El encierro preventivo se ha convertido en una inmejorable oportunidad para reflexionar qué queda de vida cuando dejamos de crecer.

Dónde vamos o qué queda de nosotros cuando se nos acaba la vida? No pocos creerán que no hay nada después de morir. Que no hay ni dónde ni qué, que sólo hay un cuándo: la hora del juicio final. Otros creerán que seguimos viajando en una búsqueda de virtud espiritual que nos empuja a reencarnaciones constantes. Habrá quienes supongan que seguimos viviendo en el recuerdo de aquellos que nos conocieron y que esa es la explicación más adecuada para esta (¿la?) realidad que nos toca vivir ahora. También habrá voces que citen la transmigración de las almas y, entonces, creerán que el alma viaja más allá del cuerpo-mente cartesiano, pero asumirán que no necesariamente anda reencarnando guiada por un esquema de pesares kármicos. No faltarán los desalmados que crean que los cuerpos son sólo, y cada vez más, meras psiquis deshabitadas. Y estarán también los y las que se dispongan a abastecerse de cada una de esas posiciones según convenga. Y esa no es una inflexión moral, una trampa o una comodidad. Mucho menos es oportunismo o falta de convicciones. En asuntos filosóficos de semejante espesor como la muerte o la existencia del alma conviene no dar nunca por zanjadas las discusiones.

Esas disquisiciones bien se pueden salpimentar con el factor tiempo. El paso del tiempo que, dice el saber popular, es inexorable. ¿Envejecer es vivir lo que queda después de haber crecido o es morir lentamente? Por la simpleza con que se sintetiza la segunda opción es fácil concluir que envejecer es antes morir que vivir. Morir transcurriendo. Las finanzas y la estadística política coinciden en que el estancamiento de una situación es un perjuicio. En esos términos, mantenerse vivo es más nocivo que ir muriendo cada día un poco. Hoy estoy más muerto que ayer y menos muerto que mañana. Y llegará un día, señoras y señores, niños y niñas, ¡que estaré completamente muerto! Por eso de aquí en adelante este es un texto zombi  y merece ser leído como tal: lleno de clichés de la narrativa taquillera.

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Estar muerto fue una de las formas habituales que eligió Carlos Salas para envejecer y que nos hereda, quizá sin saberlo, como un aparente saber filosófico, que, de ser cierto, muy probablemente deje sin trabajo a muchos sofistas y sin audiencia a la serie catalana Merlí. Su juventud en la fábrica de Córdoba y la militancia precipitada -en tiempos donde hacer política no era otra cosa que organizarse con otros tras una estrategia de gobierno- hicieron de Carlos un hombre ambivalente, por momentos amable y por ratos hostil. Sus años de vida más intensos se fueron rápido: apenas dejó de crecer, como todos, empezó a estar todos los días un poco más muerto, en una época en la que se moría (¿se vivía?) con mayor convicción. Avanzó pasos agigantados hacia su muerte cuando la policía lo correteaba, cuando se tuvo que ir del país porque lo tenían fichado y cuando uno de los grandes amores de su vida partió al exilio a una Europa que para él era imposible de alcanzar.

Carlos se muere un poco cada vez que se acuerda cuando rechazó cruzar el Atlántico en un barco: le propusieron viajar trabajando en las tareas más deplorables de la embarcación, sin pagar una moneda. Con una pulsión de muerte envidiable, él te mira, frunce el entrecejo, levanta la quijada hacia el cielo y reconoce que no se animó a cruzar el charco. “Me cagué, nos cagamos”, porque Pedro, uno de sus amigos entrañables, también murió muchísimo ese día al declinar la oferta para esa aventura de ultramar.

Juntos también murieron un montón la vez que del lado pinochetista del calvario, tras la cordillera, los carabineros se ensañaron doblemente con ellos: por argentinos y por zurdos -Carlos en particular, para colmo, tenía pelo largo y barba-. Para su suerte, vinieron días mejores cuando recayeron en el Perú. Carlos todavía guarda una copia impresa de la versión de Bodas de sangre de García Lorca que interpretaba un colectivo teatral con el que “chambearon”. Haciendo gala de su pasado en el sector de electricidad industrial de la fábrica, el de pelo largo y barba se hizo cargo de la iluminación de la obra durante aquella gira.

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-Nos casemos de una vez. O ¿qué? ¿no te querés casar conmigo?

-Ayyyy, pipi, ia estamos casados hace aaaaños -arrastrando el habla con su tonada del litoral profundo.

-No señora, yo no estoy casado -contrasta con su propio cántico cordobés y busca, socarrón, complicidad en el auditorio. Algunos consienten con sonrisas.

-Basta ia, pipi -se para a poner la pava.

-Sabés qué lindo -eleva la voz-, hacer una fiesta con todos nuestros amigos, la familia, la gente que nos quiere. Como el cumpleaños de Cacho, una fiesta linda para nosotros y para los demás. ¡Imagiátela a tu vieja! -exclama apuntándole con los dos brazos. Ella está de espaldas, preparando el mate y algo para comer. – La viejita es divina, una señora del campo, ¡tiene 89 años, loco!

-¿89 años? Faaaaa, longeva la sangre de Marilí -comenta un tercero.

-Y tuvo 16 hijos, 8 mujeres y 8 varones.

-¿Quéééé? No tuvieron ESI en la isla eh -acota una cuarta.

Marilí vuelve con la bandeja y se gana el silencio repartiendo argollas crocantes con anís y azúcar impalpable. Toma asiento, prepara el primer mate y habla mientras hace círculos con la bombilla.

-A mi vieja io le ví parir a sus últimos hijos.

-La viejita se preparaba varios días antes, inclinaba la cama..-Marilí lo interrumpe subiendo la voz:

-Pucha, Carlos, dejame contar a mí. El papá de mis hermanos era pescador y a veces pasaba varios días sin venir a la isla. Eia se preparaba, ia sabía cuándo iba a parir. Comía livianito, ordenaba las cosas, tenía todo a mano, y en algún momento me liamaba para que le ayude después de que sacaba la criatura.

-Marilí es la hija mayor de esa señora -se ufana entre risas el cordobés como si fuera un logro suyo.

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“Me duele el codo de la pierna”, grita la hija y el padre la levanta, le refriega la rodilla y por primera vez cree entender perfectamente la gramática generativa transformacional de Chomsky. Aun entendiendo eso, para ese padre y para cualquiera, la muerte es difícil de enunciar. Por eso, tal vez, dicen que perder los padres es quedarse huérfano pero que la muerte de un hijo “no tiene nombre”. Carlos y Marilí nunca corrieron ese riesgo porque no tienen hijos, pero, igualmente, evitan invocar la finitud. Aunque la muerte sea tanto un misterio como una certeza -no sabemos qué hay después aunque sabemos que todos somos mortales-, es inenarrable, difícil de transformarla en palabras. La muerte nos silencia, más todavía a los que no acabamos de morir cuando alguien cercano muere completamente. Y acalla todo a su alrededor, como cuando en un funeral no se sabe qué decirle a la parentela del difunto y hasta el “pésame” asoma sólo regañadientes. En tiempos de pandemia la muerte tampoco se cuenta, sólo se contabiliza.

Si envejecer es morir lentamente, ¿se deja de vivir cuando se acaba de crecer? No es posible. ¿Las jornadas de la vida adulta entonces se equilibran con dosis de vida y dosis de muerte? Los que profesan un optimismo sordo hasta de las críticas más misericordiosas aseveran que estar vivo prolonga la vida. La energía vital se manifiesta, por ejemplo, en un enraizante: cuando la planta ya está seca y a punto de desvanecerse por completo, bastan unas pocas gotas para que reverdezca y para que hasta crezca con un impulso inusitado para su especie y para su propia historia singular como planta. La energía vital también se hizo ostensible en el milagro de Lázaro o en las personas que le ganan a enfermedades terminales como el cáncer. Esos héroes de la vida son financistas exitosos de sus muertes.

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Ceba mates que de tan lavados tienen poco sabor a yerba. Marilí Meabrio habla lo justo y parece que jamás pierde los estribos. Vive su muerte lenta con una calma asombrosa, sin paranoias ni altibajos emocionales ostensibles. Igualmente, nunca pasa desapercibida.

Cuando entra en confianza, Marili conversa más suelta y arrastra algunas palabras. Pese a que es bilingüe, nunca mezcla el guaraní con el castellano. Tiene tantos hermanos y nacieron en un lugar tan remoto que algún antropólogo con resaca podría confundir su familia con una etnia. Con una madre pisando los noventa años, Marilí transita sus siete decenios con una jovialidad que mucho treintañero envidiaría. Tiene aires brujeriles, bien entendidos, porque transmite más con lo que emana que con lo que dice o hace. Aunque, hay que admitirlo, también es muy elocuente con sus acciones. Obsequia, invita, convida. El mismo antropólogo trasnochado diría que sostiene en contextos “urbanos” viejos rituales de solidaridad comunitaria con su entorno próximo, propios de los contextos “rurales”. Es una vecina conocida por todos en el barrio: desde el carnicero hasta la señora de los bollos, pasando por el pollero y la gente del mini súper. Es que, además, es una excelente caza-ofertas.

De cabellera hirsuta, la testa de Marilí resalta como si se tratase de una vegetación exótica traída de la tierra colorada misionera. Sus ondulaciones se extravían entre las frondosas plantas que tiene en su patio, en el frente de su casa y en cuanto cantero pudo improvisar a sus alrededores. Su semblante tiene siempre estampada una sonrisa y a veces experimenta un sutil temblequeo en las manos, de dedos largos y piel ajada. Llegó a Salta hace más de 30 años, después de haber sostenido una relación epistolar con un electricista cordobés de pelo largo y barba, radicado en el norte después de su desexilio.

Él recuerda con orgullo -mientras ella asiente sonriendo- que, a los pocos días de llegar al norte, Marilí encaró una huelga de hambre y pegó un sapucai imborrable para la docencia salteña que por aquellos días, como tantas otras veces antes y después, luchaba por mejoras en sus condiciones laborales. También él cuenta, cada vez que encuentra ocasión, cuando después de vivir juntos en Salta viajaron a sus lugares de origen por primera vez. Al iniciar ese relato a ella se la nota henchida y entusiasta. Carlos relata que al llegar a la isla correntina la viejita los hizo dormir en su cama para que pasaran las noches juntos. En cambio, al arribar a Córdoba capital y al imperio de las “buenas costumbres”, su mamá los separó aunque sabía que desde hacía mucho tiempo dormían en los mismos aposentos.

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Las tensiones entre vida y muerte, entre melancolía y alegría, entre nostalgia y proyección, entre respirar y oxidar atraviesan, como tantas otras cosas, los misterios del discurrir. Las formas de vida-muerte contemporáneas se perfeccionaron para volvernos eficientes. Y como prometimos un texto con clichés en honor a su cualidad zombi, vamos a definirnos como “homo eficientes”. Lograron que tengamos remordimiento de darles demasiado lugar a esas reflexiones, y a la reflexión en general. Las lógicas de socialización de la sociedad en pantallas catalogan como “demasiado existencialistas” esos detenimientos y los jefes consideran ociosos y poco proactivos a quienes insisten en este tipo de cuestiones. Tal vez por eso la cuarentena para atenuar los efectos de la pandemia del nuevo coronavirus nos tomó por asalto, primero que nada, en las subjetividades. Quizá por esa razón no quedarse en casa cuando el presidente decretó el Aislamiento, Social, Preventivo y Obligatorio fue visto al principio como un ataque al otro.

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Carlos barre la vereda y no hace rodeos para transparentar las emociones: “Marilí está mal, loco, está preocupada por su vieja”. Aunque ella tiene domesticada su emocionalidad de tal forma que la calma parece gobernar cualesquiera otras sensaciones o sentimientos, Carlos muestra que ella también experimenta cuestiones de suma profundidad. Tiene aflicción. La muerte de su madre, la muerte completa, la desahucia. No es que la expectativa de vida sobre la viejita pueda ir mucho más allá, es que este año no pudo verla y, justo este 2020, después de muchísimo tiempo, iban a juntarse todos los hermanos en noviembre para festejar su cumpleaños 90.

Varios días después, Marilí repasa la vereda con la escoba, sin barbijo ni cuidados excesivos, y confiesa a regañadientes que pasó algunos días preocupada por su vieja. Se muestra con la calma de siempre y sonríe al comentar que está tranquila porque ya pudo hablar por teléfono con su mamá y que ésta le dijo lo que suele decir desde hace tantos años que uno podría decir que lo repite desde siempre: “Estoy bien, mija. Ya hablo juerte, como mucho y duermo bien”. Marilí sonríe. Aparece Carlos y ella se va adentro de la casa. Él cuenta que igualmente están preocupados porque no saben si volverán a verla y porque, peor todavía, no saben si la viejita podrá ver por última vez a todos sus hijos juntos.

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