Historia y debates sobre las medialunas, no tanto si tienen que ser dulces o saladas, o de grasa o de manteca. Este sábado El Pejerrey Empedernido – además de darte una receta – se sumerge en una cuestión existencial: ¡Por qué las medialunas que acompañan al café con leche tienen que ser tres?

Sin posibilidad de particiones o medias tintas del gusto, nada de una y media y una media, son tres, que el número dice todo, ya veremos, y quizá sea por ello que se estableció como ícono hasta el fin de los tiempos, me imagino. Porque no son ni cuatro ni dos, aunque alguien en despiste alguna vez pueda pedirlas, son y serán tres las medialunas para el café solitario o enamorado de blancas presencias, a veces si hasta tan sólo basta con unas pocas gotas, que cortan sin ser dagas ni cuchillas… Y ya podrán ustedes jugarse en una de las tantas disputas que apasionan a los argentino, y a los Pejes del Tuyú también por supuesto – de grasa o de manteca; dulces o saladas -, pese a que el carácter binario de las aquellas disputas, y no voy a profundizar para no espesar la mayonesa, sino tan solo recordar que algún pelotudo comenzó a llamarlas grietas; pese a que el carácter binario de las mismas, repito, no nos ha dejado ver las síntesis que pudieron ser en la Historia y hoy parecen perdidas entre las nubes de cierta confusión anómica, y por eso, justamente por eso, en el barro denso de la puta malaria chapoteamos y chapoteamos… El 3 es número primo, es decir que reconoce sólo dos divisores positivos diversos, y por algo será que entonces se lo ubica del lado de lo permanente, de lo estable; tanto que un rabino llamado Aron Moss parece que cierta vez explicó: una vez que algo haya sido hecho tres veces es considerado como permanente (…). Del punto de vista de la Kabalá es el número de la paz y de la integración y el 2 nos habla de divisiones… El 3 viene a ser el que integra al 1 y al 2… Bien, bien, todo este lío para ocuparnos hoy acerca de por qué salen tres medialunas con un café con leche para la mesa tres o tres son y no otra cantidad, sobre el plato junto a la tazón que humea, mientras el desayúnate desangela su propia vida dándole bola a las primera noticias del día, que no hacía falta una pandemia para que el batido absurdo de nuestras jornadas suba y subiese no sé, su espumita sin control… Es cierto es cierto, eso le sucede a los humanos, pues los Peje que ya pasamos por semejantes eras y glaciares le clavamos el diente a las de grasa o saladas, oteamos el feca y hasta lo acercamos de a poco, mientras planeamos nuestras pobres maldades puestas a soñar… Y entre ellas, miren la que aquí les bato, un textillo de hace casi veinte años que le afané a Ducrot, y aquí os los estampo: Le sucedió a un amigo. Escritor. Tímido o prudente, vaya uno a saber. Porque me contó la historia, me autorizó a reproducirla pero no a citarlo con nombre y apellido. Aconteció un sábado por la mañana de compras en uno de esos malditos supermercados en los que la gilería de clientes se embelesaban con las ofertas, creyendo que harían buenos negocios, cuando los únicos que sí logran pingues economías, son ellos, los dueños malditos… Mirá, me dirigía a la pescadería y de repente me topé con una canasta llena de vigilantes. Lucían sin gorra, pistola ni palos golpeadores, sí cubiertos de azúcar tostada, larguiruchos y tentadores. Tomé uno, le hinqué el colmillo y continué mi viaje hacia los meros y las corvinas… Una exaltada agente de la seguridad privada se me abalanzó sin piedad y sus gritos hicieron que yo enmudeciera, no sé si por susto, bronca o vergüenza, fijate que todo el mundo se dio vuelta para observar al ladrón, es decir a mí. Te cuento. ¿Qué hace, pagó el vigilante que se está comiendo? Esteeee… creí que era un convite, repliqué, no sé, algo así; sí, sí, ya pago… Pero cuando vi que la botonaza se aprestaba a seguirme hasta la caja, con su radio en mano, convocando refuerzos debido al indiscutible carácter peligroso del ladrón, me sobrevino un momento de lucidez y detuve mi marcha con ojos de fuego. Ya se habían acercado otros policías frustrados o retirados y entonces grité ¡por qué no se van todos a la reputísima madre que los parió!… En dos segundos apareció un joven con cara de aspiraciones a gerente, quien me preguntó que sucedía. Lo miré fijo, le expliqué los hechos en forma sucinta y cuando balbuceó debió haber sido un error, mis disculpas señor, sólo atiné a replicarle ¡por qué no se va usted también a mismísima reputa madre que los parió! Dejé ahí nomás carro y petates, y regresé a mi casa sin corvinas ni meros, ni nada de nada…Dicen que los vigilantes se llaman vigilantes y otras facturas bolas de fraile, sacramentos y suspiros de monjas porque esas fueron las burlonas denominaciones que adjudicaron a sus quehaceres diarios los trabajadores del viejo gremio de panaderos, en épocas en que muchos de ellos eran anarquistas y por consiguiente refractarios ante todo lo que sonase a represión, como policías e iglesias. También dicen que ese fastuoso rito de las mañanas o las tardes de millones de argentinos, llamado facturas, para el desayuno, la merienda o el mate tranquilo, fue un aporte que, entre fines del siglo XIX y principios del XX, los inmigrantes alemanes le hicieran a nuestra cultura del comer; pero todos coincidirán en que la reina de todas esas especialidades son las únicas y casi divinas medialunas, que también tienen su historia, y los churros quedan para otra oportunidad… Los franceses las llaman croissantes – y rara vez las comen de a tres -, pero las inventaron los panaderos austriacos…Sucedió en 1683, cuando las tropas otomanas que habían cercado la ciudad de Viena decidieron tomar la plaza en sus manos e invadirla de noche a través de túneles secretos. Pero los de la media luna en la bandera tuvieron tanta mala suerte que amanecieron en el barrio de los panaderos y éstos, en homenaje a la heroica resistencia y al emperador Leopoldo I, hornearon un pan con la forma del dibujito que lucía en los estandartes turcos… Recuerdo que el texto que acabo de pasarles, no le digan nada al quía, lleva por título ¡Qué te pasa, no seas vigilante!…En fin, y antes de despedirme: agua, azúcar, levadura, aceite de girasol, sal y harina de los cuatro ceros; todo ello para una masa que te quiero masa. Y grasa de vaca gorda, margarina que le dicen, y otra vez de la misma harina, para preparar aquello que denominan empaste. Con éste cubrid la masa aquella, y a ella cortarla entonces, claro que en forma de medialunas; y al horno sobre asadera engrasada, a fuego medio nomás y digamos que por casi media hora o menos… No sea fiacas y deanlé una mirada de a ratos… Entonces, ¡salud, y que sean tres, siempre tres!

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