El sociólogo, autor de “El ensayo: un género culpable”, acaba de publicar “Lo sólido en el aire. El eterno retorno de la crítica marxista”, un volumen que compila sus intervenciones sobre la crítica marxista a los largo de tres décadas y donde se muestra tan dispuesto como siempre a la disputa de ideas.

Reconocido y premiado por su extensa labor como ensayista, el sociólogo Eduardo Grüner presenta “Lo sólido en el aire. El eterno retorno de la crítica marxista” (Clacso), un volumen de más de 800 páginas en el que compila sus intervenciones en la crítica marxista a lo largo de treinta años y donde se muestra tan dispuesto como siempre a la disputa de ideas: “Me parece bien que haya un Ministerio de la mujer. No veo por qué no hay un Ministerio del obrero, del negro, del indígena”, sostiene.

Hace casi cuarenta años en Sitio -la revista en la que participaban, entre otros, Ramón Alcalde, Luis Gusmán y Jorge Jinkis -, Grüner, contra cualquier inocencia del lenguaje, elaboraba algunas ideas sobre qué es y hace el ensayo. “Género culpable”, escribía el sociólogo y crítico cultural, que identifica un error, inaugura una conversación sobre su sentido y, a partir de lo que el ensayista lee, piensa y escribe, avanza a través de una “deslectura creativa” por un camino cuya utilidad no consiste en dar respuestas, sino en buscar “huellas fuera de lugar”, capaces de modificar lo que el propio camino intelectual tiene de previsible e incuestionado.

A los 75 años, hoy el sociólogo sigue “leyendo huellas” y escribiendo con el mismo rigor. De hecho, en 2020 publicó el ensayo “La obsesión del origen” (Ubu Ediciones), donde analiza los puntos de contacto entre la filosofía de Martin Heidegger y la Escuela de Frankfurt, y ahora presenta “Lo sólido en el aire. El eterno retorno de la crítica marxista”, que recopila sus artículos sobre corrientes y figuras de la izquierda. A propósito de esto, al definir el “rol” de los intelectuales, Grüner se confiesa poseedor de “una fobia neurótica grave hacia todo lo que huela a poder”, lo cual potencia la sagacidad de su lupa sobre la cultura, la sociedad y la política, pero también sobre varias modas del pensamiento académico de los últimos veinticinco años.

Esta actividad como escritor, por otro lado, es paralela a sus colaboraciones en la revista Topía. Nada mal para los años de pandemia de uno de los más lúcidos intelectuales argentinos de la generación de León Rozitchner, Nicolás Rosa, David Viñas, Nicolás Casullo y Horacio González, entre otros nombres frente a los cuales, dice Grüner en retrospectiva, casi no siente que haya nuevos interlocutores ni por dentro ni por fuera de las fronteras argentinas. “Estamos en un momento de ausencia de efectos, donde uno publica porque tiene la necesidad de hacerlo, pero no se puede tener demasiadas esperanzas en provocar efectos”, explica en la entrevista.

A la hora de repasar sus lecturas más recientes a la búsqueda de nuevos debates, Grüner suena tan preciso como pesimista: “De lo que yo he leído en los últimos veinte años, por decir algo, me cansé de Slavoj Žižek. Lo conozco personalmente bastante, pero alguien que publica quince libros por año no puede tener tantas ideas, aunque en su momento fue un pequeño deslumbramiento. Peter Sloterdijk es alguien con un par de cosas que me interesaron. Me parece que ha derivado más bien hacia la derecha, pero es alguien que sirve para pensar. Por suerte sigue vivo Fredric Jameson, que hizo una intervención a mi juicio muy inteligente de la tradición de la Escuela de Frankfurt desde autores tan aparentemente disímiles como Sartre, Lacan o Althusser. No hay mucha gente que pueda hacerlo impunemente sin que parezca un pastiche prefabricado o forzado. Diría que éstos son los nombres”.

Sin duda, la cuestión de los interlocutores es fundamental para todo ensayista, ya que no es gracias al aquietado imperio del relativismo y la neutralidad como se llega a pensar. Sin embargo, esta búsqueda, que en su versión polémica también puede llamarse discusión, es clave en el despliegue de la obra de Grüner y particularmente recurrente al pensar qué es un intelectual y por qué razones su “función”, que encierra la paradoja de mantenerse “dis-funcional e in-enrolable”, es la de ser crítico ante el poder.

Presentados en un abanico representativo de sus muchas áreas de interés, se trate de Karl Marx, Sigmund Freud, Jean-Paul Sartre, Louis Althusser o Žižek (del que fue un introductor en la Argentina), pero también de Bartolomé de las Casas o Juan Ginés de Sepúlveda, para Grüner lo distintivo del intelectual es su “no-lugar”, es decir, su posición de negatividad opuesta a la complacencia que exige el poder, que por su naturaleza requiere respuestas obedientes en lugar de interrogaciones. “No es tarea del intelectual, ni tendría capacidad para hacerlo, transformar la realidad: eso lo harán los pueblos, la sociedad, la lucha de clases, etcétera, o no se hará. Mucho menos, entonces, es su tarea confirmar lo existente: para eso ya está el poder en serio, que es mucho más eficaz. A lo máximo que puede aspirar el intelectual es a poner ‘el dedo en la llaga’, como se dice. A resistir y denunciar las mezquindades del poder, y sus maldades, claro”, escribe.

Es en este punto donde su propia trayectoria en el ámbito político, que incluye una candidatura a diputado por el Partido Socialista de los Trabajadores en los años setenta y por el Frente de la Democracia Avanzada en los noventa (y que estuvo cerca de volver a repetirse en las últimas elecciones por el Frente de Izquierda), se distancia de las de varios de sus reconocidos colegas y amigos, quienes, sobre todo en los últimos tramos de sus carreras, se acercaron al peronismo, a veces como funcionarios, renovando un viejo debate sobre la “distancia crítica” del intelectual y su papel “orgánico” en los mapas del poder real.

Es por esto por lo que “el lugar del intelectual se transformó casi te diría en un lugar imposible”, dice Grüner, que a la luz de experiencias recientes como “Carta Abierta”, advierte sobre “la dificultad que supone el tener que estar defendiendo algunas cosas que a mí me constan que muchas veces ellos no estaban seguros de defender. Es lo que decía Viñas: un intelectual nunca puede ser oficialista. ¿En qué sentido? En el sentido de que no puede ser decidida e incondicionalmente oficialista. Por supuesto, tiene todo el derecho de afiliarse a un partido o militar en un movimiento. Pero siempre desde esta perspectiva crítica”.

A propósito de esto, con cierta ironía, escribe también en “Lo sólido en el aire…”: “Uno prefiere la posición cómoda de quedarse en esa distancia, en lo posible mezclado con los que sufren el poder. Trata, eso sí, de no engañarse: también con estos hay inevitable distancia, es una fatalidad sociológica. Pero al menos, mimetizándose ficcionalmente con esa perspectiva, uno puede apreciar mejor que las ‘batallas culturales’ que realmente importan no son las que se libran entre las facciones del poder, sino contra todas ellas -de distinta manera en distintos momentos, lo admito- y contra los límites de lo que se llama ‘cultura'”.

De estas reflexiones, que pueden rastrearse hasta libros fundacionales como “Un género culpable” (Godot), se deduce que las pertenencias ideológicas o partidarias no deberían limitar los alcances de lo que, al menos en los ámbitos todavía interesados por la realidad concreta bajo sus pies, suele llamarse “pensamiento nacional” (o, en una escala superior, “pensamiento latinoamericano”). Autor de “La oscuridad y las luces” (Edhasa), un ambicioso análisis del impacto sobre el pensamiento europeo de la primera revolución en América, protagonizada por los habitantes de la isla de Haití en 1804, Grüner sabe que un verdadero pensador debe apropiarse, servirse y reescribir, bajo la lógica de su propia situación, cualquier teoría extranjera. De ahí su crítica a los llamados “estudios culturales” o “teorías poscoloniales”, que aún con buenas intenciones, ramificadas luego en la reivindicación de todo tipo de minorías, reafirman bajo una sensibilidad progresista el equívoco de que entre los europeos y los latinoamericanos (o entre los colonizadores y los colonizados), a pesar de los discursos de aparente igualdad, existen barreras insalvables que disuelven toda auténtica tensión.

“Si se trata de identidades, hay para tirar para arriba”, agrega Grüner respecto a los frecuentes equívocos de esta corrección política. “Me parece bien que haya un Ministerio de la mujer. No veo por qué no hay un Ministerio del obrero, del negro, del indígena. Incluso cualquiera de estas identidades es en sí misma discutible. Logré hacer enojar a alguien hace poco porque le dije que yo estaba en contra del concepto ‘pueblos originarios’, porque me parece que llamarlos así es privarlos de su historia. Esa gente no está como en el origen, no está como en 1491. Les pasaron por encima 500 años de esclavitud, de explotación, de denigración, de humillación, así que no son los mismos, no son nada originarios”, precisa.

Lo cierto es que, a la hora de activar discusiones de verdadero tenor intelectual, más allá de los análisis y la vasta opinología alrededor de las circunstancias extraordinarias de la pandemia de Covid-19, “que ha servido para acelerar un poco no sólo la realidad sino la percepción y la conciencia de la crisis terminal en que está el mundo capitalista en que vivimos”, dice Grüner, la carencia de interlocutores a la altura de las circunstancias también resulta sintomática. Pero, ¿de qué? “De la decadencia del pensamiento en general, y eso incluye a la derecha y a la izquierda”, aclara, “y por eso yo me preocupo por insistir en que sin el marxismo no se puede pensar, pero con el marxismo solo no alcanza. Es lo que hago en el libro: dialogar críticamente. Pero ni en la derecha ni en la izquierda veo hoy a alguien del que uno pueda decir ‘este tipo es absolutamente imprescindible, no puedo no pensar a partir de él'”.

Ahora bien, respecto a los motivos por los cuales esta abulia se extiende también al pensamiento de derecha, su diagnóstico es claro: aquella burguesía culturalmente dominante del siglo XIX, esa burguesía que construía su ascenso histórico junto al desarrollo de ideas, ya no tiene dónde ascender. Al contrario, ha caído a lo más bajo. “Primero no tiene nada que conquistar, porque ya ha conquistado el mundo entero, pero además está en una crisis terminal, entonces no hace más que producir porquería”, dice Grüner sin miedo a provocar. “Por lo tanto, no hay con quién discutir. Este es el grave problema. ¿En quién yo voy a pensar para hacer grandes polémicas? ¿En Marcelo Tinelli? ¿Fernando Iglesias? No puedo discutir con esa gente porque sinceramente no los entiendo. Sí entiendo su posición política, ideológica, pero no entiendo su discurso”, concluye.