David Garland es un experto internacional en criminología y control social. En esta entrevista habla de los riesgos de militarizar, de la hostilidad que generan políticas como las de Trump (o Macri). Sus reflexiones son más que útiles para pensarlas en Argentina.

El problema del narcotráfico penetró en el discurso político de diferentes gobiernos de América sin distinguir latitudes. En casi todos los casos se utilizó para justificar el incremento de políticas de seguridad más punitivas y de tolerancia cero. Su expresión más extrema: la intervención de las fuerzas militares en asuntos de seguridad interior.

David Garland nació en Escocia, allí donde enfocó su carrera académica en estudios socio-legales. Hoy, este profesor de la Universidad de Nueva York y de la Universidad de Edimburgo es uno de los más importantes expertos en criminología y control social.

A pocos días de que el presidente Mauricio Macri firmara el decreto 638/18 de reforma de las Fuerzas Armadas, Garland visitó Buenos Aires invitado por la Universidad del Litoral, para dar una serie de conferencias y presentar su libro Castigar y asistir. Una historia de las estrategias penales y sociales (Siglo XXI). En ese marco, dialogamos con Garland, quien está convencido de que a un punitivismo creciente solo le caben mayores niveles de violencia.

-¿Cuál es su opinión sobre la intervención de las Fuerzas Armadas en asuntos de seguridad interior?

-Las fuerzas armadas son constitucionalmente inadecuadas para ejercer el trabajo de vigilancia interna y aplicación de la ley. Están entrenadas y equipadas para enfrentar y combatir situaciones conflictivas con fuerzas enemigas. Cuentan con una estructura de mando que valora la autoridad y la obediencia, dentro de la cual no entran el acuerdo o la rendición democrática de cuentas. Por el contrario, la policía nacional debe ganar el consentimiento de la población a la cual vigila. La mejor policía debe ser sensible a las necesidades locales, y creativamente flexible para la resolución de problemas. Aquellos que son vigilados o protegidos son ciudadanos, no enemigos.

-¿Por qué marca esa dicotomía entre ciudadanos y enemigos?

Porque pienso que la tarea de la policía nacional no tiene que ver con derrotar a un enemigo sino con mejorar la seguridad y reforzar los procesos de mantenimiento del orden de una comunidad. Para tener éxito, la policía tiene que ganar la confianza y la cooperación de la gente, reducir la escala y la intensidad del conflicto y rendir cuentas democráticamente. Cuando se militariza a la policía o, peor aún, cuando las fuerzas militares se despliegan en entornos domésticos, se amplía la distancia entre la policía y la gente, generando desconfianza, hostilidad y una escalada en la violencia. En lugares como Irlanda del Norte, donde históricamente las fuerzas militares han sido utilizadas contra sectores de la población civil, su despliegue es siempre una señal de que los procesos políticos normales se han desmoronado. En las sociedades democráticas, pacíficas, la militarización de la policía debe ser evitada siempre que sea posible.

Penalizar derechos sociales

La entrevista tiene lugar a pocos días del fracaso de la legalización del aborto en la cámara de senadores de la Nación. Es inevitable conocer la visión de Garland sobre las formas actuales del vínculo entre penalización y derechos sociales.

-Usted se refirió a Irlanda, donde la sociedad votó a favor de anular la prohibición del aborto por 66,4% contra 33,6%. En Argentina, después de haber conseguido la media sanción a favor del aborto legal, seguro y gratuito en la cámara de Diputados, el Senado acaba de votar en contra del proyecto. ¿Qué formas toma hoy la relación entre penalización y derechos sociales?

-En el caso de la libertad reproductiva y el derecho de la mujer para terminar un embarazo no deseado o peligroso, sería una salvajada utilizar sanciones penales para negar estos derechos y hacer cumplir una prohibición. Incluso para quienes el aborto es moralmente inaceptable, difícilmente puedan desear utilizar el derecho penal para castigar a las mujeres por tomar esta decisión profundamente personal. Como en el caso del delito, la prevención siempre es preferible al castigo. Aquellos que se oponen al aborto deben abogar por políticas preventivas que reduzcan la frecuencia de embarazos no deseados. Penalizar el problema solo sirve para aumentar la probabilidad de abortos inseguros.

Vigilar y castigar

“Este es el momento más seguro desde los años ‘50 en Estados Unidos”, dice Garland. Explica que, después de varias décadas de violencia, hacia 1980 las tasas de delito y violencia comenzaron a bajar. Nueva York, por caso, llevó su tasa de homicidios de 10 cada 100 mil habitantes a comienzos de los ’90, a 5,6/100 mil en la actualidad. Aun así, el presidente Donald Trump aduce un estado de inseguridad generalizada y habilita a la dirigencia política norteamericana y al sistema penal en su conjunto a criminalizar a las minorías étnicas y asociar inmigración con delincuencia.

-Desde hace unas décadas, Estados Unidos ha experimentado un incremento sostenido de los niveles de control y criminalización. ¿Por qué cree que se da este comportamiento frente a una tasa de delito que viene disminuyendo?

-Lo que ocurre en Estados Unidos puede llegar a suceder en el futuro en otros países. Algunos países toman Estados Unidos como un ejemplo negativo y hacen todo lo posible por evitarlo. Desde los años 70 en adelante, el alcance del estado-penal y el desarrollo de las políticas de castigo se han vuelto mucho más agresivos. En la última década, un número creciente de personas empezó a considerar que este era el problema y no la solución. Con las elecciones presidenciales de 2016 —una elección extraña— se empezó a cuestionar muchísimo este punto. Eso se debe a que hemos tenido cuarenta años de aumento en los niveles de crimen y ahora esa situación se ha revertido.

-¿Cómo se explica que, frente a una disminución de las tasas de delito en Estados Unidos, las políticas de castigo sean más agresivas?

En efecto, desde 1980 y 1990, la violencia y el crimen —los índices de robos y de homicidio— en Estados Unidos comenzaron a disminuir. Este es un punto que deben explicar los criminólogos: ¿por qué luego de tantas décadas de violencia y crímenes en aumento, la violencia y las tasas de delitos y homicidios empezaron a disminuir? ¿Será que estamos castigando demasiado, que estamos reproduciendo un sistema que se construyó para otra era? Pese a lo que muestran esos datos, Trump sostiene que las tasas de homicidios y de violencia aumentaron y que la gente vive bajo un estado de inseguridad generalizado. Si uno mira Chicago o Baltimore es cierto lo que sostiene Trump, son ciudades que este año registraron más cantidad de homicidios que el anterior. Pero en comparación con 1990, estamos experimentando un decrecimiento continuo en las tasas de homicidio en Estados Unidos. Este es el momento más seguro desde los años de 1950.

-Tal vez Donald Trump no sea el único que se expresa en estos términos en Estados Unidos. ¿Qué papel juega la dirigencia política norteamericana en el endurecimiento del sistema penal?

La pregunta es si el gobierno debería relajarse. Y, en efecto, es una pregunta que se hacen cada vez más ciudadanos, a partir de la idea de que ya no se vive en un ambiente tan inseguro. Entonces, ya no tenemos que responder con políticas tan autoritarias y con penas tan duras. Durante su gestión, el presidente Barack Obama empezó a instruir al Departamento Federal de Justicia para que se reduzcan las penas y un mayor número de personas alojadas en prisiones federales fueran puestas en libertad más rápidamente. Se sugirió que las cárceles privadas ya no fueran utilizadas por el gobierno federal porque se trataba de un sistema que intentaba reproducir el castigo y hacerlo comercialmente atractivo. En las elecciones de 2016, se enfrentaron Hillary Clinton, que iría en esta última dirección, y Trump, que no tiene ninguna conexión con la realidad empírica y cuyo fiscal general, Jeff Sessions, es un ultraderechista que no acordaba con ninguna de las políticas de Obama.

-Lo cierto es que los niveles de criminalización no crecieron de manera homogénea, sino que se enfocaron en las minorías. ¿Esto se debe a que cometen más crímenes o a un sesgo político, étnico y socioeconómico?

-Las minorías siempre están en desventaja, son las que más sufren: habitan barrios pobres, segregados, y son objeto de encarcelamientos masivos. Los enemigos a los que la gente identificaba en los ’90 eran más bien agresores sexuales, criminales, reincidentes. Era a ellos a quienes la policía perseguía con más agresividad. En la última década, por primera vez la justicia criminal norteamericana ha manifestado un claro prejuicio hacia los latinoamericanos. Muchos de los grandes debates en 2016 y en 2017 se manifestaron como reacciones a la brutalidad policial. Lo ocurrido en Ferguson (N. de R: en 2014 Michael Brown, un joven negro, fue asesinado por un policía de Ferguson, Missouri. El episodio desató una ola de protestas y hasta una intervención pública de Barak Obama) es un ejemplo de ello. Siempre se necesita apuntar a un enemigo funcional. Y las ideas que se instalan presentan a ese enemigo como gente violenta, peligrosa, drogadicta, traficante… y la lista sigue.

-El caso Ferguson y la campaña del movimiento #BlackLiveMatter (“Las Vidas Negras Importan”) dieron visibilidad al sesgo racial de la violencia institucional y de la desigualdad en el sistema de justicia penal de los Estados Unidos.

En muchas zonas de Estados Unidos, los departamentos de policía locales tienen enormes cantidades de equipamiento militar financiados por fondos e impuestos federales. Cuando hay problemas con gente que se manifiesta en las calles, protestando por la brutalidad de las fuerzas de seguridad o enfrentándose a una detención ilegal, de pronto se observa a la policía movilizando presencia militar y una capacidad equivalente a la necesaria para enfrentar un conflicto armado. Pero en verdad se trata de lidiar con sus propios ciudadanos. Esto se vio claramente en Ferguson, Missouri. Y esto es completamente contraproducente, provoca disidencias entre las autoridades policiales y la ciudadanía —que debería sentirse protegida y representada— y, consecuentemente, mayores niveles de violencia. Si yo fuera un jefe de policía en una ciudad mexicana no querría que me falte equipamiento militar si tengo que lidiar con el crimen organizado. Si yo fuera un jefe de policía en Ferguson no tendría ninguna necesidad de contar con ese equipamiento.

-Los rasgos del enemigo funcional que usted describe caben para la imagen que se forja sobre la inmigración en Estados Unidos, fuertemente asociada con la ilegalidad.

-El nuevo enemigo que se instala en el discurso político de la era Trump tiene que ver con el terrorismo, con la migración —en particular, los inmigrantes indocumentados— y con la decisión de ser muy severos en la fronteras, fundamentalmente cuando se trata de inmigrantes de América del Sur. La creación de un enemigo es algo muy atractivo hoy en Estados Unidos, ayuda a pensar a los inmigrantes como un problema. Y entonces, muchas veces se los trata como criminales y no como migrantes. El problema de la inmigración se profundiza sobre todo en contextos de desigualdades inconmensurables. La violencia que se vive en algunos países de América Latina o en países como Iraq o Siria, genera desplazamientos. La solución no es construir muros, sino buscar la manera de estabilizar y volver más atractivas las condiciones de vida en el país que se deja. Por ejemplo, mucha gente quiere dejar México, entre otras razones por lo violento que es. Hay allí una situación relacionada con las drogas ilegales, con su suministro y con su demanda. Y en ello Estados Unidos es parte responsable también.

-¿Es posible pensar que el fenómeno del narcotráfico sea, en parte, una construcción simbólica para justificar políticas de seguridad más duras?

El crimen organizado y los narcotraficantes son violentos en sus métodos y cuentan con -arsenales. Sería ilógico pretender que las fuerzas de seguridad no contaran con niveles de arsenales similares para enfrentarlos. Visto desde allí, no es una cuestión simbólica. Al mismo tiempo, es claro que en muchas naciones, incluyendo Estados Unidos y Gran Bretaña, los departamento de policía continuamente quieren aumentar su armamento y su habilidad para portar nuevas armas, misiles, manejar tecnología de tipo militar. Para los gobiernos es más sencillo proveer a la policía de una mayor cantidad de equipamiento militar que entrenarla y aumentar sus recursos para atender las necesidades de la comunidad de manera responsable.