Entre la falsa autopsia del apoderado de Graiver, muerto en una sesión de torturas, y las operaciones montadas alrededor de la muerte del joven desaparecido durante la represión en la Pu Lof de Cushamen hay una continuidad siniestra. Cualquier parecido no sólo no es casual sino que es ciertamente escandaloso.

Las “filtraciones” deliberadas de datos supuestos y fragmentarios de la autopsia todavía en curso del cuerpo de Santiago Maldonado, repetidas y amplificadas hasta el hartazgo por los medios de comunicación hegemónicos, dejan su impronta sobre el imaginario de un importante sector de la sociedad argentina, donde funcionan con un buscado efecto de verdad. Lo mismo sucede con el “asesinato” de Nisman. Porque, claro, “los cadáveres hablan”.

La ingeniosa fórmula de la locución cadavérica es un lugar común en el discurso de la medicina forense, que cuenta con recursos científicos y técnicos para extraer, no sin márgenes de error, algunas verdades de los cuerpos de los muertos. El ciudadano lego lo sabe y lo acepta. No ha tenido que informarse de nada para tomarlo por cierto. De convencerlo se han encargado las novelas policiales y, sobre todo, muchas horas de televisión, que van desde las aventuras del médico forense Quincy, en la legendaria serie norteamericana protagonizada por Jack Klugman en la década de los 70, hasta el sofisticado despliegue de recursos del equipo de freaks policientíficos de CSI, cuyo tema musical de cierre (Who are you, de The Who) te dice casi metafísicamente que hasta eso se puede averiguar.

Forenses en Le Park, donde vivía Alberto Nisman.

Con esa base imaginaria, la instalación de supuestas verdades científicamente probadas en la opinión pública es sólo cuestión de insistencia. Es un insistente machaque mediático el que ha logrado que millones de argentinos estén convencidos de que Nisman no se suicidó sino que fue asesinado por dos sicarios profesionales capaces de desmaterializarse para salir del baño. Son las “filtraciones de datos”, no confirmados por los peritos oficiales ni los de las partes pero difundidas a mansalva por los grandes medios, las que están instalando como probado que Santiago Maldonado se ahogó solito y que estuvo 77 días en el Río Chubut sin que nadie pudiera encontrarlo.

Eso es lo que dicen que dicen los cadáveres. El problema es que los cadáveres hablan… si se los deja hablar. Porque también se los puede hacer callar o, peor aún, tergiversar sus dichos o mentir sobre lo que dicen. Claro que eso no suele ocurrir en las novelas policiales y mucho menos en las series de televisión, donde los forenses son científicos asépticos e independientes, que nunca se equivocan y hasta son capaces de develar crímenes cometidos por el Poder. Otra cosa es en la vida real, donde el Poder rara vez pierde sus batallas.

La de hacer callar sus verdades a los cadáveres fue una práctica constante durante la última dictadura, donde la complicidad de genocidas, forenses encubridores y medios de comunicación fabricó millares de “muertos en enfrentamientos” y de decesos por “paro cardiorrespiratorio” (Y… sí, cuando uno se muere se le para el corazón y deja de respirar). En todos esos casos, los forenses callaron las verdades que gritaban los cuerpos y les hicieron decir otra cosa.

En este sentido, lo que ocurrió con la “muerte natural” en marzo de 1977 de Jorge Rubinstein, el apoderado del Grupo Graiver –construida con la firma impoluta e incuestionable de los médicos forenses de la Policía Bonaerense -, quizás sirva para observar más atentamente las operaciones montadas alrededor de las muertes de Alberto Nisman y de Santiago Maldonado.

“Ese hijo de puta se murió solo”

“El lugar era grande, con una mesada donde había un cadáver; estaba lleno de gente. Lleno de tipos con uniforme, de la Policía, de la Marina, del Ejército y otros. El ambiente parecía dominado por la exaltación. Los tipos se acercaban al cadáver y lo insultaban, le gritaban, lo puteaban: ‘¡Judío de mierda!’, ‘¡Judío hijo de puta!’. Era algo dantesco. Pasaron unos minutos y vi bajar a alguien por la escalera… ¡Era Camps! Se paró, miró a los presentes, que hicieron un inmediato silencio, y en tono de arenga militar, casi gritando, dijo algo así: ‘Ustedes, señores, están aquí para algo importantísimo. Este individuo –creo que ahí llenó también su boca con insultos de todo tipo– es un delincuente montonero… de los Graiver. Acá tiene que quedar claro que se murió por muerte natural, que no le hicimos nada. Se murió solo’.”

Jefatura de la Bonaerense. En el subsuelo, la morgue.

El testimonio pertenece al médico Alejandro Olenchuk, quien recién hace tres años -luego de 37 de silencio – relató lo ocurrido el 4 de abril de 1977 en la morgue policial ubicada en el subsuelo del edificio de la Jefatura de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, ubicada en la calle 2 entre 51 y 53 de La Plata. El cadáver al que se refiere Olenchuk era el de Jorge Rubinstein, de 51 años, apoderado del Grupo Graiver, asesinado ese mismo día durante una sesión de torturas en el centro clandestino de detención conocido como Puesto Vasco. Allí, en ese momento, también estaban detenidos-desaparecidos Lidia Papaleo e Isidoro, Juan y Eva Graiver, entre otros integrantes del grupo empresarial que poco antes había sido despojado de Papel Prensa por los propietarios de los diarios Clarín, La Nación y La Razón en complicidad con los máximos jefes de la dictadura cívico-militar instalada el 24 de marzo de 1976.

La presencia en el lugar del jefe de la Policía Bonaerense, coronel Ramón Camps, para dar en persona, a una “junta médica” de ocho integrantes, la orden directa de falsificar la autopsia de Jorge Rubinstein revela no sólo la importancia que la dictadura daba a la operación relacionada con los familiares y socios de David Graiver, a quienes había secuestrado pero necesitaba vivos para someterlos a un “consejo de guerra” que validara el despojo de todas sus propiedades, sino que también pone en evidencia una puja intestina entre los dictadores, con Camps –apoyado por el gobernador de facto de la provincia, Ibérico Saint Jean, y el Jefe del Primer Cuerpo de Ejército, Guillermo Suárez Mason (a) Pajarito– de un lado y Jorge Rafael Videla del otro.

A Camps,  el “judío hijo de puta” de Rubinstein se le “había ido” en la tortura y no quería que Videla se lo cobrara.

Testimonio de un médico

El relato del médico Alejandro Olenchuk fue obtenido por el también médico e investigador Ricardo Martínez en el marco de sus indagaciones sobre la participación de los médicos de la morgue de la Bonaerense en el encubrimiento del genocidio cometido por la última dictadura. El resultado de este trabajo quedó reunido en el libro La marca de la infamia, de la Madre de Plaza de Mayo Adelina Dematti de Alaye con la colaboración de la investigadora Karen Wittenstein y el propio Martínez.

El CCD Puesto Vasco, donde mataron a Rubinstein.

Olenchuk, por entonces jefe de Anatomía Patológica del Hospital San Juan de Dios de La Plata, fue involuntario testigo de los hechos, ya que concurrió a la morgue policial por orden del ministro de Salud de la provincia en esa etapa de la dictadura, Joseba Kelmendi de Ustarán, sin saber para qué se lo convocaba. También –gracias a la intervención de un forense policial, cuyas motivaciones aún hoy desconoce– pudo evitar su participación en la falsa autopsia.

En su relato Olenchuk recuerda con lujo de detalles lo que le ocurrió el 4 de abril de 1977. “Ese día no me puedo olvidar cuando el telefonista del hospital, un hombre alto y grande, me vino a buscar para decirme que el ministro quería hablar conmigo y que debía ir al Ministerio –cuenta–. Pensé muchas cosas y también de las peores, pero sin llegar a tranquilizarme me dije que si me quería echar no me llamaría el ministro, y si querían detenerme tampoco. Las dos veces que me echaron no me avisó nadie. La única precaución que se me ocurrió fue avisarle a otro de los jefes médicos del hospital. ‘Mire doctor, le dije, me llama el ministro para hablar conmigo, quiero que usted sepa’. El hombre entendió mi intención de inmediato”.

Una vez en el Ministerio, en la antesala del despacho del ministro, Olenchuk se encontró con otro médico, el entonces director del Policlínico General San Martín nombrado por la dictadura, Ramón Posadas, que también había sido citado. “Eso me tranquilizó, ya que a Posadas lo tenía como una persona alejada de cuestiones políticas (…). La verdad es que al saber que éramos dos, algo me tranquilizó”, explica. Una vez dentro del despacho, el ministro De Ustarán fue deliberadamente impreciso sobre el propósito de la citación. “Nos dijo: ‘Necesitamos que ustedes representen al Ministerio en una actividad en la Jefatura de Policía’”, recuerda. Y agrega: “Yendo para allá, me doy cuenta de que no llevaba guardapolvo, me pareció que si iba vestido con guardapolvo estaba, no sé, como más protegido. Así que paré en el Instituto Médico (n. de la r.: se refiere al Instituto Médico Platense, ubicado a menos de cien metros de la Jefatura), agarré uno de un médico amigo y me lo puse”.

Magnetto, Videla y Ernestina en la planta de Papel Prensa.

En el hall de la Jefatura Olenchuk no supo hacia dónde dirigirse, hasta que se encontró con otro médico. Se trataba del policía médico Jorge Antonio Bergés, hoy condenado por crímenes de lesa humanidad. “Ni bien entro, se me cruza un médico que me reconoció, uno de Quilmes. El apellido era Bergés –dice–. Me conoció al instante porque había sido alumno mío, y con mucha amabilidad me atendió… y cuando le dije que me habían citado, enseguida me guio al lugar (…). Me señaló la puerta y entré solo. Bergés por entonces no era como ahora, ahí se movía como pez en el agua. Conocía todo. El lugar era un piso inferior o en un subsuelo, porque tuve que bajar una escalera. Cuando bajo llego a una sala grande… lo que vi no me lo olvidaré jamás.”

Lo que el médico Alejandro Olenchuk vio y escuchó en la morgue es lo que se reproduce unos párrafos más arriba. La “junta” para cumplir con la misión ordenada por el genocida Ramón Camps estaba conformada por ocho médicos, dos civiles (Olenchuk y Posadas) y cinco policías médicos y un médico militar a quienes Olenchuk no conocía. La investigación de Adelina Dematti de Alaye, Ricardo Martínez y Karen Wittenstein pudo identificarlos de la siguiente manera: J. C. Rebollo (subcomisario), R.O. Calafell (subcomisario), R. Canestri (oficial principal), Eduardo Sotés (subcomisario), Osvaldo Raffo (jefe del Cuerpo Médico de la Unidad Regional de San Martín) y el teniente primero médico del Regimiento 7 de Infantería Ricardo Nicolás Lederer. Hoy, en lugar de estar preso, Osvaldo Raffo es uno de los peritos que sostienen la teoría del asesinato como parte de la querella de la jueza Sandra Arroyo Salgado, es mujer de Alberto Nisman.

Después de la arenga, Camps se fue por donde había llegado. Olenchuk no sabía qué hacer. “Camps se retira y no sé cuánto pasó para que uno de los presentes, alguien que yo no conocía, se dirige a mí y me dice: ‘¿La autopsia la va a hacer usted, doctor?’ –recuerda -. Cuando escuché eso me quedé mudo, sin saber qué decir. Qué podía decir… En eso, un médico medio bajo y creo que de bigotes se apresura a cualquier respuesta mía. ‘Disculpe, doctor –dijo–, pero me parece que la autopsia la debo realizar yo porque soy médico forense de la Policía’. Yo tomé esas palabras como una salvación. Creo que ese médico me conocía, creo haberlo visto por el Policlínico… creo que también tenía una hija que era médica. Mi respuesta fue instantánea: ‘Sí, por supuesto, doctor’… Y me fui (…). Yo quería irme de allí”.

“No se observan signos de violencia externa”

Una asepsia que puede manipularse desde el Poder.

El certificado de defunción de “NN o Jorge Rubinstein” (así se lo identifica en el Libro Morgue), firmado por uno de los médicos participantes de la falsa autopsia, Eduardo Sotés, consigna como causa de muerte “Insuficiencia cardíaca aguda como consecuencia de su propia patología. No se han encontrado violencias externas ni tampoco internas que planteen culpabilidad de terceros”. El informe está acompañado por once fotografías y en varias de ellas se aclara: “No se observan signos de violencia externa”. Una frase que resuena en estos tiempos sobre el cadáver de Santiago Maldonado.

En otras palabras: Jorge Rubinstein, asesinado en la sala de torturas del centro clandestino de detención Puesto Vasco, había dejado de existir por causas meramente naturales, ni más ni menos que lo que había ordenado Camps.  Y no se culpe a nadie

Parece de novela, o de serie de la tele, pero… cualquier parecido con las operaciones que se están montando alrededor de las muertes de Santiago Maldonado y de Alberto Nisman no sólo no es casual sino que parece seguir una larga línea de conducta al servicio del Poder.