Socompa estuvo en Ruka Choroy, la comunidad mapuche más grande de la Argentina. En esta primera crónica, un pantallazo sobre la batalla que llevan adelante para defender su identidad cultural y sus derechos.
No conozco, dice Juana.
Una bandada de loros grita desde el cielo de Ruka Choroy perforando el silencio de la siesta. Son cerca de las dos de la tarde cuando la silueta de Juana se dibuja como un punto lejano en el horizonte del camino de ripio. Camina bajo el sol, ayudada por un tosco bastón de caña. A medida que se acerca, su silueta se va poblando de colores. Lleva la cabeza envuelta por un pañuelo azul y anaranjado, una campera deportiva rosa con cuello negro, una camisa con flores rojas y blancas sobre un fondo amarillo, y una pollera escocesa por debajo de las rodillas que parece continuarse en unas medias de lana a rayas que evocan aquellas que Horacio Quiroga les puso a los flamencos. Las zapatillas, atravesadas por tres tiras blancas, son del mismo color rosa de la campera. Dos mechones blancos que se escapan por debajo del pañuelo le enmarcan el rostro oscuro, arrugado, casi cortado a tajos por el sol y el viento.
Parada en el medio del camino, Juana mira de frente a la cámara, sin pestañear. Dice que ha vivido toda su vida en Ruka Choroy, que nunca se ha ausentado. Habla casi sin mover los labios, con una parquedad que quizás sólo tenga reservada para los huincas, los blancos. Escucha con atención las preguntas y demora en responder.
¿Cuántos años tiene, doña Juana?
“No conozco”, contesta y se aleja hasta transformarse nuevamente en un punto sobre el horizonte del ripio que va desde la entrada del Parque Nacional hasta el puesto del guardaparques.
Juana es una de los casi mil mapuches de la Comunidad Ruka Choroy (“Casa de los loros”, en mapudungun, su lengua), que ocupa más de 8.000 hectáreas a orillas del río y el lago del mismo nombre, dentro del Parque Nacional Lanín, en la provincia de Neuquén. Está a tres horas de San Martín de los Andes por un serpenteante camino de ripio que bordea el río Aluminé. Aunque menos conocido que las comunidades originarias de Esquel, Chubut, donde libran una batalla muy despareja contra terratenientes que usurpan sus tierras ancestrales y les impiden el acceso a los lagos – como Joe Lewis o Luciano Benetton -, Ruka Choroy es el grupo poblacional mapuche más grande de la Argentina.
Sus luchas son las mismas: la supervivencia, los derechos territoriales, el acceso a la salud, la educación y la vivienda, y la preservación de su identidad cultural. Pero en Ruka Choroy los adversarios no son grandes terratenientes sino los estados nacional, provincial y municipal, con quienes los líderes mapuches están en permanente y tensa negociación; las organizaciones no gubernamentales que pretenden incorporarlos a una economía que les es ajena; y las iglesias de todo signo que buscan imponer creencias que entran en constante colisión con su cultura ancestral.
Ocupantes de esas tierras desde hace siglos, los mapuches no fueron consultados cuando se creó el Parque Nacional Lanín, en 1937. “Esta política de exclusión ha tenido un significativo impacto social y económico sobre las comunidades y la pérdida de control sobre lo que ocurre en su territorio tradicional ha sido probablemente el tema más crítico para este pueblo a lo largo del siglo XX”, explica Bruno Carpinetti, ex director de Parques Nacionales y profesor de la Universidad Nacional Arturo Jauretche, en su trabajo Derechos indígenas en el Parque Nacional Lanín… de la expulsión al co-manejo.
Como estrategia propagandística funcional a ese despojo, desde las usinas de la antropología neocolonial y de la historia oficial se buscó instalar una falacia destinada a deslegitimar sus derechos ancestrales sobre la tierra. La fórmula, que aún hoy conserva toda su virulencia, los define así: los mapuches no son originarios de la Argentina, son invasores que vinieron desde Chile y ocuparon este territorio.
“Los tehuelches eran muy ricos”
“A ver, a los tehuelches nos los comimos y eran muy ricos”, dice María Ñancucheo y estalla en una risa de dientes blancos y parejos. Hace una pausa y sigue: “Vos vas a Chile y te encontrás que es al revés. Por ejemplo, en el museo de Temuco, sobre un mapa hay una flecha engrampada que señalaba que los mapuches eran argentinos y habían invadido Chile. Cuando vi eso yo empecé a pensar que o los mapuches vinimos de Marte o que nadie nos quiere. Es tremendo, en la Argentina dicen que somos chilenos y en Chile dicen que somos argentinos… Entonces no somos de ningún lado y eso es lo que quieren, porque si no somos de ningún lado no tenemos derecho a nada”, dice.
María Ñancucheo se mueve, activa, mientras habla y ceba mates en la cocina de la casa y centro de informes de Parques Nacionales en Ruka Choroy. El frente de la construcción da al lago, todavía envuelto por una bruma matinal que se confunde con la masa de las montañas que están más atrás. María tiene 37 años y la identidad mapuche metida en cada uno de sus genes. Está casada con Fabián Rocca, el guardaparques, con quien tiene dos hijos: Farabundo Yepun (Lucero, en mapudungun), de 7 años, y Awka Liwen (Rebelde Amanecer), de 13, cuyo carácter le hace honor al nombre y también al hecho de ser ahijada laica de Osvaldo Bayer. Pero eso es tema de otra crónica.
María, también, milita desde que recuerda por los derechos de su pueblo y está terminando la carrera de Historia. Ceba otro mate y dice: “Hasta pretenden fragmentarnos. Nos separan en picunches, pehuenches, lafquenches, y resulta que todos hablamos el mismo idioma, y si hablás el mismo idioma sos del mismo pueblo. Los matices que se reflejan en los nombres tienen que ver con especificidades del territorio. Porque el nombre te lo daba las cosas con las que desarrollaban sus vidas. Los pehuenches eran pehuenches porque vivían al lado del pehuen, porque recolectaban el piñón y vivían en este lugar donde hay pehuenes; los lafquenches vivían en el mar, recolectaban del mar y hacían intercambio con los pehuenches, pero unos y otros eran y son mapuches”.
La geografía también desmiente el discurso hegemónico. Los yacimientos arqueológicos demuestran que los mapuches ocupaban el territorio a ambos lados de la cordillera desde siglos antes de la llegada de los conquistadores españoles y, por supuesto, de la existencia de una frontera política entre dos países que aún no existían. Se trata de una zona cordillerana de montañas muy bajas, con infinidad de pasos, que constituye a ambos lados de los Andes una unidad fitogeográfica, dominada por las araucarias, que tampoco respeta fronteras. Se trata también de un territorio que comparte, con matices, la misma identidad cultural. “Eso se ve especialmente en el triángulo de Neuquén, más que en ningún otro lugar de la Patagonia. Los ves en las ceremonias, siempre va a haber gente que traiga sus banderas desde el lado chileno y también al revés. Porque es algo históricamente compartido. Las familias están compuestas tanto por gente de allá como por gente de acá, de los dos lados de la cordillera. No es que estemos mezclados, es que somos lo mismo”, dice María.
Una economía de supervivencia
La carreta, tirada por una yunta de bueyes overos, se acerca por el camino de ripio. La conduce un hombre de unos sesenta años, tocado con una gorra azul que le oculta casi toda la cara. Cuando ve acercarse al fotógrafo levanta una mano con la palma hacia adelante y lo frena con un gesto.
Cien pesos, dice. Cien pesos.
El fotógrafo baja la cámara, sin haberla disparado. Esa es su respuesta. El hombre lo mira, entre hosco y esperando, pero no detiene la carreta y se aleja al paso de los bueyes. Ni una sola vez mira hacia atrás.
El sol reverbera sobre las piedras del camino pero no hace calor. Hacia un lado, los terrenos suben, irregulares, y entre los árboles se dibujan, desgranadas, algunas casas, muchas de ellas de madera, unas pocas de material. Hacia el otro lado hay un barranco que cae sobre el río, cuyas aguas brillan con el sol, enmarcadas por las montañas que ahora se recortan nítidas sobre el fondo del paisaje, verdes por los árboles que las trepan en la parte más baja y grises de piedra desnuda en las alturas.
Unos minutos después, más adelante, otra carreta sale de la huella y se mete en el camino. Al yugo están atados otros dos bueyes, uno marrón y el otro negro. Los conduce un hombre joven que camina al lado de ellos con una vara larga en sus manos. Se llama Santiago Pellao, tiene 35 años y acepta las fotos. Posa algo duro delante de los animales, con la gorra bien encasquetada y una semisonrisa en los labios. Su medio de vida son los animales, esos bueyes y algunas ovejas, tan escasas como sus palabras.
La ganadería a micro escala es uno de los medios de vida en la Comunidad mapuche Ruka Choroy. Se crían muy pocas vacas, ovejas y chivos. También gallinas. La agricultura, poco difundida, es para consumo propio, casi sin excedentes que permitan la venta o el intercambio. La verdura se hace en invernaderos para contrarrestar lo poco propicio del clima. La economía es de simple autoabastecimiento. En los meses de vacaciones, algunas familias logran algún ingreso con la venta de pan casero o de artesanías. Un camino tejido para mesa se puede comprar, sin regatear, por 200 pesos; una cartera de lana se ofrece a 300. El único emprendimiento comercial establecido es la despensa Pichi Wincul, de Ricardo Licán, donde se puede conseguir casi nada o de todo un poco, según la ocasión.
Desde hace décadas, distintas organizaciones no gubernamentales intentaron, con mayor o menor suerte, impulsar emprendimientos productivos, casi siempre con una lógica occidental que choca frontalmente con la cultura ancestral de la comunidad. “Al ser la comunidad mapuche más grande, Ruka Choroy también es una gran laboratorio para las ONG. Las ha habido y las hay de todo tipo, varias son evangelistas, otra que en su momento pisó fuerte fue La Cruzada Patagónica, promovida por Videla durante la dictadura, también la cooperación española estuvo financiando algunos proyectos. En general no entienden de qué se trata. Otras, en cambio, como Pro Patagonia, una ONG chiquita, tratan de entender el mundo mapuche y les va mejor”, dice Fabián Rocca, el guardaparques.
Los trabajos asalariados son casi inaccesibles para los integrantes de la comunidad: unos pocos auxiliares de Parques Nacionales, dos preceptores mapuches en la escuela secundaria, auxiliares de cocina y de limpieza en la primaria y la secundaria, los kimeltufe (profesores de mapudungun incorporados a las escuelas), algún agente sanitario y pará de contar. Para no pocas familias, la Asignación Universal por Hijo representa el ingreso principal, a la que se suman las gestiones de los representantes mapuches para obtener ayuda para las familias más necesitadas. “Es un trabajo social que se hace, se va a una inscripción a Acción Social que muchas veces nos da alguna cosa, que facilita un poco de mercadería o nos da un vale para ir a comprar a un mercado”, explica Raúl Licán, el Inal Longko (cabeza espiritual, en mapudungun) y miembro de la Comisión Directiva de la comunidad.
Organización y negociación
Raúl Licán se traslada de un lado a otro en una moto de pequeña cilindrada. Llega al encuentro bien entrado el atardecer. Tiene 40 años y viste una camisa a cuadros y pantalones vaqueros. El Longko (cabeza, en mapudungun, entendido como la cabeza de un cuerpo que es la comunidad) Ricardo Peña está de viaje, dice y explica que entonces él está a disposición. Pone, como única condición antes del diálogo, que no se le saquen fotos, que no tiene autorización del Longko Peña. Esgrime un hablar pausado y cauteloso, tal vez provocado por su responsabilidad como segundo en jerarquía dentro de la Kumefeleal.
Es el organismo que representa y conduce a la comunidad mapuche y su nombre no tiene una traducción literal. Podría entenderse en este sentido: los que hacen bien las cosas. En sus relaciones con el mundo huinca es la Comisión Directiva. Es un cuerpo de doce miembros, elegidos por voto directo, que se renuevan cada dos años. Está encabezada por un Longko y, hacia adentro, se ocupa de los asuntos propios de la comunidad. Hacia afuera su función es representarla. Para poder hacerlo, por exigencia del Estado, hoy se constituye con la misma figura que una asociación civil, que debe presentar un balance, tener un tesorero y un libro de actas.
“Acá hacemos muchas cosas. La parte social para buscar ayuda del Estado no se termina nunca, pero no es lo único. Ahora, dentro de un poco, tenemos una reunión con Parques. Acordamos con ellos que es lo que vamos a ir trabajando, qué es lo que vamos a hacer durante la temporada de verano, porque en la temporada de verano se acuerda cómo se saca la leña. Entonces acordamos que en tal parte se puede sacar, en tal parte no, siempre reservando el territorio de la comunidad. Eso se acuerda con parques y después se hace una reunión grande con la gente y se le dice en tal parte se puede sacar leña y en tal parte no. Entonces en eso vamos trabajando con Parques. Eso se llama el co-manejo”, explica Licán.
La Comisión Directiva también trabaja estrechamente con las autoridades de las escuelas, tanto la primaria como la secundaria, que son bilingües e interculturales. Como se contará en una próxima crónica, los directivos de la primaria y de la secundaria trabajan codo a codo con las autoridades de la comunidad con objetivos precisos: acceso a una mejor educación y fortalecimiento de la identidad cultural mapuche. En lo material, las carencias son todavía muchas. “Estamos pidiendo al Estado dos hectáreas para construir la escuela secundaria, porque hoy la tenemos en el salón de la comunidad y ahí ya no van a entrar más chicos”, dice el Inal Longko.
La mayoría de los integrantes del Kumefeleal también integran el Norfeleal, la Comisión Jurídica de Ruka Choroy. Es otro logro de la comunidad, tener una instancia que imparte justicia y media entre las partes en disputa, con lo que evita en muchos casos la intervención de la justicia huinca. Es un avance reciente, producto de años de negociaciones y lucha, que terminó de plasmarse el año pasado en la Declaración de Pulmarí. “Ahora la justicia mapuche, la autoridad mapuche cuida de su comunidad”, dice el Inal Longko Licán sin ocultar que se siente satisfecho. Y explica su funcionamiento: “Por ejemplo, si alguien le robó un animal a otro, llamamos a las dos partes y ahí se habla. Y nosotros mediamos, calmándolos hasta que llegan a un acuerdo. Entonces uno le reconoce al otro que le debe un animal y lo arreglan. Hacemos un acta y ponemos la fecha en que se tiene que cumplir el acuerdo, como devolver el animal o pagarlo, y lo firman los dos. Si no se cumple, la Comisión directiva va y retira el animal y se lo entrega al que le habían robado”.
En la práctica, el sistema todavía funciona a medias. No son pocos los mapuches que siguen denunciando los robos ante la policía, que deriva la denuncia a los tribunales de Zapala. Eso implica gastos, viajes y trámites judiciales lentos, que muchas veces quedan cajoneados. Licán cuenta en detalle las dificultades que implica someterse a la justicia de los blancos y después remata: “Nosotros lo solucionamos más rápido”.
La batalla cultural
A un costado del camino, unos pocos cientos de metros después del arco que señala el ingreso al Parque y a la comunidad, un cartel blanco pintado a la brocha con letras celestes anuncia: “Ministerio Evangelista Alfa y Omega. Ruka Choroy”. Un poco más atrás se levanta una casa blanca, que funge a la vez de templo y de casa. Es una de la casi decena de sectas evangélicas que poco a poco avanzan sobre la comunidad e intentan alejar a los mapuches de su identidad cultural y de sus creencias ancestrales. Son un fenómeno relativamente reciente pero que forma parte de una vieja escalada de la religiosidad occidental, cuyo primer ariete fue la Iglesia Católica, sobre los pueblos originarios.
“La Iglesia Católica entró hace mucho, porque hay una historia larga de católicos acá en Ruka Choroy mismo. Entró engañando a la gente, diciendo si vos no te catolizás no vas a tener terreno, te van a matar. Lo hicieron. Mi abuelo me contaba que nosotros vivíamos en un lugar y de allá lo corrieron los mismos blancos, y se vino a este rincón y aquí, en este rincón, lo arrinconaron y empezaron a civilizar a la gente, decían, para que nosotros podamos convertirnos en blancos, a empezar a hablar en castellano, a dejar de hablar en mapuche, a no hacer más nuestras ceremonias. Y también trajeron el vino y dijeron que si uno tomaba era persona, podía hablar, podía expresarse, eso decían en la iglesia católica. Entonces qué pasó, trajeron el vino y la gente empezó a tomar y tomar, y resulta que el vino era una cosa que venía impuesta por los huincas y enfermaba al mapuche. Y el mapuche qué hacía, el día que tenía que firmar algo, primero lo emborrachaban, firmaba y listo. Y después vienen las consecuencias, cuando ya estaba todo armado”, dice el Inal Longko Licán.
Tal vez como consecuencia de esa experiencia hoy las diferentes iglesias evangélicas sólo pueden instalar sus templos con autorización de la Comisión Directiva de Ruka Choroy. Hay dos que fueron autorizadas hace más de veinte años, con pastores blancos que llegaron de la ciudad. El resto no cuenta con autorización, pero nadie puede impedirle a un integrante de la comunidad profesar sus creencias ni tampoco predicarlas. Allí fue donde las sectas encontraron el talón de Aquiles que les permitió entrar: formaron pastores entre los propios mapuches. Y ahora son los propios mapuches evangelizados quienes incitan a sus fieles a no participar de las ceremonias ancestrales de su pueblo y combaten el uso de mapudungun. El tema preocupa, y mucho, a los dirigentes comunitarios. Licán explica con reveladora sencillez el nudo del problema: “Estamos en conflicto con las personas de la misma comunidad si decimos que no, porque son gente de la comunidad y nosotros no les podemos decir que no hagan su iglesia o que se vayan afuera con la iglesia. Son gente de acá”, dice.
Ya ha anochecido cuando el Inal Longko se despide. Es una noche clara, con un cielo oscuro y limpio que se va cargando de estrellas. La luna riela sobre las aguas del Ruka Choroy. Detrás de la casa, Fabián aviva el fuego para el cordero al asador con que la familia Rocca Ñancucheo ha decidido agasajar a los visitantes. Más tarde, Auka Liwen tocará el violín.
Producción: Bruno Carpinetti