Hace 50 años, la madrugada del 22 de agosto de 1972, en la Base “Almirante Zar” de la Armada, en Trelew, 19 combatientes revolucionarios fueron fusilados por la dictadura de la “Revolución Argentina”. Sólo tres de ellos sobrevivieron. Una semana antes, en el Aeropuerto de Trelew, se registró la foto que es emblema de esa masacre.
Aeropuerto de Trelew, 15 de agosto de 1972
Miran al frente, en fila, serenos. No miran la cámara que los fija para siempre en fila, serenos. Las armas descansan a sus pies como si fueran juguetes rotos. Son juguetes rotos. En el piso, las armas forman otra fila. Duplican otra fila, la de ellos. Serena, la fila, en el piso, pero rota. La otra, la que forman ellos, no. Ellos están ahí porque deben estar ahí. Claro que no eligieron la fila. Ni la que forman serenos ni la que duplican, rota, sobre el piso. Ellos habían elegido ser una sola montaña, dos filas que se anudaran para buscar otras formas. Serenas, quizás, las formas, pero no rotas. De eso están seguros. Esa fila no, esa duplicación de la fila no. Miran y saben que son mirados. Lo saben, aunque no fijen su mirada en la cámara. No tienen tiempo para cámaras. Tiempo. En esos tiempos que corren, las generaciones no tienen tiempo para mirar las cámaras. Esa generación no tiene tiempo. Nadie les regaló tiempo. Lo están buscando, quizás.
Pero por la forma en que miran, serenos, en fila, dan la sensación de estar haciendo ese tiempo. De estar llevando un tiempo para adelante. Tal vez no lo sepan, pero lo están logrando. De la peor manera, esa fila que mira al frente, serena, no rota, se transforma en imagen de un tiempo que ya está prefigurado de antemano. Un tiempo que no es el que esa fila estaba haciendo. Un tiempo en que las filas, ya no serenas, duplicadas hasta el infinito, van a estar irremediablemente rotas. Quizás tenga razón Susan Sontag cuando dice que el tiempo existe para que le sucedan cosas. Quizás. Quizás tenga razón cuando dice, también, que el espacio existe para que esas cosas no le sucedan todas al mismo tiempo.
Quizás en esa fila, en esa imagen de la fila, esa fila serena que mira al frente, se unan todo el tiempo y todo el espacio. Como si todas las cosas les sucedieran a todos durante todo el tiempo. Y a lo mejor es así ese 22 de agosto de 1972. El 22 de agosto de 1972, María Antonia Berger está a punto de morir. Dicen que a todos los que están a punto de morir le suceden miles de escenas en la cabeza. Amores, infancia, mascotas, juegos, fragmentos de charlas, olores, calles, sonrisas. A María Antonia Berger le pasa eso. Y no es dolor, es bronca. No le duele el estómago reventado por una ráfaga de ametralladora. Le da bronca que esa mancha roja le manche más de rojo el pulóver rojo. No le duele la mandíbula partida por el balazo con el que el cabo Marandino quiso rematarla. Le da bronca no poder hablar, gritar, mandar a la mierda al cabo. Por el pasillo angosto, sucio, que separa las dos hileras de celdas, caminan dos sombras. Esas sombras son el capitán Luis Emilio Sosa y el teniente Roberto Guillermo Bravo. Una de esas sombras, Sosa, quiere olvidarse de todo y grita como un chico malcriado. “Fue Pujadas -grita-, fue una fuga. Quisieron sacarme el arma, una fuga, Pujadas”. Grita, Sosa, la sombra que es Sosa, que siempre va a ser Sosa. Grita con voz aguda la sombra. Una voz que le cambia a ronca cuando dice, ordena: “una fuga”. María Antonia Berger quiere guardarse las escenas de los amores, de la infancia, de las calles, de los olores, de las charlas, de las sonrisas. Cierra los ojos fuerte para que esas imágenes no se le vayan, no la dejen ahí, sola, tirada en el piso de una de las celdas. “Pucha”, piensa María Antonia Berger mirándose el pulóver rojo roto. “Me muero”, piensa. Y no es el dolor, es la bronca la que la hace mojar su dedo en la mancha roja. Esa mancha roja que tiñe más de rojo todavía los bordes del pulóver roto. Y con el dedo manchado de rojo escribe en el piso “lomje”. “Lomje”, escribe con bronca, con todas las escenas en la cabeza: libres o muertos, jamás esclavos.
Después, como en un sueño, escucha que llega un juez, que ese juez pregunta qué es todo eso y que la sombra de Sosa, esa sombra que Sosa será para siempre, repite, ordena, dice: “una fuga”. María Antonia Berger escucha, como en un sueño, que el juez manda buscar una ambulancia. “Urgente”, escucha Berger desde su sueño. La sombra que es y será Sosa putea de costado, como escupiendo la puteada, y le hace una seña a la otra sombra que es Bravo para que cumpla el pedido del juez. La sangre se va secando en el piso de la celda, al lado de María Antonia. “Lomje”, lee, apenas, como si el sueño siguiera, María Antonia Berger. Entonces, sin dolor, con bronca, se queja para que alguien sepa que está viva. Que las escenas no la dejaron sola.
Dicen, y dicen los que saben, que esos no eran tiempos de calma. Dicen, los que saben, que eran tiempos de pasión. Violentos, como toda pasión. Ideológicamente violentos, apasionados. Al radical Arturo Illia lo había derrocado un golpe militar en 1966. Las fotos de los diarios de 1966 mostraban a un Illia abrumado mientras era sacado de la Casa de Gobierno casi de una oreja, como si se tratara de un mal sueño, de un alumno medio travieso al que hay que disciplinar para que aprenda. Illia debía aprender que con los medicamentos no se juega. O, mejor, que con los dueños de los laboratorios que venden esos medicamentos no se juega. Mejor aún, que con las multinacionales de la salud no se juega. Como con ninguna multinacional. Juan Carlos Onganía, un militar que calzaba bigote y fascismo con igual prestancia, iba a ser el encargado de enseñarle. Y, de paso, enseñarle también al país que las ideas raras se solucionaban con una buena dosis de bastonazos. A Onganía, su bigote y su fascismo, lo sucedió otro militar, un azorado Roberto Marcelo Levingston. Un Levingston anodino que poco y nada sabía del asunto, pero que cumplía solícito con los mandatos del palo y el capital. Un Levingston solícito que, solícito como siempre, dejó paso a otro militar, liberal, esta vez (o, quizás, otra vez, y otra vez), Alejandro Agustín Lanusse.
Dicen, y dicen los que saben, que en 1972 Lanusse peleaba contra un exiliado Juan Perón en la búsqueda de una solución democrática (y los que saben, cuando dicen democracia, le ponen comillas a la palabra) al candombe del país. Dicen que para Lanusse, el candombe del país, y los que dicen saben, tenía una pata fuerte en las organizaciones guerrilleras que combatían a su gobierno. Poco le importaba a Lanusse, dicen los que saben, que esas organizaciones fueran de distinta raíz ideológica. Para un militar liberal, argentino y liberal, le da lo mismo el socialismo que el peronismo, el maoísmo que el marxismo, la v corta o el puño en alto. Para un militar liberal, argentino y liberal, dicen los que saben, las organizaciones guerrilleras –y los que colaboran con ellas, y los que simpatizan con ellas, y los que conocen algo de ellas, y los que no saben nada de ellas, y los que desconocen todo sobre ellas– son el enemigo. ¿Qué le importaba a Lanusse, ese militar liberal y argentino, si las diferencias entre esas organizaciones guerrilleras tenían como centro de todo al hombre que desde 1945 era protagonista principal de la política nacional? ¿Qué le importaba a Lanusse, argentino, militar, liberal, cómo caracterizaban las organizaciones guerrilleras a Perón y su justicialismo? Eran el enemigo. Un enemigo que atentaba, dicen los que saben, contra su sueño de enquistarse en el gobierno a través del Gran Acuerdo Nacional. Un acuerdo que los que saben dicen que jugaba todas las cartas al aislamiento de las organizaciones guerrilleras. El enemigo. Ese enemigo que contestaba de manera violenta a la violencia estatal que él mismo estimulaba y que querían, dicen los que saben, lograr el socialismo en la Argentina. Y repiten, los que saben, que, para un militar liberal y argentino, el enemigo, el verdadero enemigo, que puede estar detrás de las organizaciones guerrilleras, es la pérdida del poder.
A Rawson, en Chubut, la rodea el desierto. Buenos Aires, esa ciudad que algunos dan en llamar Buenos Aires, le queda a mil quinientos kilómetros. Lanusse y su junta militar, que pisa en Buenos Aires y a Buenos Aires, pisa también a Chubut y a Rawson. Pero Rawson no es Buenos Aires, no es ese sueño raro que muchos llaman Buenos Aires. Rawson es otro sueño, tan o más raro que otras ciudades. Un sueño cercado por la nada. Y hacia esa nada Lanusse, liberal, argentino, militar, manda lo que no quiere que exista. Lo que Lanusse, con su poder, decide que no exista va a parar ahí: sindicalistas, guerrilleros, presos políticos, sueños que no son. O, mejor, que para Lanusse y su junta militar liberal y argentina no deben ser. En esa nada, allá por abril de 1972, hay más de doscientos sueños que no deben ser. Sueños que rodea el desierto. Los que viven en ese sueño llamada Rawson ven llegar a esos sueños que no deben ser. Saben, siguen sabiendo que Lanusse los mandó ahí para aislarlos del país entero. Pero saben también, y siguen sabiendo, y lo repiten, una verdad atroz para cualquier militar liberal y argentino: “la taba le salió culo”. Ahora, esa nada llamada Rawson se transformaba en parte de esa nada llamada Argentina. “La taba le salió culo”, dicen los pobladores de ese sueño. Lanusse no, Lanusse dice que desde ahí es imposible escaparse.
Liberal y militar, desconoce una regla de oro de la cárcel: el detenido tiene un solo objetivo, un solo deber, escaparse.
Y en eso piensan los más de doscientos sueños que, para Lanusse, no deben ser.
El plan tarda meses en estar listo. Pero en la cárcel hay tiempo. Y el tiempo se aprovecha pensando, discutiendo, planeando. Dicen: aprovechándolo. Los seis sueños que no deben ser que dirigen la operación para fugarse son las cabezas de tres organizaciones guerrilleras distintas. Hay marxistas como Roberto Santucho, Domingo Mena y Enrique Gorriarán Merlo. Hay marxistas-peronistas como Roberto Quieto y Marcos Osatinsky. Hay peronistas como Fernando Vaca Narvaja, Sueñan demasiado para no ser. Sueñan que consiguen un uniforme de oficial del ejército y lo consiguen. Sueñan que consiguen algunas armas cortas y las consiguen. Sueñan que hacen con jabón y con madera otras armas de juguete y las hacen.
Y las armas de juguete son más reales que las de verdad. Todo es posible cuando sueñan. Desde afuera, desde esa nada que los rodea, sueñan que van a llegar camiones y autos para sacarlos de ahí. Y saben que afuera, donde se pueden conseguir camiones y autos, también se sueña. Y siguen soñando que un avión los va a sacar del país, de ese mal sueño que muchos llaman, en 1972, Argentina. Sueñan, esos sueños que para Lanusse no deben ser, el orden de fuga de los distintos grupos: seis primero, diecisiete después, ciento veinte por último. De Rawson a Trelew, al aeropuerto. De Trelew a Chile, ese sueño socialista que Salvador Allende hacía llamar, con mayúsculas, Chile. Y, desde allí, continuar el sueño que desvelaba a Lanusse y a todos los militares liberales y argentinos.
Todo había sido soñado por esos sueños que no debían ser. Todo, menos un almuerzo, justo ese almuerzo del martes 15 de agosto.
–Hace meses que comemos cordero, Roby –le dice inquieto Mena a Santucho–. ¿Justo hoy tenían que darnos asado de vaca?
–Puro pedo, Gringo, puro pedo –lo calma Santucho–. Pero no comamos demasiado, vamos a tener que correr bastante.
Otro sueño que no debía ser para Lanusse, el dirigente sindical Agustín Tosco, preso como si pudiera estarlo alguna vez, come como siempre. “Yo no voy con ustedes”, dicen que dijo Tosco. “Estoy a favor de la fuga, pero a mí sólo puede liberarme la lucha popular”, dicen que dijo Tosco. Y debe haberlo dicho, nomás, porque mientras lava su plato de aluminio, hace un gesto breve, sonriente, deseando suerte a esos otros sueños que se preparan para ser a pesar de Lanusse.
Las seis y media de la tarde es una hora como cualquiera para soñar que se es y empezar a serlo. Las seis y media de la tarde de ese 15 de agosto es la hora en que empieza todo, en que el torbellino se pone en marcha. Es la hora en que Marcos Osatinsky sueña y da la orden de empezar a ser. Una hora después, el penal de Rawson sigue rodeado por el desierto, pero ahora tomado por los presos que esperan los coches para irse.
Los presos comunes, las manos aferradas a los barrotes, sonríen en silencio mientras ven pasar a ese grupo de sueños que se van para ser. Tosco sonríe en silencio, las manos aferradas a los barrotes como los demás. Sueñan los presos comunes en esos sueños. No saben cómo explicarlo, pero alientan esos sueños en silencio. Cada uno piensa en el sueño de manera distinta, personal, sólida. Esos sueños se les hacen realidad, toman formas, se hacen cuerpos. Y, como cuerpos, se hacen sueños que se van para ser. Y las manos aprietan un poco más los barrotes. Ninguno habla, ninguno dice nada. Saben. Pero una equivocación de señales, una mala interpretación, una de esas cosas que en los sueños por ser pueden suceder, sucede. No todos los vehículos entran a la cárcel. El primer grupo de seis sale en el único auto que entró.
El segundo, ahora de diecinueve, llama tres taxis desde la cárcel fingiendo un traslado de oficiales. Los otros ciento veinte vuelven a los pasillos, la vista de los presos comunes en el piso, las manos aferradas aún a los barrotes, en silencio, sin decir nada, con el sueño un poco machucado. Y mientras el primer grupo llega a tiempo al aeropuerto para abordar el avión controlado por otros guerrilleros, el grupo de los taxis
se demora.
Cruzan la ciudad, haciendo el recorrido más largo, para evitar la base naval Almirante Zar. Uno de los coches se retrasa, los que viajan en los otros dos deciden esperarlo. Ninguno llega a tiempo. El grupo de diecinueve prófugos toma el aeropuerto, pero ya no hay avión. Ni el que se fue, ni ninguno que vendrá. Entonces, piden la presencia de un juez, de abogados, de médicos y de periodistas para entregarse a las tropas que, al mando del capitán Luis Emilio Sosa, ya rodeaba la estación aérea.
La cámara de televisión que llega al lugar y transmite lo muestra. Sosa, una sombra con ropa de combate y casco en la nuca, grita como un chico malcriado, da órdenes, se enfurece ante dos jóvenes: Mariano Pujadas y Susana Lesgart. Lesgart, para peor, lleva un fusil en las manos. “Un fusil en las manos de una mujer –piensa Sosa, la sombra de Sosa–. Eso es un ultraje a la Armada”. No piensa más y grita, Sosa, no sabe hacer otra cosa que gritar. Pujadas, a menos de un metro de distancia, lo mira fijo: “Calma. Hablemos como personas. Vamos a rendirnos y volver al penal de Rawson, pero sin gritos”. Entonces los diecinueve forman la fila, miran al frente, serenos. Forman una fila duplicada con las armas en el piso. La cámara dispara, está la foto, y ellos siguen mirando de frente.
Sosa, a pesar de “su victoria”, sabe, comprende, y comprender lo enfurece, que lo están dejando como un pelotudo frente a su tropa.
Había un pacto, pero se rompe. En lugar de volverlos a Rawson, los diecinueve prisioneros son trasladados a la Base Aeronaval Almirante Zar, en Trelew. Había una determinación: Lanusse, mal parado por la fuga de lo que el suponía esa nada de la cual ningún sueño que no debía ser podía escaparse, decide el “escarmiento”. Trelew, Rawson, Buenos Aires, Chile, el mundo entero sabrá de lo que es capaz un militar liberal y argentino.
Sosa, esa sombra que es y será siempre Sosa, va cumplir una orden, claro, pero también se va a dar un gusto.
Con el lenguaje despiadado de todos los comunicados oficiales, Lanusse dice, manda decir, más o menos, que en la madrugada del 22 de agosto de 1972 se produjo un nuevo intento de fuga de los guerrilleros que habían querido huir el día 15. Con el lenguaje brutal de todos los comunicados oficiales, Lanusse dice, manda decir, que durante una requisa de rutina a las tres y media de la madrugada del 22 de agosto de 1972, Mariano Pujadas reduce al capitán Sosa (y el comunicado no habla de la sombra que es Sosa) y le arrebata su pistola ametralladora. Con el lenguaje torpe y mentiroso de todos los comunicados oficiales, Lanusse dice, manda decir, que luego, con Sosa como escudo y Pujadas disparando, todos los guerrilleros avanzan contra la guardia. Quiere hacer creer Lanusse, con el lenguaje despiadado, brutal, torpe y mentiroso de todos los comunicados oficiales, que los guerrilleros avanzaron hacia los disparos de los marinos que custodiaban la única salida del único y estrecho pasillo en el que estaban las celdas. Dice, el comunicado oficial y su lenguaje, que hubo once muertos de manera inmediata. Calla, el comunicado oficial y su lenguaje, que tres más murieron desangrados y sin atención a las pocas horas de los disparos. Tres sobreviven con varias balas en su cuerpo.
María Antonia Berger era uno de esos sobrevivientes. Sosa, la sombra que es y será para siempre Sosa, camina por el pasillo gritando que se trató de una fuga. María Antonia Berger no siente dolor, siente bronca y mira cómo se ensancha la mancha roja en su pulover rojo. Cierra los ojos para que no se le vayan las escenas: amores, infancia, calles, olores, charlas, sonrisas. Escucha algo, escucha la palabra “ambulancia”, se queja para que sepan que está viva.
Sobrevivirá, junto a los otros dos sueños que para Lanusse no deben ser, unos años más, hasta que otros militares, tan de bigote y fascismo como Videla, tan liberales y argentinos como Lanusse, decidan que no tenga razón Susan Sontag, aunque no la conozcan ni sepan lo que dice, cuando dice que el tiempo existe para que le sucedan cosas. Que no tenga razón, aunque no la conozcan ni sepan lo que dice, cuando dice, también, que el espacio existe para que esas cosas no le sucedan todas al mismo tiempo.
Porque quizás en esa fila serena, que mira al frente, en esa imagen de la fila serena que mira al frente, se unan todo el tiempo y todo el espacio que iba a venir. Como si todas las cosas les sucedieran a todos durante todo el tiempo que iba a venir. Como si esa fila serena, que mira al frente, que duplica otra fila de armas en el piso, como rotas, siga marcando el inicio de algo que nunca debió ser.