El corrimiento de la frontera agropecuaria hacia el norte del país viola los derechos de las comunidades indígenas sobre sus tierras ancestrales y cambia radicalmente sus medios de vida. La reglamentación provincial de la Ley de Bosques no sólo favorece a las empresas sino que provoca un desastre ambiental cuyas consecuencias son difíciles de mensurar.

Cae la tarde sobre la Comunidad wichí de Tres Pozos, a unos tres kilómetros de la Ruta 81, en el centro semiárido de la Provincia de Formosa, y Francisco López se mira las manos. Son unas manos arrugadas y callosas que evidencian una fuerza que contradice la suma de 85 años que lleva la vida de López. Es un hombre macizo, con el cuerpo moldeado por los oficios de hachero y carpintero, que todavía ejerce cuando no cumple sus funciones de pastor evangelista de la comunidad.

Francisco López con Socompa.

Francisco López nació en Los Esteros, a orillas del río Bermejo, y allí pasó buena parte de su vida hasta que lo corrieron los alambrados. “Me estoy acordando para decirle a usted que nosotros no podíamos seguir con nuestra cultura en nuestra tierra, para cazar para melear, porque nosotros quedamos en cerco con los alambrados. Todo cerrado. Y eso es lo que yo no entiendo. Con razón el gobierno primero dando pedacitos de tierra chiquitos a nosotros, para después trayendo todos los empresarios a nuestras tierras. Entonces nosotros no podíamos pescar más, no podíamos cazar más, porque toda la vuelta alrededor de nosotros estaba alambrado”, dice.

Recuerda que eso ocurrió poco después del regreso de la democracia y que al principio, cuando el gobierno provincial ofreció darles títulos sobre parte de sus tierras ancestrales, creyeron que les estaba reconociendo un derecho, pero que después llegaron las empresas y descubrieron la verdad. “Y así llegando el año 1983, que ya tiempos de democracia, entonces el gobierno está empezando a cuidar la gente, pensamos. Entonces empezando a hacer lugar a la gente. Pero a cada comunidad le da pocas, poquitas hectáreas. Entonces primero nosotros dijimos al gobierno que ha entregado tierras que no es suficiente, que no corresponde con la ley nacional, que tiene que entregar totalmente el territorio. Pero no nos dieron más. Entonces después que la gente tiene esa propiedad chiquita que dio, entonces el gobierno vendió nuestro territorio a los empresarios, para ganadería, agricultura, y entonces por eso nuestro territorio tienen totalmente las empresas que han alambrado nuestra tierra”, cuenta.

Desde hace menos de cinco años, luego de gestiones y luchas, los wichí que están en Tres Pozos lograron que el gobierno provincial les devolviera una estrecha franja de sus tierras ancestrales cerca de Los Esteros, en un paraje conocido como Pajarito, donde pudieron abrir una picada que les permitiera acceder nuevamente a la ribera del Bermejo. Son tierras que los jóvenes de la Comunidad nunca habían conocido. “Ese lugar, Pajarito, este gobierno ha escuchado poco a nosotros si queremos recuperar la tierra, entonces la gente que vivía en Los Esteros tiempo pasado, los hijos los nietos están ahora en Tres Pozos. Entonces ellos pensaban que mejor tienen que recuperar de Los Esteros. Entonces les dio, pero ellos no vuelven a Los Esteros, a los lugares antiguos, que son un poco retirados, cuatro kilómetros por ahí. Entonces como son nuevos, eligiendo esa partecita, Pajarito”, dice López.

Cuatro canchas de fútbol por día

La historia de la pérdida de las tierras ancestrales que relata López no es única, sino que se repite casi calcada en decenas de comunidades indígenas de Formosa y se ha agravado en los últimos años, con los desmontes provocados por la expansión brutal de la frontera agropecuaria hacia el norte del país. Para dar una idea de la progresión de los desmontes en la Provincia de Formosa a diez años de la sanción de la Ley Nacional de Bosques y en los cinco de vigencia que lleva la Ley provincial de Ordenamiento Territorial, la organización no gubernamental Asociación para la Promoción de la Cultura y el Desarrollo (APCD) encontró una imagen que no permite equívocos: en Formosa se está desmontando la superficie de cuatro estadios de fútbol por día.

Alambrados, un paisaje que crece.

Las cifras también son elocuentes: entre 2010 y 2015 desaparecieron 188.668 hectáreas de bosques en la Región Centro-Oeste de la provincia, una cantidad que supera las 186.698 hectáreas desmontadas durante los 23 años anteriores, entre 1986 y 2009. “Es un fenómeno que parece imparable y que afecta tanto al ecosistema como a la vida de las comunidades indígenas de todo el Chaco Argentino Paraguayo, ya que han perdido casi totalmente la posibilidad de cazar, melear (recoger miel) y pescar que han sido sus formas de subsistencia durante siglos. Y eso, finalmente, atenta contra los elementos y valores sobre los cuales se sustenta el ser indígena”, explica el veterinario Pablo Chianetta, integrante de APCD y de la Red Agroforestal Chaco Argentina (REDAF).

Las razones del fenómeno no son difíciles de desentrañar. El avance de la frontera agropecuaria, a caballo de los altos precios de la soja en los últimos años, se debe a la utilización cada vez más amplia e intensiva para ese cultivo de los campos de la Pampa Húmeda y de algunas de las provincias del centro del país, lo que produjo la migración de la ganadería hacia las tierras más baratas y menos productivas del norte. “El precio de la soja en el mercado internacional corrió a las vacas y fue repercutiendo en los campos de acá. El Programa Estratégico Alimentario Argentino lanzado hace unos años habla de 50 millones más de granos, de productos agrícolas que tienen que ser extraídos de alguna zona, no solamente mediante del mejoramiento del paquete tecnológico que permite mejores rindes sino con la expansión de la superficie de cultivo. Entonces se intenta reproducir en otros territorios el paisaje llano, horizontal de la Pampa Húmeda para dedicarlo a la ganadería que ha sido corrida y eso implica quitar los bosques, los montes para crear esa condiciones”, dice Chianetta. Y agrega: “Ese proceso no  contempla na das de lo que le es excéntrico, y mucho menos aún los pueblos indígenas que defienden sus derechos territoriales diciendo: ‘somos mariscadores o recolectores’. Eso bien gracias, palo y a la bolsa, porque para la visión expansiva de la frontera agropecuaria la tierra es un bien productivo, no la contempla como un bien social”.

Abriendo la picada.

El desmonte no sólo afecta la vida cotidiana de las comunidades indígenas y criollas en su propio territorio sino que también produce migraciones hacia los centros urbanos. Imposibilitados de ejercer sus medios tradicionales de vida como cazadores recolectores, en el caso de los indígenas, o de pequeños productores, en el caso de los criollos, se ven obligados a trasladarse hacia las ciudades, donde las fuentes de trabajo son escasas y muy mal pagas, más aún para personas que carecen de una mínima capacitación. A todo esto se suman efectos sobre el clima y el suelo. “La falta de monte agudiza fenómenos climáticos que antes eran amortiguados por la vegetación. Imaginemos Santiago del Estero, imaginemos Chaco, que todavía tienen superficies más amplias y en más volumen que en Formosa. Al desaparecer los bosques, cuando cae el agua impacta fuertemente sobre la tierra, porque no hay un dosel de hojas, una frondosidad de árboles que la amortigua. El agua de lluvia cae con fuerza y gira buscando las pendientes, con lo cual se generan, aguas abajo, territorios inundables y posibilidades de erosión en los campos. De esa manera estamos rifando, vendiendo, regalando y tirando todo lo que sería la materia orgánica de la superficie de los suelos, la parte más rica. Sabiendo que los suelos que tienen bosque tienen poco grosor de su materia orgánica, que por algo el bosque los está cubriendo de alguna manera en su proceso histórico de formación de suelo. Y cuando no lo tenemos, eso se va rápidamente”, explica Chianetta.

Las vueltas de la ley

A fines de 2007, luego de un largo y trabajoso debate en las dos Cámaras del Congreso Nacional, se aprobó la Ley 26.331, de Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosque Nativos, destinada a reglamentar de manera racional el proceso anárquico de desmontes que venían sufriendo diversas zonas del país. Su objetivo era asignar recursos para enriquecer, restaurar y conservar las especies de árboles nativos de cierto grado de madurez; además de promover su aprovechamiento y manejo sostenible, teniendo en cuenta su aporte ambiental a la sociedad. La ley disponía que cada provincia realizara, en un período de tiempo determinado, su Ordenamiento Territorial de Bosque Nativo (OTBN), una suerte de inventario de lo que todavía se mantenía como bosque nativo, y el grado de vulnerabilidad que presentaban las distintas regiones que mantenían bosque nativo.

Las provincias debían realizar una zonificación que definiría las áreas boscosas a considerar como de alto, mediano o bajo valor de conservación. En el trascurso de este proceso, que según la  ley debía ser participativo y tener especial consideración por las áreas boscosas ubicadas en territorios de uso tradicional de comunidades indígenas y campesinas, la norma decretaba la suspensión de la emisión de permisos de desmonte por un año. Cumplido ese lapso, aquellas jurisdicciones que no hubieran realizado el ordenamiento territorial no podrían autorizar desmontes ni aprovechamientos productivos en zonas boscosas.

Cada provincia tenía que dividir en básicamente tres colores sus áreas boscosas, unas coloradas, cuando eran zonas intangibles, donde no había ninguna posibilidad de hacer ninguna práctica productiva; zonas amarillas, de mediana conservación, donde había muy pocas prácticas que se podían hacer; y las zonas verdes, de baja conservación, que podían habilitarse como zonas productivas. Si bien la ley era clara en cuanto a los pasos y criterios de aplicación de los OTBN, los procesos de implementación en las provincias se basaron en antecedentes muy dispares entre sí.

Descanso en El Pajarito.

De acuerdo con un informe elaborado por la REDAF, que aún no ha tomado estado público, en el momento de la zonificación de los territorios donde se encuentran bosques nativos, de acuerdo a los distintos grados de conservación y de los diferentes usos que cada zona o territorio puede soportar sin degradarse, Formosa elaboró un mapa forestal basándose en los estudios de clima, hidrología, geomorfología y aptitud de suelos. “Pero – señala el informe – el máximo órgano de decisión sobre políticas medioambientales, el COFEMA, dejó constancia en una resolución sobre cómo distintas áreas boscosas de Formosa y otras provincias no fueron incluidas en los OTBN, y así pasaron a estar invisibilizadas y sin ningún tipo de legislación que las proteja”.

Otro aspecto que, según la REDAF, quedó sin contemplar, fue el del derecho a los “usos tradicionales” de los territorios que tienen distintas comunidades indígenas y campesinas de la provincia. De acuerdo con el organismo, esos usos son producto de una histórica mirada comunitaria sobre los recursos o bienes, donde no prima la “lógica de propiedad de la tierra” sino la de propiedad comunitaria, y donde se dan ‘circuitos de uso’ para la recolección de frutos del monte o acceso libre a los ríos, que en algunos casos pueden incluir sectores registrados como propiedad privada. El informe señala que el ordenamiento formoseño va a contramano de estos derechos, ya que “concibe sólo el derecho al uso de la tierra para las comunidades cuyas tierras estén registradas en las oficinas de Catastro provincial, y define un perfil de uso de las mismas desde la práctica agropecuaria (silvopastoril, pastoril o agrícola). De esta manera, no se considera de la misma manera las ‘aspiraciones’ que tienen los distintos grupos sociales que habitan el suelo formoseño sobre ‘el territorio’ y sobre los ‘recursos naturales’, contrariando  leyes nacionales y convenios internacionales”.

Formosa fue la provincia del norte argentino que más zonas verdes habilitó en su territorio, pero también dejó libres unas no contempladas “zonas blancas”, o sin bosques, que quedaron fuera de cualquier reglamentación. Una investigación realizada por APCD y REDAF dejó en claro la trampa: en los cinco años que van desde la implementación de la ley provincial que categorizó las zonas, de las 188.688 hectáreas desmontadas en la región Centro-Oeste, 65.730 estaban en las zonas denominadas “blancas’”, donde según el relevamiento gubernamental no había ningún tipo de bosques.  “Es decir que – concluye la investigación – del total de desmontes realizados entre 2010 y 2015, el 38 por ciento se dio en áreas que la provincia no había categorizado como zonas de bosques en el Ordenamiento Territorial de Bosque Nativo (OTBN) presentado a las autoridades nacionales”.

Islas de monte en medio de un desierto

Si se sobrevolara el territorio formoseño el paisaje se podría describir como una enorme extensión de campos desmontados, de tierras rojizas, limitados por alambrados, entre los que subsisten, aquí y allá unas islas verdosas de bosques. En algunas de esas islas todavía tratan de sobrevivir según sus costumbres ancestrales, diversas comunidades indígenas de las etnias wichí, qom, pilagá y nivaclé. De acuerdo con su cultura de cazadores y recolectores, durante siglos estas comunidades vivieron desplazándose por sus territorios ancestrales, según el ritmo que imponían las estaciones del año y la existencia de alimentos. Durante el verano, en las épocas de crecidas de los ríos se alejaban de sus márgenes  y se asentaban en territorios interiores, mientras que en tiempos de bajantes, en los inviernos,  se acercaban de nuevo cerca de las aguas para subsistir fundamentalmente de la pesca.

Meleando en El Pajarito.

Hoy, la proliferación de alambrados y los desmontes los confinan en pequeños territorios donde la caza se agota rápidamente y los recursos de la naturaleza – casi saqueados por necesidad – se vuelven cada vez más escasos. También, los campos cercados les impiden un fácil acceso a los ríos, para llegar a cuyas orillas muchas veces deben recorrer kilómetros esquivando las nuevas propiedades privadas implantadas en sus tierras ancestrales.

El informe de REDAF describe el fenómeno: “(Así, los territorios ancestrales) se van transformando en fragmentos dispersos y discontinuos: cementerios por un lado, viviendas por otro;  islas de monte por un lado, zonas rurales por otro. Esto genera una imposibilidad real de ‘defenderlos, abriendo las posibilidades de que se arrase con las continuidades histórico-culturales  (cementerios arados, ampliaciones rurales sobre las que avanzan las empresas agropecuarias, sitios espirituales que quedan sepultados en obras de infraestructura, ´por citar algunos casos). La limitación de los territorios ancestrales para las comunidades indígenas no es solamente la limitación de acceso a determinados lugares históricos sino también la imposibilidad de realizar actividades y trasmisión de aprendizajes en determinados lugares. O sea, por un lado la pérdida de dominio, por otro la dificultad de acceso y por otro la discontinuidad de los proceso de aprendizaje del territorio; esto significa una discontinuidad en la trasmisión cultural que atenta contra la propia etnicidad”, concluye.