Mientras los medios masivos de comunicación baten el parche de las “usurpaciones” de tierras con los casos de Guernica o de la familia Etchevehere, en Formosa el proceso de desmonte irracional de los bosques nativos y la consecuente expulsión de las comunidades originarias que los habitan no tiene quien lo cuente.
Cuando se habla de “usurpación” de tierras, la cobertura mediática enfoca con un solo ojo, el derecho, y apunta a la indignación y el escándalo. Escándalo es la ocupación de tierras fiscales en Guernica y también cualquier intento de recuperación de territorios ancestrales por parte del pueblo mapuche o cualquier otra comunidad indígena. Escándalo es que Dolores Etchevehere – “traicionando” a su clase social y a su familia patriarcal – decida que unas tierras en disputa con sus hermanos se transformen en un proyecto inclusivo.
En todos estos casos los ocupantes se transforman en “delincuentes” y se justifica hasta sus muertes, como en los casos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel.
En cambio, el ojo izquierdo de los medios de comunicación hegemónicos está ciego para ver y mostrar la usurpación silenciosa de que desde hace décadas se viene dando en el norte argentino debido a la expansión exponencial de la frontera agropecuaria. Y esa ceguera incluye sus consecuencias económicas, sociales, demográficas ecológicas y culturales que tienen como principales víctimas a las comunidades indígenas y a los pequeños productores.
En una reciente publicada en Socompa (Así matan a los bosques nativos), se informaba con cifras precisas sobre el proceso de deforestación de los bosques nativos en la Región del Chaco Seco, en el Norte Argentino: 60.118,67 kilómetros cuadrados entre 1996 y 2019, es decir, una superficie equivalente a casi tres veces la provincia de Tucumán.
De todas las provincias comprometidas, Formosa hace punta en el desastre: entre 2010 y 2015 desaparecieron 188.668 hectáreas de bosques en la Región Centro-Oeste de la provincia, una cantidad que supera las 186.698 hectáreas desmontadas durante los 23 años anteriores, entre 1986 y 2009, según consigna un informe de la Asociación para la Cultura y el Desarrollo (APCD). Para 2016, el ritmo de desmonte era equivalente el de cuatro canchas de fútbol por día, un avance sobre los bosques nativos que continuó acelerándose hasta hoy.
Islas verdes cada vez más pequeñas
El feroz avance de la frontera agropecuaria en Formosa no sólo se mide en hectáreas sino también en vidas. “Es un fenómeno que parece imparable y que afecta tanto al ecosistema como a la vida de las comunidades indígenas de todo el Chaco Argentino Paraguayo, ya que han perdido casi totalmente la posibilidad de cazar, melear (recoger miel) y pescar que han sido sus formas de subsistencia durante siglos. Y eso, finalmente, atenta contra los elementos y valores sobre los cuales se sustenta el ser indígena”, explica Pablo Chianetta, integrante de APCD.
Si se sobrevolara el territorio formoseño el paisaje se podría describir como una enorme extensión de campos desmontados, de tierras rojizas, limitados por alambrados, entre los que subsisten, aquí y allá unas islas verdosas de bosques.
En algunas de esas islas todavía tratan de sobrevivir según sus costumbres ancestrales, diversas comunidades indígenas de las etnias wichí, qom, pilagá y nivaclé. De acuerdo con su cultura de cazadores y recolectores, durante siglos estas comunidades vivieron desplazándose por sus territorios ancestrales, según el ritmo que imponían las estaciones del año y la existencia de alimentos. Durante el verano, en las épocas de crecidas de los ríos se alejaban de sus márgenes y se asentaban en territorios interiores, mientras que en tiempos de bajantes, en los inviernos, se acercaban de nuevo cerca de las aguas para subsistir fundamentalmente de la pesca.
Hecha le ley, hecha la trampa
A fines de 2007 se aprobó la Ley 26.331, de Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosque Nativos, destinada a reglamentar de manera racional el proceso anárquico de desmontes que venían sufriendo diversas zonas del país. Su objetivo era asignar recursos para enriquecer, restaurar y conservar las especies de árboles nativos de cierto grado de madurez; además de promover su aprovechamiento y manejo sostenible, teniendo en cuenta su aporte ambiental a la sociedad.
Las provincias debían realizar una zonificación que definiría las áreas boscosas a considerar como de alto, mediano o bajo valor de conservación. En el trascurso de este proceso, que según la ley debía ser participativo y tener especial consideración por las áreas boscosas ubicadas en territorios de uso tradicional de comunidades indígenas y campesinas, la norma decretaba la suspensión de la emisión de permisos de desmonte por un año. Cumplido ese lapso, aquellas jurisdicciones que no hubieran realizado el ordenamiento territorial no podrían autorizar desmontes ni aprovechamientos productivos en zonas boscosas.
Cada provincia tenía que dividir en básicamente tres colores sus áreas boscosas, unas coloradas, cuando eran zonas intangibles, donde no había ninguna posibilidad de hacer ninguna práctica productiva; zonas amarillas, de mediana conservación, donde había muy pocas prácticas que se podían hacer; y las zonas verdes, de baja conservación, que podían habilitarse como zonas productivas. Si bien la ley era clara en cuanto a los pasos y criterios de aplicación de los OTBN, los procesos de implementación en las provincias se basaron en antecedentes muy dispares entre sí.
Formosa fue la provincia del norte argentino que más zonas verdes habilitó en su territorio, pero también dejó libres unas no contempladas “zonas blancas”, o sin bosques, que quedaron fuera de cualquier reglamentación.
Una investigación realizada por APCD dejó en claro la trampa: en los primeros cinco años qdesde la implementación de la ley provincial que categorizó las zonas, de las 188.688 hectáreas desmontadas en la región Centro-Oeste, 65.730 estaban en las zonas denominadas “blancas’”, donde según el relevamiento gubernamental no había ningún tipo de bosques.
Hecha le ley, hecha la trampa.
Acorralados por los alambrados
Hoy, la proliferación de alambrados y los desmontes confinan a las comunidades indígenas en pequeños territorios donde la caza se agota rápidamente y los recursos de la naturaleza – casi saqueados por necesidad – se vuelven cada vez más escasos. También, los campos cercados les impiden un fácil acceso a los ríos, para llegar a cuyas orillas muchas veces deben recorrer kilómetros esquivando las nuevas propiedades privadas implantadas en sus tierras ancestrales.
“Los pueblos indígenas desarrollan una relación particular con su entorno de residencia, en especial con los bosques nativos. Esta concepción del hábitat supone que el bosque no es solamente un espacio donde extraer recursos, sino también un ámbito de transmisión comunitaria, de enseñanza y de aprendizaje, de curación y de sanación, y de prácticas espirituales y culturales que permiten la transmisión intergeneracional de los saberes de la comunidad, lo que permite su subsistencia en el tiempo y el mantenimiento de la diversidad cultural de la región y del país en su conjunto”, señala un reciente informe de APCD.
El avasallamiento de las tradiciones, los lugares sagrados, y la cultura ancestral es brutal. “Un ejemplo paradigmático de esta situación es el de la localidad de Laguna Yema, en el centro-oeste de Formosa. En este caso, la municipalidad local intervino sobre cementerios de la comunidad wichí de la localidad con el fin de instalar un área de chacra para la siembra de zapallo y sandía, sin tener en cuenta el valor que estos terrenos representaban para la comunidad afectada”, detalla el informe.
Expulsados y marginados
El desmonte no sólo afecta la vida cotidiana de las comunidades indígenas y criollas en su propio territorio sino que también produce migraciones forzadas hacia los centros urbanos. Imposibilitados de ejercer sus medios tradicionales de vida como cazadores recolectores, en el caso de los indígenas; o de pequeños productores, en el caso de los criollos, que se ven obligados a trasladarse hacia las ciudades, donde las fuentes de trabajo son escasas y muy mal pagas, más aún para personas que carecen de una mínima capacitación.
Allí son víctimas de la desocupación, la superexplotación en changas casi no renumeradas, del hambre y sus consecuencias: alcoholismo, drogadependencia y prostitución, que afectan fundamentalmente a los más jóvenes.
Así, los pueblos indígenas del Norte Argentino, y especialmente las de Formosa, viven día tras día más acorraladas y marginadas por esa usurpación silenciosa, de la que muy pocos hablan, pero que tiene una magnitud infinitamente mayor que esas otras “usurpaciones” mostradas tendenciosamente y hasta el cansancio por los medios masivos de comunicación.
La expansión irracional de la frontera agropecuaria, con la consecuente destrucción de los bosques nativos no sólo usurpa territorios a las comunidades que los habitaban desde hace siglos sino que también mata, a la tierra y a la gente.
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