Una crónica en tres entregas. Padre e hijo emprenden un viaje que es un rito de pasaje a través de Los Andes. Caballos, carpas, un guía y un grupo heterogéneo de personas metidos en una aventura que queda lejos de los relatos canónicos de Billiken.

El panorama alterna tonos de marrón con algún verde triste, casi amarillento. Cada tanto, irrumpe el verde intenso, caso obsceno de un viñedo. En esta zona, el acceso al agua, llamado “derecho de riego”, determina clases sociales. O a la inversa. Al costado de una de las tantas curvas de este camino de montaña, un cartel dice “Bienvenidos al departamento de Tunuyán”. El lenguaje inclusivo no llegó a los carteles viales. La chata, veterana pero noble, sube lenta, como si su chofer tuviera un pie derecho muy sensible al malgasto de gasoil.

Se llama Juan, será nuestro guía. Habla pausado y es lógico que escuche más de lo que habla: quiere saber con quienes compartirá la travesía, que es de dificultad media, pero en la cordillera, un loquito siempre es un peligro. Cuenta, como si relatara un pasaje bíblico memorizado en la infancia, que alrededor del año treinta del siglo pasado, su bisabuelo compró miles de hectáreas en la zona. El negocio era cruzar vacas a Chile, donde la carne valía el triple o más, hasta que llegó la aftosa y mandó a parar. Desde entonces, nada es lo que era y se emprenden mil actividades con la esperanza de recuperar el esplendor perdido. Una de ellas, el cruce.

El Padre de la Patria. La gesta sanmartiniana. Argentina, Chile y Perú. El abrazo de Guayaquil. Cualquiera que se haya dado un chapuzón por la educación formal argentina conoce estos conceptos, al menos en su versión Billiken. Contratar guía, caballos, carpas y provisiones para el cruce es, en comparación, mucho más barato que veranear en la costa atlántica. Tampoco hace falta ser un gran jinete, porque las picadas son angostas y obligan a andar al paso y los caballos saben el camino de memoria. Sin embargo, pocos van detrás de los pasos de Don José, que después de pelear contra los españoles y liberar tres países hizo este mismo recorrido en sentido inverso, para volver a la patria.

El cruce por El Portillo, cuenta Juan, nunca fue un furor popular, pero de las diez temporadas que lleva como guía, esta es la peor. Este viaje lo hacen en un noventa por ciento argentinos, que mezclan intereses históricos y geográficos, ensillan sus propios caballos y comparten con los baqueanos el mate de la mañana y el vino de la noche. Tipos que ganan en pesos devaluados y hoy tienen otras preocupaciones. Hay un turismo internacional, que se aloja en las bodegas -más de mil dólares la noche-, pero demanda cabalgatas más breves y amigables, más confort e infraestructura.

El otro pasajero de la chata es mi hijo mayor. Nací a mediados de los setenta. Casi no conozco varones de mi generación que no añoren haber pasado más tiempo con su padre en la infancia. Algunos, ya del otro lado del mostrador, intentamos reparar esa carencia con nuestros hijos, a riesgo de pasarnos de hinchapelotas. Polo y yo compartimos muchas cosas, pero los dos sabemos que esta es especial, no sólo por el lugar y el peso de la historia. Él está cada día más adolescente y menos niño. Este año preparará su ingreso a un colegio universitario e intuyo que el verano que viene podría tener sus propios planes. El viaje es también un rito de pasaje.

Atrás, en Mendoza ciudad, quedó la Renoleta y dentro de ella, todo lo que no sea estrictamente necesario en la montaña. Nada de lastre. El teléfono viene, pero apagado, sólo se usará de cámara de fotos de cuando en cuando.

La primera parada es en una bodega, donde levantaremos al resto del grupo. Todos padres e hijos, me había dicho Juan. Llegan una hora más tarde de lo acordado, parecen venir de un tour de compras de Miami y les faltan bolsas de dormir. No es la mejor presentación pero le ponemos onda. Nos repartimos en dos chatas, dejamos atrás el pueblo de El Manzano Histórico, la zona de viñedos y subimos hacia Scarabelli, el primer refugio de montaña.

II

Después de una subida escarpada, en primera, incluídas un par de paradas para “bañar” el radiador por fuera con agua de arroyo por falta de viento, y un trámite migratorio en el puesto de frontera, el último punto al que se llega en cuatro por cuatro es el refugio Scarabelli.

A unos tres mil doscientos metros, cerca de un arroyo, se erige esta construcción precaria de propiedad municipal, con techo bajo, paredes de piedra y piso de tierra. Un comedor con un fogón, dos dormitorios con cuatro camas marineras cada uno sobre las que acomodamos recados y bolsas de dormir y un baño de acceso externo. Afuera hay un corral para caballos y mulas. Acá pasamos una noche y empezamos a asimilar la altura, para partir a la mañana siguiente. Hacia arriba, por supuesto.

El sol se esconde detrás de la ladera de un cerro y la temperatura cae en picada. Tenemos que abrir las mochilas y ponernos algo de ropa térmica. Juan aconseja comer poco para acostarnos livianos, pero el menú es pollo al disco, uno de nuestros preferidos. Me ofrezco a colaborar en la cocina, pero los gauchos rechazan la ayuda muy educadamente.

Cenamos en mesas separadas, en una los viajeros y en otra los baqueanos. Me choca un poco esa división pero algunos estamos de viaje, otros laburando. Poco vino, nada de canto ni guitarras. Se percibe en el aire cierta tensión por el día que nos espera.

Hace frío y todavía no amaneció, pero abro los ojos instintivamente. Dos, tres segundos después escucho el ruido y enseguida la voz de Leopoldo. “Pa, vomité”. La combinación de tres mil y pico de metros de altura y dos platos de pollo al disco con papas, zanahorias y cebollas es demasiado para su estómago. Me acerco, lo abrazo, lo acompaño a limpiarse. Ya es de día, tenemos una larga jornada por delante y él está apunado y débil. No es el mejor comienzo.

Comparto unos mates amargos ahí fuera con los gauchos, directo de la pava, sobre una parrilla improvisada con hierros de construcción. El que parece el jefe, Carlos, tiene uno de esos rostros tallados por el viento, de edad indescifrable, y una tonada cuyana muy característica. No quiero parecer descortés y hago un gran esfuerzo por descifrarlo. Me tiende una taza de plástico, tapada con un plato. “Té de coca, para el pibe. Primero déjelo infusionar bien”.

Leopoldo lo toma a pesar del sabor amargo. Me siento a su lado mientras  los miramos ensillar. Ofrezco ayuda, que otra vez es amablemente rechazada.

-Vos sos de los que no pueden estar quietos-, me dice Juan, que me conoce hace menos de veinticuatro horas.

Leopoldo sube a un tordillo, yo a una yegua alazana que tiene bien marcada la hendidura encima del ojo izquierdo. Le calculo unos trece o catorce años mínimo. En vez de bastos, acá se usan unas estructuras de madera, como las sillas de montar, y arriba le tiran el cojinillo -lo llaman peyón-, que queda perfectamente calzado.

-Para que no se deslice en las subidas y bajadas-, me dice Carlos, que a esta altura ya es mi instructor en costumbres cuyanas.

Partimos, mientras los baqueanos terminan de guardar equipaje y provisiones y cargarlo sobre las mulas, que llevan en lugar de recado unas estructuras llamadas “angarillas”, sobre las cuáles apoyar los bultos. El trabajo termina cuando se asegura la carga con varias vueltas de soga y un nudo bien firme.

Vamos de a uno, siempre al paso. Juan el primero, Carlos cierra la fila. Me maravilla que sean capaces de distinguir la senda: para mí todas las piedras, todos los picos y laderas son iguales. Así pasa el primer par de horas de subida. Nos llama la atención un omnibus abandonada en el medio de la nada. Era de Vialidad Nacional, vino a hacer un relevamiento, pero quedó ahí y el viento lo fue desarmando. Me acuerdo de “Into the wild”.

Leopoldo vomita el té de coca, lo único que cargaba su estómago, pero no desmonta ni suelta las riendas. Me acerco a él, lo veo pálido, le doy agua. Juan me lleva donde nadie puede oírnos y me pregunta qué hacer. Le digo que seguimos, no tengo dudas. Vendrán horas duras, pero confío en que se va a aclimatar y recuperar. Espero no equivocarme.

Cuando la superficie lo permite, le cabalgo a la par. Si hay laderas o quebradas, me pongo de ese lado. Me aterra que se desmaye, caiga y ruede. Ese día, ni el clima ayuda. Ahora que el sol llegó al centro del cielo, hace un calor seco que lastima y obliga a sacarse capas y capas de ropa. Pero basta que una nube se interponga para que tengamos que abrigarnos nuevamente.

Quisiera llevar a Leopoldo enancado y tirar de su caballo, pero las monturas cuyanas son rígidas y no lo permiten.

En las primeras horas de la tarde llegamos al portillo argentino. Es una quebrada en forma de U, casi perfecta, atravesada por el paso, y representa el punto más alto de nuestro recorrido. Está mil doscientos metros más arriba que Scarabelli, cuatro mil quinientos en total. Hora de descansar, estirarse y, sobre todo, hidratarse.

III                    

Desde El Portillo, el camino es en bajada. El primer tramo, muy escarpado, después se hace gradualmente más suave hasta terminar, bordeando un arroyo encajonado, que desemboca en un mallín, un oasis verde que parece de otro planeta entre tanta aridez.

Ahí paramos para descansar y armar el campamento, en cuanto lleguen las mulas que vienen detrás nuestro con la carga. Leopoldo, que llegó con sus últimas fuerzas, se desparrama en el piso y cae dormido.

Desensillo, llevo mi caballo del cabestro y se lo entrego a Alejandro, otro de los gauchos, que tiene un parecido físico con Carlos pero no es familiar. Me sorprendo cuando le saca la cabezada a la alazana y la deja libre. Le pregunto por qué. La respuesta es simple. Van a ir a pastar a la primera superficie verde que encuentren. A la segunda, como mucho. Saben perfectamente a dónde ir a buscarlos.

Nos apuramos a armar las carpas mientras hay claridad. lo primero es meter dentro las mochilas, el peso impide que el viento se la lleve. Imposible enterrar una estaca, hay que atar los extremos a piedras pesadas, que acá sobran. Los recados hacen nuevamente de colchón y arriba tendemos las bolsas. Terminada la tarea, Leopoldo, medio zombie, se para, camina hasta la carpa y vuelve a echarse.

Cae el sol y corremos todos a buscar una o dos capas más de ropa. El resto del grupo también está demasiado cansado y se va a dormir sin cenar. Esa noche hay vacío asado bajo las estrellas, medio tomate para cada uno y un vaso de vino que paladeo lentamente. Pido la parte más roja, me dan el centro. Discutimos sobre el mejor punto de la carne, cómo la comemos nosotros y cómo los gringos. Los franceses, viva. Los yanquis, negra.

-Yo tengo sangre francesa-, aclaro, pero no saben si hablo en serio o los estoy jodiendo.

Leopoldo todavía duerme, ahora dentro de la carpa. Voy y vengo una o dos veces, intento despertarlo pero desisto. Si todo sale como espero, mañana,  junto con su habitual chocolatada, desayunará un vacío pan, recalentado junto a la pava. Será la señal de que el sueño lo recompuso completamente. Comparto la mesa con Juan, Alejandro y Carlos.

Escucho hablar sobre el refugio “Real de la Cruz”, que está muy cerca. Era público y libre, como la mayoría de los refugios de montaña, pero los militares tomaron el control y empezaron a cobrar por su uso, después a aumentar la tarifa y terminaron por cerrarlo al público. Hubo discusiones y tensiones por ese tema, hasta que los baqueanos se cansaron del maltrato y prefirieron acampar.  Me llama la atención lo que escucho. Un refugio en zona de frontera en un mojón, un elemento de construcción de soberanía. Pregunto cuándo empezaron esas prácticas. Hace tres años, responde Carlos.

Ya de sobremesa, noto que administran cuidadosamente un atado semivacío de Particulares 30. Muestro y pongo a disposición una cajetilla de Café Creme, que abro en el momento y tiro el celofán a las brasas. El primero en vencer la timidez es Carlos. Pide permiso, enciende uno y aspira dos o tres caladas seguidas. Le gusta. Pregunta dónde se consigue.

Emprendemos la marcha a media mañana. Hubiera preferido salir antes, pero es un trayecto corto y sobra tiempo. Leopoldo se despertó radiante y ya no necesita de mi mirada atenta, pero conservo el reflejo de tenerlo siempre en mi campo visual. Para eso tengo que estar detrás de él y justo delante de Carlos, mi instructor en costumbres cuyanas.

-¿Ve las letras blancas sobre la piedra?-, me pregunta -los gauchos nunca tutean-  y señala a lo lejos. Para ser cuarentón, tengo una vista privilegiada. Leo sin dificultad, “Real de la Cruz”. Asiento con la cabeza.

-Ese es el refugio del que hablamos anoche. Lo hizo Perón.

Sonrío al escuchar la mención. Carlos no me ve porque le doy la espalda.

-Claro, Perón vivió un año en Mendoza.

-En 1940, estuvo a cargo del Centro de Instrucción de Montaña.

Me detengo hasta tenerlo al lado, le sonrío y le hago la V. Me corresponde ambos gestos.

La coincidencia hace que este tipo, de por sí amable, gane confianza y se abra aún más. Me cuenta que en este mismo trayecto suele encontrar ciertos tesoros: puntas de flecha, fósiles marinos -hace millones de años acá estaba el océano- y los restos de una bayoneta. Hablamos de los hijos y la familia. Me dice que me ve bastante campero para porteño y le cuento de los pagos del Samborombón, de mi chacrita, La Marcelina, y de los caballos que tenemos, cuidamos y montamos. Para un peronista no hay nada mejor que otro peronista. También en la montaña.

Huelo ligeramente a quemado, pero no me parece verosímil que alguien haga fuego cerca y a esta hora. Carlos me ve olfatear y se anticipa a mi pregunta.

-Fósforo. Estas piedras tienen mucho fósforo. El contacto con la pisada del animal, hace fricción, si pudiera mirar abajo, entre las patas, vería como unas chispitas… Por eso a los indios les resultaba más bien fácil hacer fuego acá.

Mientras bajamos, el camino se hace un poco más ancho y amigable y empiezan a aparecer, entre tanta piedra, manchones verdes acá y allá. Suena agua y se oye más fuerte a cada paso. En un recodo, la vista se abre y observo un enorme llano, una especie de mar de piedra, con un curso de agua, bastante modesto, en el medio. Es el río Tunuyán.

Cinco minutos más tarde, estamos frente a él. La superficie que lo rodea es amplia y plana, hubiera querido galopar un poco, pero los caballos tienen que pisar con cuidado, hay piedras de todos los tamaños y mejor no pensar que pasa si uno pisa en falso y se manca.

Juan, el guía indiscutido, cruza primero, ida y vuelta para medir la profundidad y fuerza del agua. Se los ve serenos a ambos, a él y a su alazán. El río no llega a medio metro. Cruzan todos, anteúltimo Leopoldo y yo tras él.

Carlos cuenta que no siempre es tan fácil la cosa, que en septiembre u octubre ese cruce es una odisea, que hay que hacerlo temprano y con sogas, y que el Tunuyán se ha llevado a más de una mula o caballo. Igual, agrega, esto es nada comparado con su infancia. Entonces había agua en serio. La zona se está desertificando.

Siento la tentación de conservar alguna piedra: las hay amarillas, grises, rosas y de otros tonos, según el mineral predominante. Desisto, mejor no cargar nada de más.

(Continuará)

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