La libre autodeterminación del género es un derecho humano fundamental. En Argentina está garantizado legalmente desde el año 2012, cuando se sancionó la Ley de Identidad de Género. Pese a esto, el debe social y la ausencia de políticas de Estado que incluyan a este colectivo, continúa inclinando la balanza a favor de la desigualdad, la discriminación y la transfobia.
Varón-Mujer. Celeste-Rosa. Pelota-Muñeca. Pene-Vulva. Bionomios estandarizantes y normalizadores. Castigadores con quienes no se identifican con ese patrón. Así funciona nuestra sociedad con sus estereotipos de género, o encajás en uno o encajás en otro. ¿Qué lo define? Simple, tus genitales.
Si nacés con vulva sos nena, si nacés con pene sos nene y a partir de allí un montón de significados sociales comienzan a cobrar vida sobre cómo hay que ser, pensar, sentir y vivir. Incluso, aparecen mucho antes del nacimiento. Pero, ¿qué pasa cuando el género impuesto socialmente no es acorde con la identidad de la persona? ¿Es posible correr la mirada biologicista que hay sobre los cuerpos?
Las identidades trans tensionan el modelo binario hombre/mujer que históricamente ha construido la sociedad como natural e incuestionable. Su aparición en escena en las últimas décadas –no es que antes no existieran, sino que estaban totalmente invisibilizadas- objeta que las personas sean definidas a través de su corporalidad, más específicamente a través de sus genitales.
De esta manera, la posibilidad de habilitar la diversidad de los cuerpos se pone sobre la mesa, donde el género nada tiene que ver con el sexo y todo tiene que ver con la construcción sociocultural de la identidad.
Allanando el camino: la historia de Lulú
“Soy una nena y me llamo Luana”. Lulú tenía poco más de cuatro años y todavía no llegaba al metro de altura cuando se plantó frente a su mamá Gabriela para transmitirle lo que sentía: el nombre Manuel, que habían elegido sus padres, no la representaba, como así tampoco la identidad masculina que por su genitalidad le habían asignado arbitrariamente.
“Yo tenía desesperación, porque no sabía qué hacer con lo que tenía. No tenía información, no tenía a donde recurrir. Uno de mis varones no tenía paz, no estaba feliz”, cuenta Gabriela Mansilla, mamá de Lulú, en el documental “Yo nena, yo princesa”, cortometraje que relata en primera persona la experiencia de madre e hija para lograr que Lulú sea reconocida como una niña trans.
Desde los inicios Lulú se había manifestado como nena y cuando pudo decir sus primeras palabras no dudó en contar lo que sentía: “Yo nena, yo princesa”. Lulú tenía dieciocho meses cuando expresó que no se identificaba con la identidad que le habían asignado. A partir de allí, juntas, tuvieron que afrontar un largo camino lleno de intolerancia, desinformación y desprecio, para que Lulú finalmente pueda obtener su DNI y ser quien realmente era.
Lulú, quien nació junto a su mellizo en 2007, se convirtió en la primera niña trans del mundo en lograr su documentación sin tener que atravesar un proceso judicial. Pero esto no fue sencillo, “(…) las cosas que tuve que escuchar: ¿por qué no te vas a una provincia a vivir? Vendé todo y andate (…)”, cuenta Gabriela, al hacer referencia a lo que muchas personas le decían a raíz de que ella decidió escuchar y acompañar el cambio de su hija, quien desde muy chica se escondía a jugar con sus vestidos y lloraba a mares si se los sacaban.
La angustia y la desorientación se apoderaron por momentos de Gabriela. No había muchas referencias sobre casos similares, a excepción de una niña de seis años en Colorado, Estados Unidos, llamada Coy Mathis a quien en junio de 2013 el Estado le reconoció el derecho de usar el baño para niñas en su colegio, algo que desde la misma institución le prohibían. El Estado justificó su decisión argumentando que prohibir a la niña usar los baños “crea un entorno hostil tanto objetiva como subjetivamente, así como intimidatorio y ofensivo”. Era una de las primeras pulseadas que los niños y niñas trans, junto con sus familias, ganaban contra los prejuicios y la transfobia.
Gabriela decidió escuchar a su hija y, contra todos los pronósticos, encarnó una incansable lucha para que reconozcan y respeten la identidad de Luana, y para que esta no sea entendida como una anomalía. No fueron pocos los médicos, psicólogos y psiquiatras por los que pasó la pequeña que hablaban constantemente de la importancia de “reforzar su masculinidad”, impidiéndole tener su identidad tal cual como ella misma la percibía.
Identidad y orientación: separando los tantos
La identidad de género es muy comúnmente confundida con la orientación sexual, pero estos son conceptos totalmente diferentes: “La identidad de género es lo que eres y la orientación sexual es con quién quieres tener una relación sexual”, argumenta la doctora Joanna Olson, profesora de Pediatría clínica en la Universidad del Sur de California, quien trabaja con niños y niñas transgénero.
Básicamente, un/a niño/a es transexual cuando el sexo biológico, que está definido por sus genitales, no corresponde con la conciencia (autopercepción) que tiene de sí mismo respecto a su identidad sexual.
A lo largo de la historia, la estigmatización y la patologización han sido el principal enemigo de las personas trans. Incluso, hasta este año, el manual de enfermedades de la Organización Mundial de la Salud (OMS) clasificaba a la transexualidad como una patología, confundiendo los cuerpos no normativos (situados fuera del binomio hombre/mujer) con identidades y cuerpos enfermos.
Será recién en 2018 cuando la transexualidad abandone el capítulo de “trastornos de la personalidad y el comportamiento” para incorporarse al de “condiciones relativas a la salud sexual”. Hasta aquí parece un avance, el problema surge al conocer que denominarán a la transexualidad como “incongruencia de género”. Esto ha sido duramente criticado por los colectivos trans, ya que lo consideran patologizante, porque sigue condenando y estigmatizando todas las formas de diversidad que cuestiona el modelo binario hombre/mujer.
“Todo lo que sea de varón o de mujer es cultural” argumenta la mamá de Lulú y agrega: “Las personas tenemos cuerpos, hay que deconstruir esa idea de lo que es varón y lo que es ser mujer, de lo que está impuesto para las personas con vulva y con pene. No nacemos varones o mujeres, nacemos con vulva o con pene y después construimos esa identidad”.
La transrevolución: conquistando derechos
“Me llamo Gloria, tengo 32 años, me dedico a la informática y soy una mujer transexual. Me di cuenta de ello a los tres años y no lo dije hasta los 24”, cuenta Gloria Rodríguez en el documental de la TV española “Sexo sentido”, donde se visibiliza la historia de niños y niñas trans.
En Argentina la experiencia de Lulú fue la primera y sentó un precedente, fue la que abrió las puertas para que muchos niños y niñas, de la mano de sus familias, puedan expresar su voluntad de cambiar de género. Así fue como Facha, un nene de 10 años fanático de Carlitos Tevez y Los Simpsons, se convirtió en octubre de 2014, en el segundo niño argentino en lograr su identidad como el mismo la percibía.
“La cigüeña se equivocó, soy un nene”, le había dicho “Facha” a su mamá Bárbara una vez que volvieron de unas vacaciones. A partir de ese momento, él había puesto en palabras lo que venía queriendo decir desde hacía mucho: que no se sentía cómodo identificándose como una niña, ni vistiéndose como tal, ni jugando con muñecas, sino que él quería ser reconocido socialmente como se percibía así mismo: un niño.
Contra todos los pronósticos de quienes argumentan que un/a niño/a no está en condiciones de tomar tales decisiones, Gabriela Mansilla afirma que la infancia es el momento idóneo para que un/a niño/a defina su identidad: “Un niño y una niña manifiestan su identidad a la misma edad que cualquier niño/a trans, porque la identidad de género todos la manifestamos entre los dos y los cuatro años. Lo que la gente no entiende es que esto no es una elección, no es una orientación sexual. Esta el prejuicio de que esto se elige y ese es el gran error. Esta identidad se construye, se siente”.
Negar la identidad de alguien es lisa y llanamente discriminación y vulneración de derechos por imposición de género, pero el adulcentrismo característico de nuestra sociedad nos ha hecho creer que somos los mayores quienes tenemos que decidir por los/as niños y niñas, olvidándonos que son sujetos plenos de derecho con capacidad de decidir sobre su propia identidad.
Numerosos son los tratamientos que se han implementado por quienes consideran a la transexualidad como una enfermedad, los que solo contribuyen a dañar la autoestima del niño/a. Como explican desde la Asociación Mundial de Profesionales de la Salud Transgénero: “Los tratamientos que buscan cambiar la identidad y la expresión de género de una persona para ser congruente con el sexo con el que nacieron, se han intentado en el pasado sin éxito, particularmente a largo plazo”. Y sentencian que “este tratamiento no se considera ético”.
El problema no es el cuerpo, sino la mirada
Según datos del Registro Nacional de las Personas, entre 2012 y 2016, se tramitaron unas 5.500 rectificaciones registrales de sexo, lo que incluye el cambio de nombre de pila y la imagen en el Documento Nacional de Identidad. A partir de la sanción de la Ley de Identidad de Género, estas personas lograron tener un documento que por fin comprobaba legalmente la identidad de la que se habían apropiado hace años.
La norma que lleva por número 26.743, sancionada en mayo de 2012, estableció el derecho al reconocimiento de la identidad autopercibida, el respeto de la identidad de género, la rectificación registral y posibilitó el cambio del Documento Nacional de Identidad en virtud de la identidad autopercibida.
Esta ley define a la identidad de género como la “vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente”. De esta forma, lo novedoso de la legislación argentina es que acepta al género como un registro social y no biológico, separándolo de la genitalidad.
La ley cuenta con un apartado para los menores de 18 años, donde establece que “la solicitud del trámite deberá ser efectuada a través de sus representantes legales y con expresa conformidad del menor”, y añade que en “ningún caso será requisito acreditar intervención quirúrgica por reasignación genital total o parcial, ni acreditar terapias hormonales u otro tratamiento psicológico o médico”.
Básicamente, esta ley rompe con el par binario hombre-mujer y reconoce nuevas formas de subjetivación e identificación, desarticulando los paradigmas hegemónicos sobre lo que implica ser hombre y ser mujer. Aunque, todavía hoy, hay una gran distancia entre lo que constituye el relato jurídico y la cotidianeidad, porque la batalla política, social y cultural por los derechos de las personas trans en lo que respecta a salud, educación y trabajo sigue pendiente.
“Después de cinco años y medio de sancionada la Ley de Identidad de Género, con artículos específicos que legislan sobre la minoridad, nos damos cuenta que con las leyes no alcanza, porque no están garantizas las condiciones para el pleno desarrollo de los derechos de los de niños y niñas trans”, explica Valeria Paván, psicóloga y coordinadora del Área de Salud y del Programa Integral para Identidades Trans de la Comunidad Homosexual Argentina (CHA).
Las instituciones sociales operan como termómetro de la afirmación de la psicóloga Paván, quien acompañó a Gabriela y a Lulú en este camino, ya que hasta el momento no hay una estrategia verdaderamente inclusiva para los niños y niñas trans. “Seguimos dependiendo de la buena voluntad de los profesionales, tanto el área educativa como en el área de salud”, argumenta Paván.
De hecho, según estudios de la Asociación Travestis, Transexuales, Transgénero de Argentina (ATTA), en nuestro país el promedio de vida de las personas trans es de entre 35 y 40 años, mientras que la esperanza de vida supera los 71 años para los hombres y los 79 para las mujeres. Las cuentas son sencillas, una persona trans vive casi 35 años menos que el resto de la población. Este número no ha variado desde que se realizó el primer estudio en el año 2003.
El sida, los homicidios transfóbicos, los abusos por parte de la policía, la mala o nula atención en hospitales y centros de salud, la carencia de oportunidades laborales, el mal uso de silicona industrial, el contexto de pobreza y de violencia social, son las principales causas de muerte de las personas trans. De hecho, quienes logran pasar la barrera de los 40 años llegan con gravísimos problemas de salud, sin experiencia laboral y sin estudios.
A Gabriela esto le preocupa y mucho: “Si no hacemos algo, los niños y niñas trans van a estar dentro del promedio de vida de los 35 años. La ley no alcanza, la ley no ha concientizado a la sociedad, la sociedad no ha cambiado su manera de pensar”.
Batallar, informar, educar y hacer de las infancias trans una lucha colectiva es lo que pide Gabriela. “Por más que Luana tenga un DNI la gente todavía sigue diciendo que tiene cuerpo de varón, que como tiene pene va a tener voz de hombre, cuerpo de hombre, barba de hombre y la verdad que no es así”, concluye.
La preocupación de Gabriela deja muy claro que separar la identidad de género de la corporalidad es una batalla que, aunque ha sido saldada en el texto jurídico, en el mundo real hace agua por todos lados. Parece imposible pensar la posibilidad de niños con vulva y niñas con pene, como si estos habitaran un cuerpo equivocado.
Pero el cuerpo equivocado no existe; el único equivocado es el discurso social que solo acepta como válido el modelo binario niño/niña – hombre/mujer y se resiste a entender y aceptar que hay muchas maneras de estar en el mundo, las que poco tienen que ver con el cuerpo.