¿Qué tienen en común la CIA, la Administración Federal de Medicamentos de Estados Unidos, Coca-Cola, Monsanto, la Organización Mundial de la Salud, las comunidades guaraníes y la religión? La respuesta es “stevia”. El motivo: la propiedad intelectual sobre un producto de uso ancestral.
Cuál es el valor del conocimiento y cómo protegerlo? ¿Por qué Paraguay perdió la oportunidad de posicionarse como líder en la producción mundial de la stevia, el endulzante natural que usan desde tiempos inmemoriales los pueblos originarios y que se impuso en la góndolas de la región hace una década? La respuestas están en “Stevia. Conocimiento, propiedad intelectual y acumulación de capital”, un libro del investigador Santiago Liaudat.
El texto no habla de las características y bondades de la planta. Tampoco sobre la alimentación saludable. Sus temas son la ciencia y la tecnología, pero también, y muy especialmente, los procesos de producción, apropiación y expropiación del conocimiento, y de cómo estos factores influyen en la generación de valor, en el desarrollo económico y en la desigualdad social. Todo esto a través de un caso particular que busca reflejar lo universal y recuperar la totalidad.
“Es un libro científico, pero eminentemente político, y esto para mí no es una dicotomía. Es una necesidad”, afirma el autor, docente e investigador de la Universidad Nacional de La Plata. La obra pone en discusión el tema de la propiedad intelectual. Un tópico que el mundo debate desde hace cinco décadas, pero que todavía “no está presente – subraya Liaudat – con la profundidad que amerita en la agenda de un país semi periférico como el nuestro, y que de manera invisible actúa como un gran determinante del subdesarrollo”.
La obra repasa elfallido intento de Paraguay por desarrollar una industria líder en la producción de la stevia. Ya en 2008 se conocía que la Administración Federal de Medicamentos y Alimentos estadounindense estaba por autorizar el consumo de la planta, hasta entonces prohibida en Europa y Estados Unidos. La autorización prometía abrir nuevos mercados para el producto. En ese momento, en Paraguay había diferentes actores sociales con intereses contrapuestos. Sin embargo, coincidían en que la stevia representaba una oportunidad de desarrollo industrial.
Sin embargo, cuando Washington aprobó el uso, un comité mixto de expertos en aditivos alimentarios de la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) desaprobó su consumo en estado natural, pero sí lo autorizó como un compuesto refinado al 95 por ciento de pureza, lo que representa el 1 por ciento de la stevia en estado natural. Una barrera tecnológica tan alta que dejó afuera del negocio a las empresas paraguayas que, aunque tenían capacidad de refinamiento local, no el necesario para alcanzar el nivel de pureza exigido.
No obstante, algunas compañías paraguayas intentaron alcanzar saltar la barrera tecnológica. Con ese objetivo hicieron inversiones muy importantes en dólares para comprar la tecnología de refinamiento en Estados Unidos y Europa. Sin embargo, no lograron llegar a la cuota y terminaron absorbidas por las multinacionales dueñas de las patentes del proceso de refinación, incluso en los casos en los que las compañías paraguayas tenían los derechos de propiedad intelectual. “Fueron absorbidas por la vorágine del capitalismo globalizado”, dice Liaudat, quien subraya la necesidad de pensar un régimen de propiedad intelectual en función del modelo de sociedad deseado.
El último reporte de Tecnología e Innovación de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo advierte cómo la desigualdad global se potenció desde la década del ‘70 en coincidencia con el fortalecimiento del sistema global de propiedad intelectual. “No digo que sea una cuestión de causa y efecto, pero la propiedad intelectual es clave para profundizar una desigualdad global que se expresa en un aumento de entre tres o cuatro veces de la brecha tecnológica entre los países ricos y pobres”, explica Liaudat. Su lectura destaca que la propiedad intelectual en combinación con otros instrumentos permite a las multinacionales controlar el primero y último eslabón de la cadena productiva. Las instancias en las que se agrega valor y que, desde ese control monopólico que tienen sobre el conocimiento, les permite subordinar al resto de la cadena productiva.
“En este caso, esas barreras no hubiera funcionado si la FAO y la OMS no hubieran operado como lo hicieron, y no es que no hubo voces discordantes. Por el contrario, el libro reconstruye paso a paso los debates y demuestra que la decisión no estuvo vinculada a criterios de salud ni a modificaciones sobre lo que se conoce sobre la planta. Tampoco hubo refutación alguna de los estudios que existen en Japón, un país en donde la stevia se consume masivamente desde hace cincuenta años”, señala Liaudat. El investigador arrima otro dato: hasta las empresas japonesas se quedaron afuera del mercado global de stevia, aunque siguen teniendo relevancia en el sudeste asiático.
Por momentos, el libro se asemeja a una novela policial y la realidad supera a la ficción. El texto se remonta a la última década del siglo diecinueve, cuando el científico anarquista Moisés Bertoni dejó su Suiza natal desencantado con la sociedad capitalista industrial y se instaló en Paraguay con la ilusión de crear una colonia igualitaria entre las comunidades originarias de la región. El texto, además, repasa las diferencias entre el estilo de trabajo de Bertoni y su colega, también suizo, el botánico Emilio Hassler. Ambos, finalmente, absorbidos por la dinámica capitalista.
Sin embargo, lo que más llamó la atención a Liaudat fueron dos hallazgos. Uno de ellos fue la biopiratería, con la participación de la CIA y las misiones religiosas de la zona como actores claves para la captura de la planta y de los conocimientos en torno a ella. El otro: la prohibición de la stevia en Estados Unidos, que refleja cómo las relaciones de poder también resultan decisivas para el desarrollo de un sector industrial, en este caso el de los edulcorantes sintéticos de la mano de Donald Rumsfeld, el jefe del Pentágono durante las invasiones a Irak y Afganistán. Rumsfeld, entonces, presidía la principal empresa productora de aspartamo, un edulcorante no calórico prohibido hasta 1981 y que descubrió en 1965 la multinacional farmacéutica Searle and Company.
“En ese momento, la stevia empezaba a ingresar al mercado estadounidense y, como era una competencia para el aspartamo, la FDA prohibió su consumo en Estados Unidos. Y así estuvo por veinte años. Aquí se da una batalla interesante con naturistas de Estados Unidos y empresarios que estaban interesados en explotar la stevia, incluida Monsanto, que terminó comprando la compañía de Rumsfeld y adueñándose de NutraSweet”, recuerda Liaudat.
A diferencia de la explotación y expropiación – que las hubo con en el caso stevia, pero que siempre corren por canales legales -, la biopiratería es un proceso ilegal. En este caso, se concretó mediante una empresa fantasma: la Amazon Natural Drugs Company. La que consiguió la primera patente de la stevia. Una pantalla. Su presidente, Joseph Caldwell Kingera, era un ex espía de la CIA con un objetivo concreto: identificar en el territorio posibles plantas y animales con fines comerciales.
“La historia de la stevia permite apreciar en forma concreta cómo operan en el territorio los misioneros evangélicos y los espías de las multinacionales, pero también los científicos estadounidenses y los militares retirados, todo eso articulado en el Amazonas para funcionar como un gran extractor de conocimiento”, advierte Liaudat. “¿A quiénes protege el régimen actual de propiedad intelectual? “En el caso de la stevia, los datos son contundentes. No protegió a los pueblos originarios, tampoco a los científicos y tecnólogos que desarrollaron conocimientos en un país periférico, y tampoco lo hizo con quienes tenían derechos de patentes y de obtentores, como las empresas paraguayas que producían stevia hasta 2008”, concluye Liaudat.
Fuente: Agencia Tecnología Sur Sur Universidad Nacional de San Martín (TSS Unsam).
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