Una mirada abarcadora y sensible sobre lo que nos ocurre en la era Coronavius. Algo raro y positivo: se puede vivir con mucho menos de lo que la sociedad nos ha acostumbrado. Se es feliz o no más o menos igual. Pero más padecen los vulnerables, los que tienen razones para temer la muerte propia o de un ser querido, aquellos que ven perder seguridad, sosiego y trabajo. (Ilustración de portada: Martín Kovensky).
No estamos en el mismo barco. La tormenta para todos es la misma, pero algunos la atravesamos en avión, otros en tren, o en cruceros, barcos o balsas. Y algunos se mueren en la travesía…
Yo por ahora floto. Los primeros días era una sensación extraña. La de una impotencia sin culpa. Nada estaba en mis manos. “Quédate en casa”. Sin obligaciones. Tenía permiso para no hacer nada. A lo sumo cocinar, alguna cuestión de limpieza. Leía, escuchaba música, veía algunas películas, programas de TV. La única exigencia: contestar llamadas mails, whatsapps.
La dimensión del tiempo adquirió una connotación extraña: el día pasaba… Me sentía más contemplativa. La muerte que aparecía como números se fue deslizando lentamente a pensamientos. Por ahora no le temo más que antes.
Las segundas semanas seguía flotando pero ahora era como estar viajando en avión y que hubiera turbulencias. Con cada una de ellas pensaba que tendría que resolver esto o aquello, cuentas que pagar, hacer algo más productivo, cursos on line, gimnasia… El vuelo seguía apaciblemente su curso y yo a merced de que otro lleve el control, sin poder salir pero con la idea de que llegaría a destino.
Ahora que la cuarentena se prolonga me empiezo a cuestionar cuál y cuándo será el destino. Y el ¿“después qué”? Empiezo a tomar más noción de mi entorno: de los que están solos, de los que no tienen vivienda, de los que se quedan sin trabajo, de los que pasan hambre. No porque antes no lo pensara, si no porque es como que me despertara y desde la butaca viera a los que están a mi alrededor, lo que hacen, de qué hablan. Hay más llamados a la azafata. ¿Bajará este avión?… Las alarmas se encienden. Ansiedad.
Mis deseos, que habían tomado una dimensión menos material, como no “tener” que consumir, que habían adquirido una connotación más intimista, más filosófica, empiezan a golpear, pero más ligados a la necesidad: ¿podré tener un ingreso como para afrontar mis gastos? ¿Podré comprarme algún libro? ¿Viajar?”.
Esta fue, más o menos, una conversación que tuve con una paciente, que -con variantes- se fue repitiendo en varias oportunidades estos días y que también me identifica. Llamativamente, y no tanto porque también lo compartí con colegas (y Freud dice algo al respecto), los pacientes más graves, en general, no se descompensaron en estos primeros momentos. La muerte, el fin del mundo, el temor a una catástrofe, el miedo a dañar, el encierro, se trasladan al mundo externo. Lo real desplazó al delirio, las fantasías terroríficas, a algunas ideas obsesivas o las fobias.
Los más afectados, en mi experiencia, son hasta ahora los que temen perder sus trabajos o ya los perdieron, los que no pueden arreglarse solos y no tienen a quien recurrir, algunos adultos mayores jubilados cuya vida transcurría más en el café o la calle y que en el encierro no encuentran una actividad. Muchos no manejan la tecnología o carecen de los instrumentos como para acceder a ella.
Con relación a los terapeutas, algunos ya venían implementando la atención digital. Para muchos es una novedad que comparten con sus pacientes y requiere de un tiempo de adaptación. Es interesante la elección en las preferencias del medio a utilizar y las diferencias entre mirarse virtualmente o solo escucharse.
Vivir con menos, vivir en incertidumbre
Hay pacientes en quienes prevalecen o se exacerban sus propios problemas, algunos ligados a enfermedades físicas, otros a tragedias familiares y en otros se sostiene o se complejiza el malestar de la vida cotidiana.
Si hay algo positivo es la comprobación de que se puede vivir con mucho menos de lo que la sociedad nos ha acostumbrado a creer y que se es feliz o no igual. Para muchos la pandemia es un tema que es relatado como una noticia periodística más y que por negación, disociación u otros mecanismos defensivos no los atraviesa, generándoles desbordes de angustia. En otros se convierte en la temática central, y al irse prolongando la cuarentena, el miedo se va instalando frente a la posibilidad de la propia muerte, el pánico a morir solos en un hospital y el temor a la enfermedad y muerte de familiares.
También los trabajadores de la salud navegamos a través de diferentes medios y no es lo mismo lo que podemos registrar desde nuestros consultorios privados en los barrios de mayor poder económico que en los más vulnerables, ni lo que observamos en CABA o en otros lugares de nuestro país. Ni lo que atraviesan nuestros colegas que trabajan en las instituciones hospitalarias, ni los que debieron dejar de trabajar por la cuarentena sin poder continuar con su tarea, con los pacientes perdiendo sus tratamientos.
Un tema particular del quehacer sanitario es la implementación de las recetas psiquiátricas para que puedan llegar a los pacientes que no pueden prescindir de la medicación, ya que las dificultades no solo son por los cambios en las resoluciones ministeriales sino por los obstáculos de las obras sociales, prepagos y farmacias.
Se podrán hacer muchas conjeturas acerca de cómo se desarrollarán en el futuro las modalidades de atención y cuánto de lo tecnológico llegó para quedarse. La impresión, por ahora, es que los pacientes, si bien están inmersos en lo que el Coronavirus y la cuarentena depararán, no lo vivencian desligados de sus fantasías, deseos, ni de su propia historia. Tampoco los trabajadores de la salud estamos alejados de nuestra experiencia asistencial, ni tecnológica, ni de nuestra historia personal ni ideológica, que nos atraviesa también como ciudadanos. Si bien la pandemia nos sacude, habrá que ver cuánto de la condición humana se modificará.
Alicia Pahn es psiquiatra y psicoanalista.
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