En 1973, dos años antes de la muerte de Pichuco, la revista Crisis publicaba esta entrevista en la que también participó Zita, su mujer. Habló de Fiorentino, de su padre que le regaló una guitarra a Gardel, de su enfermedad, de su admiración por Piazzolla, de cómo componía y de sus pasiones, Un Troilo de pura cepa.
Tenía una bata azul sobre el piyama blanco. “Estoy enfermo”, dijo. E hizo un gesto vago señalando algún lugar del cuerpo. “Me duele”.
Junto a la ventana, Zita jugaba con su hermana a los dados.
– “Pero ayer trabajó”, le dije.
“Si, toda la semana. Hoy no trabajo porque es domingo. Le voy a alcanzar un detalle. Ayer me hice 55 minutos en la primera vuelta. Después me mandé dos whiscachos y me hice la segunda”.
– ¿Por qué va?
– ¿Cómo?
– Sí, dice que está enfermo. Quiero saber si va porque es responsable o por qué.
– La gente me quiere. No se puede describir.
– Va por eso…
– La gente que camina como yo siempre quiere a los que le hacen bien.
– ¿Cómo camina?
– Así, un poco al bardo.
– No sé qué quiere decir.
– Sin ton ni son. Es gente que quiere al tango y por eso me quiere. Hace unos días terminé de tocar y las señoras se acercaron. Me besaban.
– ¿Cómo se siente en esos momentos? Hizo un gesto impreciso con las manos, le pidió un whisky a Zita, cerró los ojos por un segundo. “Y, qué querés…”, dijo finalmente.
– ¿Todo eso le importa mucho?
– ¿A vos qué te parece?
– Que sí.
Volvió a cerrar los ojos y confirmó con la cabeza. Le pregunté entonces cuál había sido su mejor cantor. El respondió con otra pregunta.
– ¿En el aspecto personal?
– Es fantástico. Le pregunto a un hombre que tiene una orquesta cuál fue su mejor cantor y él dice: “¿En el aspecto personal?”. Sí, en el aspecto personal.
– Fiore (Fiorentino). Era un hombre… Se merecía todo el cariño del mundo.
– ¿Qué estilo de tipo era?
– Como yo. No, mejor que yo.
– ¿Y cómo es usted?
Desvió la mirada, y dijo lentamente, casi en secreto: “Creo que soy un hombre bueno”.
– Zita, escucháme, ¿es bueno este hombre?
– Sí, es buenísimo, pero muy revirado. Te lo presto unos días y vas a ver. Hay que cuidarlo. Es un niño. Hoy domingo, mi único día libre, a las doce del mediodía se le ocurrió comer pasta. Me tuve que levantar a cocinar.
– ¿Vos trabajás?
– ¡Pero qué me preguntás! Todos los días, menos domingo y lunes, tocamos —dijo Zita sin dejar de agitar los dados.
– Voy a contarle una cosa que nunca conté. El día que conocí a mi mujer se acabó el planeta.
– ¿Cómo era eso?
– Yo estaba en los bailes, ella caía y yo desaparecía. Me le iba atrás. Cuando Fiore la veía, le decía: “Carucha, perdóname una, no te lo llevés”.
– ¿Qué le gustaba de ella?
– Ella —dijo, y le echó una mirada cortita—. Por ella yo volteé toda la estantería. Zita dejó de jugar y me miró. “Fiore veía mi mano que aparecía entre las cortinas y temblaba”.
– Yo tocaba en el Florida y ésta sacaba la mano así —dijo Pichuco moviendo la mano—. Tenía un anillo.
– De aguamarina —dijo Zita, mostrando el anular desnudo.
– Yo veía el anillo y me rajaba atrás. Dejaba todo.
Pero si un día cualquiera,
irremediablemente.
el bacán por tus sueños presentido
no soy.
batímelo así nomás.
con un beso en la frente.
“Mirá gordo, me aburro”.
– ¿Oíste, Zita?
– Sí, yo se lo dije, pero no se va.
– ¿Puedo hablar? Mirá, cuando chamuyo de mi jermu, no me alcanzan los petates. Hace treinta y cinco pirulos que me aguanta. Le voy a contar una cosa. Montevideo … me hacían un homenaje en el Estadio Centenario, porque yo cumplía treinta años de actuación. Estaba el finado Eichelbaum, que había ido para oírme. El espíquer decía: “Anibal Ptsstroilo”, la gente aplaudía. Yo no podía salir, no podía caminar, tenía una emoción tremenda, me caía, tenían que sostenerme. Y de pronto, me veo aparecer a Puchulita.
– Sí…
– Estaba enferma que se moría. Pero se levantó y fue. No se pudo aguantar. Así es mi mujer.
– Soy una mina de Horizontes Perdidos.
– Contale qué hiciste hoy de comer, Puchulita.
– Pulpetas y macarrones. Comió como si fuera la última vez.
– ¿Quién hubo antes de Zita?
– Nadie, nadie.
Zita: -No te dejes engrupir. De botón a comisario …
– Sí, yo soy falso, pero veía a Puchulita y…
– ¿Qué lo atraía tanto en Puchulita?
– Su ternura.
Zita: -A la gente se la conquista con ternura.
– Descríbamela tal como la recuerda do ese tiempo.
– Chiquita… ¡un cuerpo!
Zita: -Así es. Andá a ver mi cuadro, allá en el living.
Allá, en el living estaba, en un gran óleo. Zita, la de antes, con el pelo rubio muy rizado y un traje de gasa celeste. En la pared de enfrente, la cara de Pichuco, con sus ojos de potrillo, negros y tiernos, el pelo a la gomina. Cuando volví:
– Y bueno, ¿qué te parezco?
– Bonita, no tan distinta de ahora.
– ¿No te dije que soy una mina de Horizontes Perdidos? ¿Cómo te sentís, chiquito?
– Bien, bien.
– Pero te duele.
– Sí, me duele —dijo Pichuco, poniéndose de pie—. Tenemos que llamar al chino otra voz.
– ¿Qué chino?
– Un chino que viene, me enchufa la aguja, me manda la electricidad y chau.
Con sus pasos muy lentos y cortitos se alejó, y cuando volvió:
– Recolectaron 200 firmas para que Fiore volviera a la orquesta. Pero ya no se podía. Cuando se termina una cosa, se termina. “Se termina su vida como un pucho de tabaco Virginia se termina – dijo sentándose—. Ya no tiene tabaco para mucho. Ya está al lao del final la pobre mina“.
– ¿Carlos de la Púa?
– Si, yo me hice al lado de él.
– Cuénteme.
– Él estaba en Crítica. Era un rantifuso. Cuando iba a un cabaret, siempre llevaba un lápiz.
– ¿Para qué?
– ¿No sabes?
– No.
– Para firmar… El otro día Puchulita se puso a buscar una foto de mi primitiva orquesta. Y cuando empezó a revolver, entramos a ver los muertos: Fiore, Lomuto, Canaro, Enrique, Maffia, Láurenz. Fiore fue la cosa más sentida. Un día fuimos con Fiore a las seis de la tarde a tocar en un baile. Cuando llegamos todavía había sol. Vamos a subir y… éramos todos pibes. ¡Para qué te voy a contar, unas pintas …!
– ¿Qué edad?
– Veinte. Escúchame. Llega el momento de subir y Fiore me agarra un brazo. “¡Un momento, Kolynos!”, me dice. Pobrecito… De repente, uno se olvida do un montón de cosas; hay cosas que uno se olvida.
– ¿Cómo empezó a cantar en su orquesta?
– Fiore trabajaba en el Tabarís. Yo le propuse —éramos amigos de mucho tiempo—, le propuse que se viniera conmigo. Debutamos en el Marabú con un tango que se llama Sobre el pucho, de Piana y Castillo. Estaban todos los milongueros. No gente, ¿entendés?, los milongueros. Después de muchos años, un día terminamos. Fiore ya no estaba. El día en que se despidió de la orquesta, hicimos Adiós Pampa mía. Pobrecito…
– ¿Que lo decide por determinado tango? Quiero decir, si es la letra o la música en primer término.
– Son las dos cosas. Hay algunos letristas a los que estoy aferrado. Cátulo, Homero Manzi, Expósito, Camilioni, ahora empiezo con Ferrer. Ferrer va a escribir mi vida. Yo le digo: “Bueno, Horacio, empezá. Pero nada de introitos”, Introitos yo no quiero.
– ¿Cómo conoció a Ferrer?
– Yo voy a trabajar a Montevideo. Después íbamos afuera. Y Horacio venía. Yo le contaba de Carlos de la Púa, del negro Flores, de Cadícamo… Él captaba una enormidad. Tendría dieciséis años. No paraba nunca de preguntarme cómo eran éste y aquel otro. Era un pibe bárbaro. Después, quiero que me pregunte de mi vieja.
– Le pregunto ya, cuénteme.
– Cabrera y Anchorena, 1914.
– ¿Mil novecientos catorce es una fecha?
– Sí.
– ¿Tengo que adivinar?
– Voy a cumplir sesenta años.
– Y nació en Cabrera en 1914.
– Sí. Le voy a contar. Mi viejo murió cuando yo tenía diez años.
– ¿Y entonces, su vieja?
– ¿Qué te parece? Muchos sacrificios. Era una mujer muy bonita, pero solamente nos miró a nosotros. Cumplo sesenta años. Hace cincuenta que trabajo con el bandoneón. El más grande disgusto fue cuando supo que había dejado la escuela y entraba a tocar. Murió en los brazos de Zita.
– Sí. murió en mis brazos.
– Acerca la botella, Puchi. ¿Usted sabe una cosa? Cuando Puchulita me conoció, no me daba bola.
– ¿Por qué Zita? ¿No te gustaba?
– No sé…
– Sería que yo era gordito.
– No, a mí me gustaban los hombres mayores. Este era un pibe.
– ¿Nunca hizo una canción para vos?
– Sí. Hizo para mi Toda mi vida y María.
– Había un tango que se llamaba Claudine y otro Frangoise y otro, ¡yo qué sé! Le dije a Cátulo: “Hacé un tango que se llame María”. Y ahora, ¿puedo hacerte una pregunta? ¿Cómo te gustaría llamarte? ¡Què gran nombre, María!… La vieja se llamaba Felisa…
– ¿Por qué creés que hay tantas madres en el tango?
– ¿Y dónde querés que estén las madres?
– En el tango están bien. Tomá hielo, Chiquito —dijo Zita poniéndole un trozo en el vaso.
– Esta siempre me manejó. Antes, con el anillo. Yo veía el anillo y ya no sabía más lo que hacía. Estaba en pleno traíalalalá, pero igual me tomaba el raje.
– Sí —dijo Zita con aire satisfecho, volviendo a sus dados—. Es verdad. Debías poner a tu vieja en algún tango, Japonés.
– ¿De cuántas maneras lo llamás?
– ¡Uuuh! Japonés, Tortita Quemada, Buda, Gordo, Puchulito, y de mil modos más.
– ¿Sabes a quién no llegué a agarrar?
– ¿A quién?
– A mi viejo. Murió cuando yo era muy pibe. Ya te conté. Yo hablo poco de mi viejo. Pero mirá, un día viene el Nene…
– ¿Qué Nene?
– Bonardo. Me agarró para un programa en televisión. Yo estaba afónico, no podía hablar. El Nene me hizo toda una preparación. Después se puso de espaldas a la cámara y me dijo: “Hable” No sé, me hipnotizó y yo entré a hablar del viejo, de cuando le regaló la guitarra a Gardel. Hablé sin acordarme de la gente que me estaba escuchando.
– ¿Cuándo le regaló una guitarra a Gardel?
– Yo no había nacido. Mi vieja vivía en Córdoba y Pueyrredón y mi viejo era el novio. Pero nada más, ¿entendés? Como se usaba en esa época. Entre él, Betinotti y mi tío le regalaron la guitarra.
– ¿Vos lo conociste?
– Sí, en el año 1932, cuando yo tocaba con De Caro. Mirá qué me pasó. El día que voy a ver Melodía de arrabal, estoy parado en la puerta del cine, esperando para entrar, en medio de un montón de gente. Una señora abre la puerta del auto y ipaf! me deja dormido en el suelo. Me tuvieron que llevar a la asistencia pública. Después, en el Festival del 32, Barquina, en el Chantecler, va y me presenta a Gardel. “Mirá Carlitos, este pibe tiene locura con vos”, le dice. “¿Sabe una cosa? —le dije yo— casi me amasijan por usted”. “¿Qué te pareció la película, ¿qué te pareció?”, me dijo. Porque hablaba capicúa. Ese día había estrenado Si se salva el pibe.
– ¿Gardel? Yo creía que ese tango era muy posterior. Que lo había estrenado Fiorentino.
– ¡No! Estábamos Barquina y yo. ¡Qué lástima, no conociste a Barquina!
– ¿Quién era Barquina?
– Sí había alguno preso, Barquina lo sacaba —dijo Zita.
– ¿Y qué más? ¿Qué hacía?
– ¿Sabés lo que hacía? Querer a la gente. Una vez había una fiesta y unas putas ahí.
– ¿Para vos qué es ser puta?
– Mirá, tirarse al agua por cualquier cosa.
– ¿Mucha plata no es cualquier cosa?
– Es lo mismo.
– ¿Oué es lo mismo?
– Es baratearse. Bueno, te cuento. Era una fiesta y había una mina que se me tiraba arriba. “¿Qué hago?”, le dije a Barquina. “Isa”, me dijo Barqui. Barqui fue el amigo más dilecto.
– ¿Y Manzi?
– Es otra cosa. No seas desordenada. No mezclés.
– Bueno. Dale con Barqui.
– Barqui se murió y me dejó solo. ¿Querés que te cuente?
– Sí.
– No lo pongas.
– No.
Habló largo rato de Barquina. Luego de Discépolo, y de la locura que tenía por Tañía. Finalmente:
– Una noche, Tañía estaba en Chile. Enrique me dice: “Vení”. Fuimos. Cuando terminamos de comer, me lleva atrás de la casa y me dice: “¿Cómo estás?”. Yo lo miró. No entendía qué quería preguntarme. “Bien”, le digo. “¿Qué vas a hacer?” “No sé”, le digo y me quedo esperando. No sabía a dónde quería ir. “¿Sabes lo que tenés que hacer? Nada”.
– ¿Qué quería decirle?
– Que ya había hecho todo lo que tenía que hacer. Que ahora me quedara quieto. ¿Querés escribir una cosa?
Sobre el mármol helado,
migas de media luna,
Y una mujer absurda que come en
[un rincón
Tu musa está sangrando y ella se
[desayuna
El alba no perdona, no tiene corazón.
Vos sabés “las historias de tango tienen vieja memoria”. Hay tantas cosas… Cuando pienso en Paquito, que me llevó treinta años el bandoneón. Pero ahora se murió.
– ¿Piensa a veces en la muerte, en su muerte?
– Sí. Y no me gusta, pero no por mí. Quiero todavía arrimar un montón de cosas a la gente que me quiere. Toda esa gente … ¿Te conté que el otro día bajé y las señoras me besaban?
– Sí. ¿Te gusta escucharte?
– Me escucho mal.
– ¿Por qué?
– Porque para escucharse bien, hay que sentirse bien. Y yo, últimamente, ando mal. ¿Cómo dijiste que te gustaría llamarte?
– No te dije.
– Yo le puse “el Gato” a Piazzolla y “el Polaco” a Goyeneche. ¿Sabías que a Piazzola le gusta el jazz? Siempre le gustó el jazz. Me gustaría ponerte un nombre.
– Ésta es Gelsomina. Clavado, Gelsomina —dijo Zita. Y luego: Mirá Gelso, a veces llegaba Piazzola con la partitura y el Gordo entraba a tacharlo los firuletes. ¡Qué tierno, Piazzola!…
– La primera instrumentación que me hizo… estábamos comiendo en lo de mi vieja y me dijo: “Me gustaría hacerle una instrumentación”. Fue Chiqué.
– Era muy tierno —insistió Zita—. Los hombres son más tiernos que las mujeres. ¿no te parece?
– Sí. creo que sí.
– Un hombre es incapaz de hablar de vos porque sí. Yo creo que son más buenos que las mujeres.
– ¿Sabías, entonces, que a Piazzola le gustaba el jazz? —dijo Troilo.
– Sí, sabía.
– Yo conocí a Tommy Dorsey. Lo conocí y me gustó, y cuando lo oí casi me vuelvo loco. Entonces me vinieron ganas de tratarlo. Pero de nuevo no me gustó. Y no me gustó, ¿entendés? —dijo mirándome con los ojos finitos como dos rayas. Quedó un rato pensativo.
– Tommy Dorsey murió. —Luego, mirándome entre curioso y fastidiado:
– ¿Qué escribís? Decime.
– Cosas.
– ¿Qué?
– Por ejemplo, que tenés los ojos muy dulces y unas manos bellísimas. Podrían servir para un afiche publicitario.
Las miró por unos segundos.
– ¿Te gustan?
– Sí, mucho, además…
– Son más jóvenes que yo, ¿verdad?
– Son manos de pibe. Por las manos, podrías tener veinte años.
– Sí, por las manos, si… Pero mirá, piba, mirá mi caminar. ¿Sabés qué es?
– Sí. que andás precisando al chino de las agujas.
– Cualquier día, ya ni el chino me arregla.
– ¿Lo conociste a Tommy Dorsey?
– Lo conocí en San Pablo.
– La música de Tommy Dorsey le gustaba mucho —dijo Zita.
– Sí, en cambio Silvio Caldas…
– ¿No te gustó?
– Me gustó él y la música. Íbamos juntos al hipódromo. ¿Qué era lo que decían las minas en San Pablo, Puchulita?
– Decían “sozinho”, “vocé, sozinho”. En Río estaban Rita Hayworth, el Alí, las del Follies Bergére, hacía un frío del demonio. Me dieron un coche sin cambios, y nunca había manejado una cosa así. Y en medio de aquella neblina… Pero era la única fresca. Los llevaba a todos, yo sólo tomaba agua.
– En el reportaje que te hice hace unos años te pregunté cómo componías, si partías de la letra o al revés. Vos me dijiste que te gustaba Ir envolviendo la letra en música, ¿te acordás? Me dijiste algo así como: “Me gusta masticar la letra, ir envolviéndola en música”.
– Sí. Ahora tengo unos versos de Cátulo y se me ocurre que le voy a poner una música que corresponda. El día del programa a Manzi, Cátulo me dijo: “Tengo una cosa que son doce tomos. ¿Sabés qué es? Testamento tanguero”.
– ¿Qué hacés aparte de tu trabajo?
– Veo amigos, a veces voy al cine.
– Decime algo que te haya gustado.
– Me gustó mucho una de un cowboy que se va a la ciudad a trabajar de gigoló y lo agarra cada mina … Es muy simpática. Mirá, te voy a contar algo de Manzi.
– Es natural.
– ¿Qué?
– Esa amistad que la película describe te trae el recuerdo de Manzi.
– Sí. Bueno, te cuento. Edmundo Rivero se iba. En la radio lo despedía Alberto Vacarezza, y después, todos los amigos nos fuimos a una cantina de Agüero. Y… no me acuerdo bien cómo fue. Lo que sé es que yo le pedí a Manzi que viniera. ¡Y no quieras saber lo que es un hombre hablando! No hubo un hombre en la vida de los argentinos como él. Un día se afila una mina, pero andaba mal —dijo, y quedó pensativo—. ¿Vos sabés qué mélange me hizo el Nene con esa mina?
– ¿Qué mélange?
– Un mélange que … andá a saber. Mirá, otro día vamos a chamuyar lungo de mí. Porque me gusta chamuyar de mí. Pero, ¿sabés?, jode un poco no poder hablar de vos. Quiero decir… —dijo, y se quedó mirándome—. ¿Vos sabés cómo quiero a la gente? Y me gustaría que hablaras de vos.
– ¿Qué querés saber?
Le conté. Me escuchó. Cuando terminé, le pregunté si él creía que era por su música o por él, como ser humano, que tanta gente lo quería tanto.
– Es una cosa ambigua. Una parte por mi música y otra por mí ser humano. Este gil a la zurda no se cansa nunca de querer a la gente. Ayer 55 minutos y después, la segunda vuelta. Y estaba enfermo.
– ¿Cómo estás, Japonés? —volvió a decir Zita por tercera o cuarta vez en la noche.
– Bien, bien.
– ¿Qué querés tomar?
– Nada. Está bien así.
– Hablame de Di Sarli.
– El hombre más grande en el tango. Pero muy loco. Mi vida fue otra cosa.
– Por ella.
– Y por mí.
– ¿Qué diferencia encontrás entre vos y Di Sarli?
– Di Sarli es un tanguero extraordinario.
– ¿Y vos?
– Un musiquero… Mirá, hace cuarenta años los músicos iban a la panadería a comprar bizcochitos porque vivían mal de verdad. Un día va y me dice: “Yo te quisiera llevar, pero sos muy firuletero”.
– Y no era verdad —dijo Zita con aire ofendido.
– ¿Cómo creés que nace un músico? O mejor: ¿creés que un músico nace o se hace?
– Para tocar, se precisa instinto.
– Pensás entonces que habrías sido un buen músico en África o en Europa y tocando otro instrumento.
– Yo no soy un buen músico; yo soy un buen tanguero. Imaginate, yo con un poncho y tocando la flauta. Yo soy tanguero. Y te voy a contar. Mirá, escúchame. Cuando yo nací a la música, había una cosa… yo… Yo me quería acomodar en eso. Pero, no sé si me entendés. No pasaba ni medio, ¿entendés?
– Me parece que sí.
– Y de pronto me di cuenta que me había metido. Eso es, me había metido.
Zita dejó de agitar los dados y se quedó mirándolo.
– ¿Qué pasa, Puchulita? El día que se te piante esta cosa cariñosa que tengo para vos…
– No sería la primera vez.
– Yo no hablo de plantarme por un ratito.
– Y yo hablo de cuando salían con la bolsa a buscar soda y no volvías en tres días.
– Sí, yo era así —dijo con una expresión resignada. Como si el ser así fuera obra del destino.
– Pero no me pongas cara de víctima —le dije.
– No, no. No te miento. Yo salía a buscar soda, o cualquier otra cosa. Porque ya estábamos por comer, y faltaba algo, pero me encontraba con uno que me invitaba a una copa, y otra, y otra, y qué sé yo. Cuando quería acordar…
– Cuando querías acordar aparecías tres días después. Sin la soda.
– ¿Y vos qué hacías?
– Yo tuve mucha paciencia.
– Sí. Puchulita tuvo mucha paciencia —dijo Pichuco bajando los párpados.
– Es que si con éste no sos paciente …
– Yo soy difícil. Pero Puchulita siempre me manejó. Con el anillo nomás.
– Es muy bueno pero muy revirado. Los Cáncer son así, revirados, cabeza dura. Un día viene un cantor y lo dice: “El domingo en Palermo hay que jugarle a fulano”. Viene Barquina, éste le cuenta, y Barquina le dice que no, que ese caballo no vale nada. Pero, a la noche, vuelve el cantor y le insiste. El domingo tempranito ya estaba el Japonés esperando a Barquina, porque el caballo corría en la primera.
– No sé por qué me había agarrado tanta calentura con aquel caballo.
– Al ratito estaban de vuelta. Se habían jugado todo. Una fortuna. Este tiene cada historia. Un día terminamos de comer y se va con los amigos a un bar de enfrente a tomar café. Y como se habían bajado unas cuantas botellas, estaban alegres y Rufino se puso a cantar. Llegó la cana y se los llevó a todos a la 13. Cuando estaban en el Departamento de Policía, el Gordo agarra a Paco de un brazo y le dice: “Paco, ¿a quién venimos a sacar?”. “A nadie —le dice Paco— los presos somos nosotros”.
– Sí, estábamos contentos. Habíamos grabado toda la mañana, después nos fuimos a comer a casa y terminamos con la siesta en la 13 —dijo y se puso a tararear bajito haciendo pasar el aire entre los dientes y la lengua—. ¿Te gusta?
– Si.
– Es un tango que le hice a Catunga.
– ¿Quién es Catunga?
– Contursi.
– ¿Cuándo lo hiciste?
– Ahora, mientras ustedes hablaban. Se llama Bolita —dijo con aire de misterio—. Es un tango sin letra.
– ¿No vas a escribirlo?
– Después.
– Recién me dijiste que si volvieras para atrás, no cambiarías nada, salvo estudiar música.
– Estoy conforme con lo que hice, siempre acompañé mi vida con la gente que quise. Maffia, Francini, De Caro, Barquina…
– ¿Y si hubieras estudiado música?
– Si yo supiera lo que sabe Piazzolla de música sería… no sé… sería…
– ¿Qué serías?
– Beethoven.
– ¿Qué pensás de Piazzolla?
– ¡Sabés cómo gatilla! El gato gatillando… ¡hay que oírlo! Mirá, un día yo estaba tocando en el Luna Park y la gente empezó a pedir que tocáramos juntos. El Gato se acercó, puso un pie en el costado de la silla, y a mí, que lo he criado, me dijo: “Cantá”. Bueno, no podés imaginarte las cosas que hacia el fuelle del Gato aquí en mi oído. Nadie toca el bandoneón como Piazzolla. A veces le leía algo que había escrito y me decía; “Poné fagot, poné oboe”. ¿Te conté cuando mi orquesta tocó en el Colón?
– No.
– Estaba Perón en el teatro. Él había hecho posible que una orquesta típica llegara al Colón. Cuando voy a entrar, me encuentro en la puerta, esperándome, a Lunghi, uno de los músicos más viejos del Colón. Él sabía lo que significaba para nosotros tocar allí. Quería saludarme, que le presentara la orquesta. Pobrecito… Cuando se estaba muriendo, me mandó llamar. “Maestrito, no me deje morir”, me decía.
– ¿Y vos?
– Y yo. ¡qué querés! Uno se va muriendo con cada amigo que se muere. Uno no se muere de golpe, ¿sabés? Llega un momento que de Pichuco ya no queda nada. Se lo fueron llevando de a poco.
– No hables de eso, te ponés muy triste.
– Es el almanaque, Gelso, el almanaque.
– Contante de Julián Centeya.
– Julián Centeya llegaba y me decía: “Gordo, levántate, cazá la jaulita y vamos”.
– El bandoneón.
– Sí, yo lo agarraba y nos íbamos a la cárcel de Las Heras, a la de Caseros, Mercedes. Metían a los presos en un salón grande, yo me subía a una tarima y allí le dábamos.
– Contale de aquella vez en Caseros —dijo Zita.
– Estábamos Julián y yo solos con los muchachos. Yo sentado en una silla y Julián parado. Me puso una mano en el hombro. La mano le temblaba. Dijo: “Entre ustedes que están afuera y nosotros que sí, que estamos adentro, vamos a chamuyarla un poco lunga”.
– No entiendo bien, ¿por qué están ellos afuera?
– Afuera de las leyes, ¿entendés? Nosotros adentro, ellos afuera. Los chorros lloraban —dijo, y quedó mirando el vaso casi vacío—. Dame hielo, Puchulita.
– ¿Hielo?
– Sí, ya está casi amaneciendo.
– Eso es. El día recién empieza. Lo tenemos todo por delante.
Sonrió.
– ¿Y qué querés saber ahora?
– Nunca me hablaste de tu bandoneón.
– El primero me lo regaló un tío. Se lo compró a un ruso. Costaba cincuenta mangos. Le pagamos diez y no apareció nunca más. El de ahora tiene muchos años. Varias veces me lo robaron. Se llaman descuidistas. Siempre me lo devuelven. Aparece un tipo, en casa de algún amigo, con el bandoneón. “Mire, don, le sacaron el bandoneón a Pichuco”.
– Este después le manda algunos mangos —dijo Zita—. A ese bandoneón no hay reducidor que lo compre. Todos lo conocen.
– En cuanto a tu orquesta. Porque el bandoneón es como un pedazo tuyo.
– Él va a hacer lo que vos te propongas. Pero la orquesta es otra cosa. Hasta dónde le exigís, hasta dónde te responde. Miré, mi orquesta toca y tocará como si tuviera que acompañar a Gardel. Sólo eso.
– ¿Qué cantor pensás que estuvo o está más cerca de Gardel?
– Mientras exista un disco de Gardel, todos los cantores van muertos. Y mientras exista una foto, también. Porque tenía una pinta de la gran puta. Eso no lo pongas.
– Sí. lo pongo.
– Ponelo.
– Sería idiota preguntarte si existe una cosa en el mundo que te cause más placer que gatillar.
– Te voy a contar. Por el 58, en el Odeón se hizo una revista de tango. Tenía como veinte cuadros y yo trabajaba en diez y nueve. Al final nos reuníamos todos. Salgán al piano, Ciriaco y yo en el fuelle. Grela en la guitarra y Rivero. Y mirá que veníamos de zapar los diez y nueve anteriores. Pero nos entendíamos tan bien que al menor amague de aplauso seguíamos y seguíamos. De a ratos nos mirábamos con Salgán y decíamos: “¡Pensar que además nos pagan!” Es casi de mañana. ¿Sabés que ya ni sé lo que digo? Estoy cansado.
– Bueno.
– Pero antes querría decir una cosa. Tenés que tirar la casa por la ventana y decir una cosa —dijo, tirándome de un brazo hacia él, y bajando mucho la voz—. Que tengo unas ganas de morirme que no puedo más. No te gustó, ¿no?
– No lo esperaba. ¿Tenés miedo a envejecer?
– Yo no tengo miedo a envejecer. Yo estoy loco de viejo. ¿Qué pasa, Puchulita?