La importancia de la figura del abogado defensor para garantizar los derechos de las personas con discapacidad social, muchas veces encerradas en manicomios sin plazos, sin diagnóstico y sin historia clínica.
Todo el poder psiquiátrico se apoya en un sobreentendido: las personas con problemas de locura y de traumas no están comprendidos en la universalidad de los Derechos Humanos. Hacia el 2007, una prestigiosa historiadora de Stanford podía hacer una afirmación perturbadora. “No nos sorprende que los autores de las primeras declaraciones de derechos, considerasen a los niños, los locos, los presos o los extranjeros como incapaces o indignos de participar plenamente de proceso político porque nosotros hacemos lo mismo”. Ese mismo año, la Convención de la ONU de Discapacidad, al proclamar la capacidad jurídica de las personas con discapacidad psicosocial lo que hizo fue establecer que a esa franja de población les compete la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Precisamente, la astucia del orden psiquiátrico fue situarse en un Olimpo, por fuera de los procesos sociales. Esta operación ideológica cubrió con un manto de invisibilidad prácticas crueles. Estaban dentro de lo socialmente permitido. Bastó que la Ley de Salud Mental instituyera la figura del abogado defensor para que esas prácticas habituales se hicieran evidentes e inaceptables. Las declaraciones de derechos son una voz potente que anuncian un Nunca Mas. En su momento, lo fueron tortura y el genocidio, ahora el encierro manicomial. El poder psiquiátrico reacciono de forma muy parecida a como lo hizo el Antiguo Régimen, cuando fueron anunciados los “derechos del hombre”. Pretendió ridiculizar el “realismo mágico del enfoque de derechos en salud mental”. Lo único que hizo fue revelar que siempre estuvo actuando por fuera de la legalidad democrática.
El punto de inflexión de la Ley de Salud Mental no fue la pretensión de los psicólogos de disputarles poder a los psiquiatras, ni la promesa solemne de que la Republica Argentina iba a ser el primer país del mundo en dar por concluida la institución manicomial (una argentineada de manual) sino por habilitar la presencia de los abogados defensores en el mundo cerrado de las instituciones psiquiátricas. Plantear derechos implica siempre que son los derechos de personas en situación subalterna frente a otras personas en situación de poder. De ahí la centralidad de la figura del abogado defensor que ponen límites al poder psiquiátrico. Mientras en las cárceles, asesinos seriales y genocidas siempre contaron con asesores letrados, esta es la primera vez que las personas encerradas en manicomios sin plazos, sin diagnóstico y sin historia clínica pueden contar con un defensor. Las exigencias de cada época definen las tareas políticas de los abogados involucrados con los derechos humanos. En tiempos dictatoriales, defender presos políticos. Luego, encarcelar genocidas. ¿Ahora?: defender la capacidad jurídica de las personas con discapacidad psicosocial. Desde el Tribunal de Nuremberg hasta el juicio a las juntas, sabemos que es en los tribunales donde se hace efectivo el Nunca Más. Porque si las Convenciones anuncian que determinadas prácticas ya son inaceptables, eso solo se hará efectivo en el Palacio de Justicia. Las Convenciones son necesarias porque los derechos son resistidos. Son la consecuencia de décadas de lucha de los movimientos sociales pero al ser proclamados este punto de llegada se convierte en el inicio de un nuevo proceso político. Específicamente, la capacidad jurídica de las personas con discapacidad psicosocial sustrae a esta franja de población de la maquinaria de la así llamada “salud mental” (un término problemático y confuso) para situarlo en el campo de la legalidad democrática. Antes de la Convención, era un territorio exclusivo de psiquiatras y psicólogos. Después de la Convención, hay un protagonismo creciente de abogados de derechos humanos. Aquí y en el mundo. Aquí: la Ley de Salud Mental no terminó con el manicomio pero los abogados de la Defensoría General de la Nación visitan regularmente manicomios públicos y privados para hacer cumplir la ley. En Galway (campus de la Universidad de Irlanda), abogados provenientes de Amnesty fundaron en la Facultad de Leyes al principal think thank europeo sobre la Convención.
Thomas Jefferson, el marqués de Lafayette y Eleonore Roosevelt tuvieron la grandeza de proclamar la universalidad de los derechos. Pero daban por sobreentendido que esa universalidad no alcanzaba a todos. La cuestión de la universalidad es la contradicción interna de los derechos humanos. Pero se renuevan y expanden en la redefinición permanente de quienes son sujetos de derechos. Aun así, hay algún factor constante. Desde 1948, los estados nacionales ponen todo tipo de resistencias a la firma e implementación de las sucesivas Convenciones. El factor dinamizador son las Organizaciones No Gubernamentales. 1948: Comité Judío Americano, Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color. 2007: Red Mundial de Usuarios y Sobrevivientes de la Psiquiatría, Alianza Internacional por Discapacidad. Esta red tiene estatus de ONG de Naciones Unidas. Muchas de sus actividades fueron financiadas por la Open Society (léase Fundación Soros) y ha realizado foros internacionales en lugares tan emblemáticos como Robben Island (principal sitio de la memoria de Sudáfrica, donde estuvieron encarcelados los líderes del movimiento antiapartheid).
En nuestro país, el nuevo engendro neoliberal iniciado en el 2015 en su ataque a las políticas de Derechos Humanos (condena del terrorismo estatal) decía que debía hablarse de los derechos de los vivos y del futuro. Los muertos y el pasado debían ser olvidados. El cinismo y la crueldad de este planteo queda en evidencia cuando ignora deliberadamente la existencia de una Convención de la ONU del 2007 que sitúa la cuestión de la discapacidad en términos de Derechos Humanos y no como un paliativo de esas Hermanas de la Caridad que son las trabajadoras sociales. Peor aún: al dar de baja en forma indiscriminada a unas “pensiones por invalidez” (término horrible, cifra miserable) se planta como un enemigo declarado de los derechos humanos del Siglo XXI y de los elementos básicos de la seguridad social.
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