La violencia actual de las fuerzas de seguridad evoca otra violencia represiva que causó mucho daño en nuestro país y lo sigue causando.
Con el fin de robarle la bicicleta en la que circulaba cuando volvía a su casa, el economista Daniel Marx, ex director del Banco Central, recibió una puñalada en el hígado por lo cual debió ser internado e intervenido quirúrgicamente. El hecho en cuestión ocurrió en Figueroa Alcorta y Pampa a la altura de la planta potabilizadora de agua, en el barrio porteño de Palermo. El episodio nos mueve al análisis de la violencia en la medida que al sucederle a una persona pública adquiere una visibilidad que no tienen los cientos de episodios similares que están sucediendo en la ciudad de Buenos Aires y en otros lugares del conurbano.
Por supuesto que los episodios de violencia no quedan acotados al robo de bicicletas; lo vemos a diario en los medios de comunicación y lo vivimos en la trágica convivencia diaria: la violencia de género, las entraderas a los hogares; las salideras de los cajeros automáticos y bancos; los ataques y golpizas que sufren médicos y enfermeros, en los hospitales públicos; el odio que existe entre los hinchas de los equipos del fútbol, odio que se ha trasladado a las diferentes facciones que existen dentro del mismo club; las conmovedoras estadísticas sobre accidentes de tránsito que ahora muestran a conductores que atropellan y matan peatones, ciclistas y motociclistas abandonándolos a su suerte en las calles o rutas; el vandalismo que destruye y desactiva gran parte de lo realizado en las ciudades mediante costosas intervenciones en parques, calles, transporte público y plazas.
Existe otro modo de violencia: la represión que surge del Estado para sofocar la violencia que se ha desperdigado por toda ciudadanía, la ilusión de que esto se resuelve con 13.000 policías en la calle, o con las FF.AA. ocupándose de la seguridad interior.
Existe una concepción ingenua del tiempo y de la historia que es la ciencia que se ocupa de los acontecimientos que van desperdigándose en el eje cronológico del pasado, el presente y el futuro. Ciertos episodios históricos que han resultado traumáticos para la sociedad se diluyen en el olvido. Pero la violencia actual de las fuerzas de seguridad evoca otra violencia represiva que causó mucho daño en nuestro país y lo sigue causando. De allí que no sea nada extraño escuchar a un taximetrero sostener que es cierto que con la represión los militares fueron un poco salvajes; pero, era una guerra y si la perdíamos venía el comunismo.
¿Hubo una guerra en la Argentina? En 1975 la presidente de la Nación Isabel Martinez firma un decreto que encargaba a las Fuerzas Armadas (FF.AA.) la aniquilación de las organizaciones subversivas, las principales: Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo. ¿Por qué los militares consideran que libraron una guerra? ¿La Doctrina de Seguridad Nacional importada desde EE.UU. y el Plan Cóndor los habrá hecho suponer que realmente las organizaciones de izquierda podían tomar un territorio, plantar una bandera y proclamarse como una nación independiente?
Claro, los militares tenían el antecedente de la revolución cubana: El 1° de enero de 1959 un grupo de guerrilleros se unió con la intención de tomar el poder, implantar un régimen socialista y hacer de Cuba una nación donde todos pudieran vivir dignamente, sin ser explotados. De esta forma la isla del Caribe quedó vinculada política y económicamente con la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
La cuestión es que para llevar a cabo sus propósitos de aniquilar la guerrilla los militares combaten tanto a los militantes como a los afiliados y adherentes a los partidos de izquierda; tanto a los ideólogos como a los guerrilleros; tanto a hombres como a mujeres y niños; tanto a cómplices como a parientes y amigos; tanto a culpables como inocentes. La indiferencia entre combatientes y no-combatientes termina vulnerando la confianza que los ciudadanos tienen en el sistema (institucional, jurídico, social).
La angustia por la subsistencia crea una adaptación al último recurso del sujeto: la identificación con el agresor. La identificación con el agresor –hoy también se la nomina como síndrome de Estocolmo– es la aceptación de ese Otro que así como castiga, alimenta, así como tortura puede otorgar el don de la libertad. La víctima se halla completamente en manos de ese Otro, de allí que lo acepte sin posibilidad de ofrecer defensa alguna, lo cual implica no sólo la sumisión; sino, inclusive, su abolición como persona.
Con estos métodos se desarrollaron en nuestro continente formas de adiestramiento, de domesticación, destinados a llevar a las personas a un automatismo de comportamiento similar en lo funcional a las regulaciones instintivas de los animales. Recordemos –en este punto- los experimentos científicos de Iván Pavlov y en el terreno de la ficción novelas como 1984 de George Orwell y La naranja mecánica de Anthony Burgess. De esa forma se supuso que se podrían resolver de forma general todos los conflictos sociales, lo disfuncional tenía que desaparecer.
Resulta verdaderamente paradójico que aquellos que intervenían el Estado aduciendo que el orden, la seguridad, la tranquilidad y la prosperidad del sistema estaban en peligro propusieran e implementaran el terror como estrategia para enfrentar la subversión, ya que el terror instituye una teoría y una práctica terrorista y por eso se habla de terrorismo de Estado.
Ya Pilar Calveiro nos advertía vanamente en Poder y desaparición haciendo un juego de palabras que es una ilusión que la sociedad suponga que el poder desaparecedor haya desaparecido. Por otra parte, María Seoane y Vicente Muleiro en el prólogo de El dictador sostenían: “la memoria donde aún sangra”, una sugestiva metáfora que se refiere a una herida que no cicatriza.
La violencia generadora de inseguridad no procede de afuera, no es un virus importado; se trata de un proceso endógeno. Observamos que la violencia se ha desligado totalmente de las justificaciones ideológicas y políticas: el ladrón roba disfrazado de policía, el policía roba sin necesidad de disfrazarse, el político miente y el hombre contagia a su amante con el sida. Lo que sorprende es la incapacidad para distinguir entre destruir al otro y/o destruirse.
Las víctimas del terrorismo de Estado no han sido sólo aquellos detenidos-desaparecidos, los asesinados, sus familiares y allegados y los que debieron exilarse; sino, también una gran parte de la ciudadanía que fue alcanzada por el fenomenal aparato represivo del Estado. El terror indiferente al paso del tiempo hizo metástasis en todo el cuerpo social. Por eso hoy la violencia ya no se ejerce contra los zurdos, basta con que alguien prefiera otro club de fútbol, que vista un pañuelo verde, cualquier diferencia se convierte en un riesgo mortal que justifique todo ese odio y violencia que explota en cualquier momento.
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