Muy bien, camarades: retomamos la discusión acerca de los modos a menudo odiosos con que discutimos de política (y de periodismo). Tras los textos de Blaustein y Riera, le toca mover el balón a Vélez Sarsfield, es decir a Pablo Alabarces, que hoy nos comparte y casi oferta algún gen peruca. En Socompa entran muchos. ¿Continuará?

Para Eduardo Blaustein y Daniel Riera

 

La metáfora de la grieta la inventó Lanata: creo que no hace falta que lo demuestre. Lo que sí creo que es que en el lenguaje también se juegan batallas, y sobre eso hay una biblioteca entera, no sólo mi creencia. Sin ir más lejos, se está dando una hermosa batalla en torno del lenguaje mal dicho “inclusivo”, porque debiera decirse “igualitario”.Ahí se vuelve a caer en una trampa, creyendo que “inclusivo” significa democrático, cuando en realidad reproduce el esquema dominante-dominado –brevemente: “inclusivo” significa aceptar que alguien tiene derecho a incluir a otro al que se le concede, con más o menos alegría, ese acceso a algo que no le es propio. La cláusula “lenguaje inclusivo” significa, más o menos, que se “incluye” a alguien en el lenguaje masculino –y no creo que sea de eso de lo que estamos hablando. Esta afirmación vale para el lenguaje como vale para la política: no en vano, “inclusivo” se pronuncia por derecha –hace poco, escuché a la gerenta de marketing de una gaseosa afirmar que el Mundial era un hecho inclusivo. Incluir es una tontería: igualar es algo mucho más complicado, con muchas más resistencias a vencer. De esto hay muchos más ejemplos y casos, encabezados por “empoderar” y rematados por “gente”, sobre lo que bastante he dicho –no sólo yo– aquí y allá.

Entonces: nos peleamos en el lenguaje porque ahí también se juega una concepción de la sociedad, la política y la cultura. Cuando decimos “todes” afirmamos una convicción igualitaria –la misma que cuando decimos “todos y todas”. Cuando llamamos a esto “inclusivo”, caemos en la trampa conservadora. Lo mismo ocurre cuando reproducimos la metáfora de la grieta: caemos en la trampa lanatista, que propuso un mundo dual escindido entre kirchnerismo y anti-kirchnerismo cuyo polo positivo, claro, estaba paradójicamente en el anti. Una pésima, pero hábil, metáfora: porque la grieta era una estrategia política antes que una metáfora, un ejercicio de polarización que debía concluir en una alianza antikirchnerista –que Lanata y Magnetto construyeron con minucia y éxito.

Pero la grieta no existe en el mundo social, económico, político, cultural. Existen, sí, una larga lista de “cosas” –posiciones, relaciones, categorías, mecanismos– que describen una sociedad tan compleja y fracturada como la argentina –como todas. Hay lucha de clases, conflicto social, relaciones de poder, operaciones de subalternización, discriminación, racismo, propiedad de los medios de producción, patriarcado, distribución desigual de la renta, modelos de acumulación capitalista, violencia simbólica, uso ilegítimo de la violencia legítima del Estado, condiciones reales y objetivas de existencia, el deseo/fantasía/ilusión del ascenso social, representaciones autoritarias del/los otro/otros, régimen de propiedad de la tierra, experiencias variadas de la vida cotidiana (de la lucha, pero también de la opresión, y a veces del olvido de la opresión, porque no se puede vivir luchando todo el tiempo).

Todo eso existe. La grieta, no. La grieta es una falacia, es una pésima descripción que demuestra orfandad teórica e ideológica, comodidad clasificatoria, mala voluntad del pensamiento. Un esquematismo atroz, profundamente autoritario. Y fundamentalista, porque al reducir la complejidad a dos posiciones, de la que una es absolutamente buena y la otra espantosamente mala, estamos a esto de desbarrancarnos en la Yihad.

(No en vano, la prolongación de la grieta por otros medios fue otra espantosa metáfora: la de Corea del medio, propuesta por el famoso epistemólogo Luis Majul. Por eso, insisto: aceptar la metáfora es hacer lanatomajulismo. Ya no sé qué otro argumento usar para espantarles.)

El mejor recurso macrista

La grieta es incluso el recurso macrista para perpetuar su posición hegemónica: “no es que seamos buenos”, afirman, “sino que los otros eran muy malos”, rematan, en una simpática inversión del enunciado peronista. Perseverar, entonces, en la afirmación de la existencia de la grieta, aunque invirtiendo las valoraciones, es simplemente colaborar con su reproducción.

Acá es donde la ira, la comodidad clasificatoria o la pobreza teórica se vuelven cómplices paradójicos de aquello que decimos combatir.

Como muchesotres, no he sido kirchnerista, sino más bien bastante crítico del kirchnerismo, por largas series de razones y argumentos: no por capricho o despecho, e incluso contra mis propias posiciones de clase y privilegios, que el kirchnerismo acentuó y benefició. Pero no he sido, como no hemos sido, anti-kirchneristas: no luchamos contra el kirchnerismo, aunque lo criticáramos. Luchábamos, lo seguimos haciendo, a favor de una lista de medidas programáticas y convicciones democráticas. Eso nos llevó, no sólo a no ser anti-kirchneristas, sino a ser anti-anti-kirchneristas –parafraseo aquí un célebre trabajo del antropólogo norteamericano Clifford Geertz, que no creía que ciertos excesos del relativismo fueran solucionados con la negación del relativismo. En más de un debate televisivo, me ocurrió que el o la colega kirchnerista con la que compartíamos algún panel se sorprendiera porque hacíamos frente común contra conservadores o gorilas de distintas layas y pelajes. No podía haber sorpresa, salvo que se creyera en la grieta, justamente. Recuerdo en cambio a Edgardo Mocca acusando a Myriam Bregman, en 6-7-8, de haber marchado con la Rural en 2008. Algo tan falso como afirmar que Macri ganó por el voto en blanco preconizado por el FIT. (Primera y precaria moraleja: no se construye poder contra la derecha diciendo mentiras, usando mal los datos, haciendo mal las cuentas o llevando a Mocca a la tele).

En algún lugar escribí que el populismo, contra la vulgata conservadora que lo demoniza, abunda en pulsiones democráticas; el problema son los límites que le pone a esas pulsiones. No puedo ser anti-populista, entonces, aunque sí puedo seguir insistiendo en –peleándome por– los límites. No puedo ser populista –bastante lo soy, por cierto, porque mi dosaje peronista en sangre es elevado–, entonces, aunque sí puedo seguir insistiendo en sus pulsiones.

No todo es hacerles el juego, chiques

Sólo a fanátiques se les puede ocurrir que toda crítica al kirchnerismo es una alabanza al macrismo. O, para seguir con metáforas gastadas y piojosas, “hacerle el juego a la derecha”. Parece que las críticas se hacen hacia adentro, “con los compañeros” –siempre se dice en masculino–. Es un claro deslizamiento futbolístico: todo queda en el vestuario –de los machitos. En el tiempo que fui peronista, entré por izquierda, lo que significaba que queríamos y debíamos discutirlo todo: llegué al peronismo para votar Luder-Bittel, lo que permite imaginar a cualquiera nuestro profundo estado de disconformidad. Vivíamos dando y reclamando el debate; y cuando nos fuimos, cuando llegó el menemismo, lo hicimos reclamando más discusiones. Les fanátiques que hoy nos acusan de “hacerle el juego a la derecha” nos hubieran reclamado, en 1989, que criticar a Menem era hacerle el juego a Angeloz.

Segunda y también precaria moraleja: un peronismo que acuse al resto del universo de “hacerle el juego a la derecha” cuando se critican los gobiernos kirchneristas es, largamente, un lopezreguismo. Ya está, lo dije.

Grieta no, macrismo sí. Y un pálpito.

La grieta, insisto, no existe. Existe el macrismo realmente gobernante: opresivo, crecientemente autoritario, radicalizador tanto de la desigualdad como de la concentración de la riqueza, represivo, tramposo, patriarcal, ideológicamente precario pero temible (esta lista se detiene aquí sólo por economía). No hay otro lado, sino unas cuantas posiciones posibles: leo hoy que Felipe Solá se está probando un traje de candidato del “peronismo unido”, mientras Massa se prueba el del “peronismo de los gobernadores”, a.k.a. “peronismo racional”. Hay espacios socialdemócratas, aunque muy golpeados; está la izquierda clasista, con enormes tensiones en su interior; está el kirchnerismo. La historia nos ha demostrado con bastante consistencia que el peronismo ha funcionado, luego de su impacto democratizador inicial (hace 70 años), mucho más en un sentido disciplinador que emancipatorio. Que cuando se votó la primavera camporista, salió la Triple A y el lopezreguismo. Que cuando se votó en contra del conservadurismo angelocista, salió un Menem. (El kirchnerismo, gracias a la explosión del 2001, supo que debía avanzar en un nuevo consenso que por comodidad llamaremos “neoprogresista”: fue exitoso, pero no emancipatorio o consecuentemente anti-neoliberal –por las dudas, para evitar confusiones: sí, fue mejor que esto. Pero no hubo errores: faltó programa y un modelo consecuente y radicalmente democrático. Volviendo a los argumentos iniciales: fue inclusivo, no fue igualitario). Bien: creo que del peronismo actual es más probable que salga un Urtubey que una nueva Cristina. No cuenten conmigo para eso.

Y sin embargo, creo que podemos confiar en que la experiencia del ciclo cristinista –haber visto en acción la concentración de odio y resistencia motorizada por la derecha– va a inclinar al kirchnerismo hacia posiciones más radicalmente democráticas. Pero esto sí es creencia, pálpito, deseo o confianza en las buenas cabezas y mejores corazones de tantes amigues kirchneristas que tengo.Si el pálpito se confirmara, luego queda la engorrosa discusión de un programa, superar simultáneamente anti-peronismos y macartismos y absolutismos y bergoglismos, no lo olvidemos. El ejemplo más acabado de aquello que sueño y pretendo es la lucha de las compañeras, desde el #Niunamenos hasta el aborto; un programa claro y unidad en la lucha.

Mientras tanto, si realmente queremos construir algo mejor que lo pasado y que lo presente, debiéramos comenzar por rechazar las malas metáforas creadas por los dominantes. Los dominados y las dominadas debemos construir nuestro propio lenguaje, mientras construimos nuestro propio lugar. Lo de la grieta no es nuestro lenguaje, ni puede serlo, ni debe serlo. Somos más inteligentes que eso.

Los otros textos de la polémica

Nota de Eduardo Blaustein

Nota de Daniel Riera