No alcanza con los palos y con los gases. Hay en marcha todo un aparato jurídico y mediático en el que se unen la estigmatización y la amenaza.

En su versión onlineClarín tituló la represión en la planta de Pepsico en Vicente López con una palabra “ocupantes” y la foto de un trabajador arrojando una lata a la policía. Horas más tarde usa las comillas para enmarcar la palabra solidaridad y describir así la actitud  de los gremios que apoyan a los reprimidos por la policía y los gendarmes. Hace rato que el gobierno busca ampararse en el derecho a la propiedad (de inmuebles, fábricas y también de la calle) para defender su vocación por el uso de balas de goma y camiones hidrantes. Ya Macri había descripto la ocupación de la redacción de Tiempo Argentino como una “usurpación” y uno de sus funcionarios describió los palazos de Martínez Rojas a periodistas como “un conflicto entre privados”.

Ya el propio presidente había vetado la decisión parlamentaria que validaba la cooperativa que armaron los trabajadores del Bauen para salvar su fuente de trabajo.

El fiscal de Vicente López, Gastón Larramendi, aseguró a la prensa  que están “probados los delitos de usurpación, daños y amenazas”, pero que todavía no hay imputados. La tarea no ha sido del todo cumplida. Pero seguramente el fiscal no se quedará de brazos cruzados si de lo que se trata es de defender ese derecho inalienable, la propiedad, el dios sin ateos en la religión macrista.

Una fe que convoca a los feligreses de siempre –los grandes diarios al lado del púlpito- pero cuyo dogma hoy se defiende con mayor fervor. El gran numen de esta defensa es la jerga jurídica que, en ciertas bocas y en ciertas redacciones,  se convierte en una  instancia inapelable. Palabras como usurpación y daños, que ya habían sido usadas para mandar a Milagro Sala a la cárcel, zanjan toda discusión. Además de ciega, la ley es sorda a razones que no definen los códigos. Como las que explicarían que una multinacional como Pepsico –cuyas ganancias en la Argentina superan en promedio a las de la región- cierre toda una planta y que nadie se ocupa de informar. O el impacto que causa el despido en 600 trabajadores que de pronto se quedan sin empleo en un contexto en el que conseguir otro resulta casi imposible.

Claro que cuando alguien se queda sin laburo o cuando la guita no alcanza, la propiedad es un derecho lejano y se vive como un robo, tal como decía el bueno de Proudhon. Una especie de contumacia de la necesidad a la que se trata de persuadir de dos maneras: una con la descalificación, como cuando se habla de la mafia de los juicios laborales o se cotiza en jardines de infantes el costo de una huelga. La otra es la represión: cuando se trata de empleados estatales, la patronal descuenta de oficio los días de paro –como bien saben los docentes. O directamente se recurre a los palazos y a las violencias. Allí la política se viste de uniforme.

El reprimido aparece como culpable, de allí que la protesta es convertida en ocupación ilegal, también se lo muestra como violento. Se sobreabundan las imágenes de  palos y caras tapadas. O en el caso de Pepsico, se repiten las fotos de manifestantes arrojándoles cosas a la policía. El desempleado es convertido en enemigo por un régimen que le niega la posibilidad de trabajar, que lo expulsa de su lugar y de su oficio y que, de paso, lo reprime y lo estigmatiza. En los incidentes de 9 de Julio se podía aludir a los “violentos de siempre”. En Pepsico se trata de laburantes que tienen más razones para ocupar la planta que los dueños para cerrarla. Por eso, además de gases, escudos y balazos, había que poner en marcha una máquina retórica, la que abra la puerta del miedo. Se puede ir en cana si uno es un usurpador. Hay represión como paso previo a la amenaza. Te pegan y te expulsan del mundo de los trabajadores y de los hombres y mujeres libres.

Hay que reconocerles al macrismo y a los medios que lo acompañan que no les tiembla el pulso cuando de posesiones propias y de despojos ajenos se trata.