Relatos durante una mañana en Laguna Yema. Un cura y un hombre comprometidos con los derechos de las comunidades indígenas, la visita a un cementerio de chamanes y una pregunta que cambió una vida.
El mate hace ronda en el patio de la casa del cura Francisco Nazar, en Laguna Yema. Falta poco para el mediodía y el calor ya pega fuerte en el oeste formoseño mientras la charla avanza morosa, como anticipando el ritmo de la siesta que vendrá después de las milanesas y el vino que esperan su hora sobre la mesada de la cocina. Gustavo Núñez ceba amargos mientras el cura habla. Porque es Francisco Nazar quien está contando su perplejidad cuando, hace más de 40 años, el wichí José Alpitrez le preguntó como si le pegara una trompada:
-Francisco, ¿quién es el dueño de Dios?
Sentados frente al cronista, Francisco Nazar y Gustavo Núñez arman sin darse cuenta un cuadro de puro contraste.
Con setenta años muy largos y casi 45 en Formosa trabajando con los indígenas, el cura conserva su tono elegante de porteño de clase alta, el mismo que marcaba sus conversaciones con otro cura, Carlos Mugica, cuando a principios de la década de los ’70 hicieron su opción por los pobres en la Villa 31 de Retiro. Es flaco, de rasgos finos y acompaña su hablar con ademanes medidos. Alguna vez fue candidato a gobernador de la provincia y fue aplastado por el aparato del peronismo feudal de Gildo Insfrán, pero recuerda con satisfacción un dato significativo de esa elección: ganó en todas las mesas con mayoría indígena.
Gustavo tiene 42 y es un formoseño morrudo, de decir directo que enfatiza con la tonada. Desde los 17 está en contacto con las comunidades indígenas de la provincia; primero como militante político y ahora desde la Asociación por la Cultura y el Desarrollo (APCD), una ONG de Las Lomitas que los acompaña en el reclamo por sus derechos sobre los territorios ancestrales.
De esos territorios se habla en el patio de la casa de Francisco Nazar. De cómo los fracturan los alambrados de los criollos y de las empresas para así enajenarlos. De cómo las comunidades van siendo desplazadas y así despojadas de sus medios ancestrales de vida y de sus culturas tradicionales para terminar lumpenizadas en los márgenes de una sociedad que los rechaza pero los usa. Y de cómo resisten desde el último bastión que les queda: su espiritualidad.
Y entonces, mientras el mate se va lavando, gastado de tanta rueda, aparecen las historias personales, esas que al cura Francisco y a Gustavo los hacen continuar, codo a codo con los indígenas, una lucha que a veces parece irremediablemente perdida.
El lugar mágico de los wichí
-Pero, contale, contale vos lo que te pasó – le dice el cura a Gustavo -, que después le cuento yo cómo terminó eso del dueño de Dios.
Y entonces Gustavo cuenta del día que un grupo de wichí con los que él y Pablo, un compañero, estaban trabajando sobre el relevamiento de sus territorios para hacer una presentación ante el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, el INAI, los llevaron a un lugar mágico.
-Porque una cosa es la tierra titulada, reconocida por el Estado, y otra cosa es el territorio, que es la tierra con memoria. Con o sin título de propiedad pero con memoria – dice Gustavo -. Estábamos acá, en Laguna Yema, y un grupo de wichí nos fue llevando por diferentes lugares donde sus ancestros habían vivido. Acá pescábamos, acá cazábamos, acá meleábamos, nos iban contando.
Recorrieron durante varios días el territorio, registrando con el GPS los diferentes lugares hasta que una tarde, Alberto, el wichí que encabezaba el grupo, les pidió que detuvieran la camioneta casi en la ribera de la laguna.
-Vamos a un lugar sagrado, nos dijo – sigue contando Gustavo -. Entramos al monte con varios wichí, en plena siesta, con calor, mucho sol, mosquitos.
Dice que caminaron un rato, casi hasta que Pablo y él perdieron la orientación y que, en un momento, Alberto, que iba adelante por el monte, hizo una seña y les dijo: “Ustedes dos quédense acá. Nosotros vamos a buscar le lugar y venimos a buscarlos”. Eso los sorprendió.
-Nos sentamos con Pablo, a preguntarnos cómo sería. Sabíamos que íbamos a un cementerio de chamanes pero estábamos intrigados. Nos preguntábamos cuánto tiempo haría que ellos no venían que tenían que andar buscando el lugar. Nos fue ganando una cosa de respeto y nos quedamos callados, escuchando a los pájaros, los otros sonidos de la naturaleza. Pasaron unos cuarenta minutos hasta que volvieron y Alberto nos dijo: “Vengan por acá”. Y ahí también entendimos que no habían estado buscando el lugar sino que habían ido a hacer otra cosa, porque Alberto nos dijo que podíamos ir porque los espíritus nos habían dado permiso para entrar – explica Gustavo mientras cambia la yerba para seguir cebando.
Llegaron a un lugar donde una hojarasca se acumulaba en montículos de hasta casi medio metro. Y vieron otros montículos, éstos de tierra, que Alberto les explicó que eran tumbas de ancestros. La voz de Gustavo se quiebra un poco al llegar a esta parte del relato, aunque intenta ocultarlo, como avergonzado de dejarse ganar por la emoción.
-Alberto nos hizo sentar y nos dijo que nunca nadie que no fuera wichí había pisado ese lugar, por lo menos sabiendo qué era ese lugar – recuerda -. Sentí una tranquilidad, una paz que nunca había sentido, diferente a todo. Y entonces, ahí sentados, nos hablaron de los seres que antes existían en el monte y que ya no existen, porque los desmontes y un incendio muy grande les quitaron el lugar. Nos contaron muchas cosas de sus ancestros, de los chamanes, de su espiritualidad.
Gustavo hace una pausa y traga saliva. Le cuesta hablar.
-No sé cuánto tiempo pasó pero una cosa es contarlo y otra cosa es la energía que había ahí… Y de pronto empezaron a cantar los pájaros, porque antes me parece que era todo silencio. Entonces Alberto nos dijo: Bueno, ya está, nos tenemos que ir. Y que Pablo tenía que salir primero y yo después y que detrás nuestro saldrían ellos. Mientras nos alejábamos, miramos hacia atrás y vimos que Alberto se quedaba y lo escuchamos hablar en wichí, como si rezara, frente a una de las tumbas. Me pareció que nos habían abierto un portal sagrado y que ahora lo estaba cerrando – dice.
De regreso a la ribera de la laguna, cuando ya iban a subir a la camioneta, Alberto les pidió que no marcaran ese lugar en el GPS, que ese viaje había sido exclusivamente para ellos.
-Nos dijo que era un regalo que nos habían hecho, un regalo para nuestro espíritu, para nuestra vida. Y ahí entendí, como nunca antes había entendido, qué son para ellos los territorios ancestrales. No es tierra nomás, es parte de su espíritu… y si se los sacan les roban mucho más que un pedazo de tierra, les roban una parte de su historia, de su cultura y de espiritualidad. No es que lo haya entendido, es que lo sentí.
Gustavo hace silencio, el mate ha quedado olvidado sobre la mesa. Pasa un rato largo antes de que Francisco Nazar diga:
-Ahora te voy a contar la del dueño de Dios.
El despojo y los dueños de Dios
Sin embargo, el cura da una vuelta antes de hablar de eso. Antes retoma el relato de Gustavo para, por si hiciera falta, ponerlo en contexto, traerlo a lo que les están haciendo hoy a los wichí y el resto de las comunidades indígenas de todo el país.
-Eso permite entender a los mapuches, cuando hablaron de su tierra sagrada. Porque hubo todo un cuestionamiento cuando ellos no dejaron entrar a su tierra sagrada. Entonces, bueno, hay que entender que los territorios indígenas tienen tres dimensiones que son fundamentales: una es la económica, la otra es la política y la otra es la cultural. Y eso es lo que el colonialismo destruye. Pero lo más difícil de destruir es la cultura, y para robarles la soberanía de todo lo otro necesitás destruirles la cultura – dice.
Nazar dice que la soberanía de los indígenas sobre sus territorios, según diferentes antropólogos, es de entre 3.000 y 7.000 años, no de dos o de tres. Y dice también, aunque pareciera no venir a cuento, que Cristo nació hace poco más de dos mil, y que eso, claro, es menos tiempo.
La cuestión se va aclarando cuando habla de una contradicción que alguna vez lo embargó y ya no tiene, la de Cristo y la Iglesia.
-Cómo te lo puedo explicar -dice -. En primer lugar, respondo a un ideal que vivió un hombre que se llamaba Jesús, que existió en la Tierra y revolucionó la humanidad. La revolucionó con un estilo de vida, una forma de convivencia entre los seres humanos, diciendo que la mayor felicidad es la humanización de las relaciones de las personas entre sí y con la tierra. Eso es lo que llama “El Reino”, que no tiene nada que ver con la Iglesia, que es una institución que se apropió de eso que se llama Evangelio y de todo su mensaje. Se adueñó del dogma, se adueñó del rito y lo deformó en un rito monárquico. Yo nunca sentí ese rito, pero hasta llegar acá y entender la espiritualidad indígena, no entendía cabalmente qué me pasaba con eso.
Fue por esos días, cuando recién había llegado a Formosa, que José Alpitrez le preguntó:
-Francisco, ¿quién es el dueño de Dios?
Y sintió la pregunta como una trompada, que lo desestabilizó. A pesar de eso, atinó a responder:
-Dios no tiene dueños, tiene hijos. Y todos somos hijos de Dios.
Pero más allá de esa respuesta que encontró como un manotazo, sintió que algo se le abría adentro y que ese algo era el camino que Cristo había marcado y que la Iglesia, como institución al servicio del poder, negaba. Para los wichí, la Iglesia, Dios, tenían un dueño: los poderosos.
-Me quedé pensando, porque cuando los wichí me hablaban de sus dioses, me hablaban de libertad, de sencillez, de igualdad. Y ahí empecé a darme cuenta de que el dogma, las normas, la liturgia de la Iglesia son los tres elementos que usan los poderosos y que los wichí me estaban mostrando el núcleo esencial del Evangelio. Por eso hace casi 45 años que estoy acá.
Gustavo ya dejó el mate para abrir una botella de vino mientras, en la sartén, se calienta el aceite para freír las milanesas.
Hace calor en Laguna Yema, pero el cura Nazar y Gustavo están acostumbrados a vivir en ese infierno.
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