadas de dolor una vez más. “Escribir novelas siempre me costó un huevo. Salvo la primera que era completamente autobiográfica y yo era completamente inconsciente –cuenta -. Hice un resumen de 200 páginas y ahí me di cuenta de que ese era el libro”.

-¿La vivías como una novela de quiebre?

-No. Estaba en Gesell haciendo lo que quería hacer y habré estado así dos años. Un día, cuando acababa de terminar el libro y lo mandé a la editorial y empezó el proceso de lecturas, corrección, me llegó un mail del director de Página, diciéndome que hacía dos años que no escribía una nota para el diario. Durante esos dos años, nadie me había preguntado nada. Me pagaban muy poquito, pero no me pedían nada. Yo renuncié en 2002 y me decían: “No hay nada para darte. Si no podés trabajar, te damos un sueldo del orto”. Durante los primeros dos años, yo hacía cuatro páginas de Radar solo, todas las semanas. Cuando me dijeron que hacía dos años que no mandaba nada, se me ocurrió pedir una contratapa, ya que nadie quería las contratapas.

-¿Por qué nadie las quería?
Desde que se murió Soriano… Hubo una época en la que las contratapas eran históricas: Tomás Eloy Martínez, Feinmann, Briante, Gelman, Bayer, Sasturain. Había cada mono… cinco de las siete de la semana eran literarias o escritas por escritores. Después hubo una época en la que firmar en Radar era más copado que firmar la contratapa.

-Hace un rato decías que mucho de lo que hay en María Domecq prepara para lo que vino después, para Los Viernes

-Hay algo en la última parte… Yo invento un montón: estoy inventando una familia, todo lo que me pasa lo tuve que inventar, hago una cosa delirante, ignoro la cantidad de pifies históricos que puede tener, pero sentí que estaba dentro y sentí una cosa que después siento con Los Viernes: puedo sentirme en San Petersburgo en 1917, en laplaya de Ipanema en 1961, en el México profundo, con Rulfo en un camioncito, saltando en un camino de piedra. Puedo leer al matemático húngaro que no podía usar zapatos…los entiendo. Algo pasó.

-Vos hablás de la inteligencia emocional…

-Es que sé que hay una verdad profunda entre vida y obra de los artistas, por lo menos, entre los que a mí me gustan, y trato de trabajar esa idea en la manera que los músicos trabajan la idea del cover, algo que te gusta tanto que lo querés tocar vos, y lo tocás a tu manera. Hacés dos cosas a la vez: hacés esa canción que te gusta y lo hacés con tu estilo. Cuando escribo una contratapa trato de que tenga una respiración, una especie de filiación. Esas operaciones son fruto de lo emocional. Obvio. Por eso creo que mi manera de laburar es una manera que trata con lo emocional como pálpito, como manera de dar calor, de dejar entrar luz…

-¿Cómo hacés para contar lo luminoso sin caer en lo cursi?

-Lo recontra controlo. Controlo el desbande. Tengo aversión a la cursilería. De casi todas las características que tengo, tengo su opuesto en su misma medida. Soy una suma de contradicciones. Detesto lo cursi, lo intimista de más, lo invasivo. Hay escritores que la gente dice que son afines a mí y yo detesto.

-¿Por ejemplo?

Seda, de Baricco. No me gusta.  Hay libros que en su momento me gustaron y ahora me parecen recontra maniqueos en la manera de manejar las emociones: John Irving… Yo  idolatraba a Salinger y con el tiempo ahora creo que Capote y Cheever me alimentan más. A Salinger le perdí la confianza en ciertos lugares. Si yo lo hubiera leído de grande, creo que no hubiera sido un buen lector de él. Esas cosas fueron cambiando. Entonces, tengo esa aversión a lo cursi pero me interno en terrenos sentimentales que mis amigos a veces me dicen: “Hijo de puta, qué asco donde te estás metiendo”.

-¿Y cómo hacés?

-Eso ha sido mi alimento siempre. De muy chiquito mi mamá me enseñó dos cosas que son indispensables en la infancia de cualquiera. Una es sentirte querido porque ahí empezás a tener una especie de confianza emocional que para el resto de tu vida es sumamente útil. Entre otras cosas te enseña a ponerte en la vereda del sol. Siempre que tuve momentos difíciles, busqué el lado más cálido. Mirando mi vida para atrás pienso que soy un superviviente nato porque tenía un instinto de supervivencia nato: cuando me interesaron las drogas encontré una manera de salida, cuando me puse frívolo encontré una manera de salida buscando la vereda del sol. Cuando tuve dudas, fui en busca de ese calorcito. Interior o exterior. Ir a Gesell fue eso. La aparición de mi primer libro en la literatura argentina de ese momento no tiene que ver con nadie. Estaban los cuentos de Abelardo Castillo, que son un cañón. Los de Briante. Pero nadie después trabajaba lo emocional de esa manera. Los escritores de mi generación impostaban, escribían libros cerebrales

-¿Leés escritores actuales?

-Sí, leo. Fui editor toda la vida. Leo para informarme, para seguir el pulso de la literatura tenés que leer. Me gusta hacerlo. Soy cada vez más cabrón leyendo, tengo cada vez menos paciencia, y cuando algo no me resulta atractivo o enigmático, lo suelto. Si no me mueve, lo abandono. Pero sigo sí me parece que lo emocional está más presente. Uno de los libros más importantes de los últimos tiempos es De vidas ajenas. O Crónica de mi familia, de Vasco Pratolini. Siempre tuve como modelo esa clase de libros: Opiniones de un payaso de Henrich Böll. No fallan. Me fascina ese caminar en el borde como hoja de afeitar.

-¿Carrère logra con éxito manejar lo emocional?

-Es necesario que sea medio pelotudo en De vidas ajenas

-¿Para qué?

-Una lección es buena en la medida que hasta el pelotudo la entiende. Entonces es necesario que él sea medio pelotudo. Es un libro donde esa función es indispensable como contrapeso y le saco el sombrero por usarse así. A lo mejor es mucho más sabio de lo que parece en sus libros. Ponerse como se puso en De vidas ajenas es de alta sapiencia literaria: muñeca, oficio, experiencia vital. Hay cosas que las sabés por ciertas cosas en la vida que te permiten saberlo.

-¿Y qué lugar ocupa la magia?

-No hay que hablar mucho de eso, por cuestiones supersticiosas. Todo el mundo si mira su vida puede ver casualidades significativas. Lo que Jung llamaba sincronicidad. En la medida en que tenés más o menos sensibilidad, a las cosas que no son del todo racionales les das más importancia, se vuelven más significativas, o les adjudicás una elocuencia mayor. Una cosa lleva a la otra.

-¿Por qué decís que no hay que hablar de eso?

Porque te empiezan a ocurrir menos seguido. Creo que tiene que ver mucho con la manera en que entiendo la poesía, la vida rara de los poetas que me gustan: Wislawa Szymborska, Idea Vilariño, Nicanor Parra, tipos que a través de cierto nivel emocional consiguen la magia. No sé exactamente qué es. Tampoco me interesa encontrarle la fórmula. Es lo que más me importa que tengan mis libros. Una sustancia que, si le ponés un poquito de más, arruina. Y me gusta con locura. Es lo que más me gusta encontrar cuando leo y cuando escribo.