Se ha vuelto cotidiano que la policía desaloje a gente que vende por la calle o a músicos que tocan a la gorra. Ahora se vuelve un escándalo que se omita el corpiño del uniforme escolar. Detrás de eso está la idea del poder de que la ciudadanía no es para todos, y menos para los que no pagan impuestos.

Una piba es sancionada en un colegio por ir a clases sin corpiño, un músico callejero es llevado en cana por tocar en la calle, se echa de sus puestos a vendedores ambulantes, una noticia repetida que no parece interesar a los medios y que circula casi exclusivamente por las redes sociales. Podrían sumarse más y más ejemplos de una forma de represión en la que la política está ausente, al menos como discurso o como motivación directa. El blanco no es una manifestación o algún grupo que esté protestando por algo o exigiendo por algún derecho. No, se reprime a individuos aislados, de manera discrecional, porque infringen alguna ordenanza municipal o un reglamento interno, en todo caso trasgresiones muy menores ante los cuales se hacía hasta algún tiempo la vista gorda. Por aquello que había que dejar vivir, sobre todo a aquellos que no tienen la vida fácil.

Hoy aparecen varios factores como telón de fondo de ese cambio. Por de pronto, el gobierno recurre permanentemente a un discurso legalista cuya bestia negra es la informalidad, en principio aquella informalidad que se vincula con lo económico pero que es la que se elige para marcar ciudadanía. Para ser reconocido socialmente hay que pagar impuestos, que se presenta como la única llave que abre la puerta del  mundo formal, serio, legal. Ganancias, monotributo, bienes personales son las contraseñas que nos definen como ciudadanos. El trabajo informal carece de contraseñas. Es eso oscuro que debe ser separado hasta de la misma oscuridad en la que se dice que transcurre. Aunque sea trabajo –y bastante pesado- andar vendiendo todo el día baratijas en la calle, preparar sándwiches y ponerse en un lugar a ver si alguien compra, ensayar y ensayar para tocar en una esquina o en el subte. A esa gente que sale todos los días a ganarse el mango de manera informal se le ofrece –por decirlo de alguna manera- salir de la informalidad vía impedirles que trabajen, no insertándola en el mundo formal. Se los trata como a perdedores, aunque sea tan discutible que lo sean. Pero en el mundo CEO, un despedido, alguien que perdió su fuente de trabajo, quien no tiene otra opción que rebuscárselas como pueda es un loser. De lo que se trata es de someter a los perdedores a las reglas que establece la dura lex.  Ese es el mundo al que aspiran los integrantes y adherentes de Cambiemos, donde la marca de la pertenencia al universo de lo formal defina quién está adentro y quién afuera. Perseguir vendedores ambulantes o músicos callejeros es una tarea de redistribución de ciudadanía. El macrismo y sus escribas que fungen de periodistas hablan cada vez más seguido y más enfáticamente de “batalla cultural” y de “cambio de mentalidad”, estos son los latiguillos que adornan el furibundo realineamiento con el gobierno de La Nación, que se viene acentuando desde el anuncio del tarifazo y las reacciones en contrario que ha estado desatando. Hay que aprender que en definitiva son los ricos los que saben cómo se debe vivir. Una extraña inversión: la tradición de la clase media fue pensar al revés, los que de veras viven como se debe son los pobres. Hay muchas películas –varias de Niní Marshall- donde un rico desorientado descubre el verdadero sentido de la vida cuando sale de su zona de confort.

Este gobierno, pese a su impronta cool, se mueve cómodamente en el discurso de batalla, incluso muchas veces lo extiende más allá de las fronteras, como el caso de Bullrich hablando del narcoestado holandés. Hay una sola manera de combatir el narcotráfico en la óptica de la ministra, la decidida por el gobierno, por eso se descalifica. Como en este caso hay una reina argenta de por medio, tiene que salir a pedir disculpas. Pero es una formalidad.

Patricia B. comparte con el gobierno la idea de que su manera de actuar, en cualquier caso, es la única correcta, justa y posible. Y que la lógica de su lado de la batalla cultural es irrefutable. Para eso sostienen estar pegaditos del lado de la ley. Los funcionarios que tienen dinero en el exterior o que integran directorios de empresas off shore se escudan en que no es ilegal hacerlo. Cuando eliminó las retenciones, Macri le dijo a los del campo que ahora que había ley, había que pagar los impuestos. La ley empezó el 10 de diciembre de 2015.

La ley es el respeto a lo formal, que se convierte en un valor.  Por eso la ley no tiene que ver con la justicia (que en cierto sentido es una entelequia) sino con el orden y lo reglamentario, lo concreto. En el caso de la chica que fue al colegio sin corpiño lo que se infringió fue un acuerdo, supuestamente consensuado, que rige cómo debe ser la vestimenta de los alumnos. Al margen, hay que estarse fijando en quién va a clases con o sin corpiño. Pero el orden es obsesivo, el razonamiento es que –como pudo leerse en los comentarios de los lectores de Clarín a la noticia- en el detalle está el comienzo del desastre. No llevar corpiño es el paso previo a presentarse en el aula sin bombacha, lo que a su vez es la antesala de que todo el mundo se ponga en bolas mientras le explican el teorema de Pitágoras. La formalidad no se negocia porque cualquier desvío lleva a un descarrilamiento de consecuencias impredecibles. Por eso, si alguien vende medias en la calle sin pagar impuestos, o sea fuera de la ley, puede abrir paso a un efecto contagio, donde todos dejen de tributar. Y eso no está nada bien, como suele ser el latiguillo retórico del presidente.

Un músico callejero que no paga derechos a SADAIC por las canciones que interpreta también sienta un mal precedente. ¿Y si Valeria Lynch decidiera hacer lo mismo? Si ese muchacho que toca la guitarra en el subte no paga derechos de autor, ¿ella sí debe poner plata para seguir cantando? ¿Qué queda de la igualdad ante la ley?

Esta idea de igualdad es una abstracción, pero que tiene la ventaja de permitir intervenir sobre realidades concretas. Por otro lado, es del tipo de abstracciones que no admite discusiones. ¿Acaso no corresponde que todos seamos iguales ante la ley? El problema es de qué ley se está hablando. El inconveniente es que la única ley que parece estar en juego, es la ley penal, el sistema de castigos (incluso tributarios y reglamentarios). Esta ley permite intervenir en la vida de las personas, regularlas, elegir a quién castigar y a quién no. De vez en cuando baja, con toda su abstracción (los ideales funcionan mejor cuando son abstractos, el nacionalismo, el fanatismo religioso) y hace que el poder, como idea y como realidad, se haga presente en lo cotidiano, en lo no mediático.

Hay otras leyes que esta legalidad de lo formal a ultranza ignora, entre otras cosas por ser abstractas, que son las leyes que en el mundo real operan sobre la vida cotidiana, la supervivencia, las pequeñas libertades, cierta propiedad natural que todos tenemos sobre el espacio público. Habría que revisar aquello de que mi derecho termina donde empieza el derecho de los demás. Tal vez esos derechos se intersecten, entren en conflicto, colaboren entre sí, se complementen. Pero esa relación no está sujeta a ningún orden previo, es informal. Como los vendedores ambulantes y las adolescentes que un día se cansaron de usar corpiño para ir a clase.