Pocos días antes de morir –haciéndose un hueco entre su trabajo de editor de la página de Socompa y la preparación de la defensa de su tesis de doctorado – Rubén Levenberg escribió esta nota para, dijo, “cuando haga falta”. Por esos avatares de la actualidad, el artículo, titulado por él “Retrato de CEO in progress”, fue quedando de parrilla. Aquí – como parte de la cobertura del quinto aniversario de Socompa, que se cumple el 30 de diciembre – publicamos su última nota, como homenaje a quien impulsó desde un principio este proyecto de hacer periodismo de frontera.
Mirá, yo nunca gané tanta guita como con este Gobierno, pero son unos hijos de puta, los odio”, dijo a mediados de la década pasada uno de aquellos CEO jóvenes. Néstor Kirchner estaba en la cúspide y este hombre, que hoy debe orillar los 50, por entonces ya había sido número uno de varias multinacionales, hasta juntar plata y contactos para armar su propia empresa. No le fue mal, nunca les va mal porque siempre hay un CEO o ex socio que les tira una cuerda de plata.
Uno tomaba un café con ellos para enterarse de cosas y a veces se extrañaban de que optara por un Cachamai. Es que el hígado sufre lo que la mente reprime. Cualquiera que haya trabajado en una revista de negocios en la década del 90, diez años antes de aquella conversación, sabe que esas generaciones de ejecutivos, habitantes de Nordelta y con oficina en Puerto Madero, ascendentes gerentes locales de las multinacionales, estaban cortados por una misma tijera. Y no precisamente comprada en el chino de la otra cuadra.
A veces es difícil encontrar una palabra que identifique un conjunto de acciones y sentimientos, pero en el caso de aquellos ejecutivos, gerentes o directamente CEO, el término podría ser “despiadados”. Sus pares eran el futuro, los demás escoria que había que sacar del camino. Todo con una sonrisa, pero sin piedad alguna, sin suponer que había alguien más que su familia, amigos y, sobre todo, accionistas.
Entre whisky y whisky, ninguno por debajo de los 900 dólares la botella, urdían una suerte de guerra del cerdo clandestina, porque los que orillaban los 60 años estaban caducos y eran demasiado complacientes.
Esos “viejos” todavía tenían algo de patrón de estancia, eran aquellos que tomaban mate con los muchachos que habían hecho el asado en la quinta. Ellos, los jóvenes, no tenían tiempo para perder con pobres. El único interés era el que se ganaba los aplausos de los accionistas. OK?
Porque OK era su término predilecto mientras exponían frente a periodistas especializados, algunos de ellos economistas que tenían una clara idea de lo que les estaban diciendo, pero jamás repreguntaban. Con el tiempo se convertirían en empresarios, aunque siempre periodistas.
De Alfonsina a los Redonditos
Pero lo interesante, como suele ocurrir en el oficio o profesión, eran las charlas de café, o de Cachamai. La ignorancia era reina, ni siquiera sabían quiénes habían sido alguna de las mujeres que daban su nombre a las calles de Puerto Madero. Vaya uno a saber quién habría sido Alicia Moreau de Justo o si Alfonsina era hermana de un ex presidente. Pero les gustaban Mercedes Sosa y Los Redonditos, porque siempre es bueno tener a mano algo exótico cuando llegan visitas del extranjero.
Pero volvamos al término que los engloba: despiadados. Podríamos agregar ambiciosos o inescrupulosos, pero además de sonar cacofónicos son palabras que la primera contiene. El país, la Argentina, siempre les causaba vergüenza, se percibía cierto pudor cuando hablaban en castellano, porque sentían que el inglés era su idioma.
Uno los ha conocido desde que andaban por los 30 en camino a los 40. Ya pasaron por la conducción de empresas, por multinacionales, viajaron por el mundo, hicieron dinero, mucho dinero, porque es lo que aprendieron, es lo que les enseñaron en sus MBA y en la práctica de oficina en Madero o lobbies de hoteles cinco estrellas.
Un día llegaron al Gobierno del país que tanto despreciaban y no abandonaron ninguno de sus hábitos: son despiadados, ignoran todo lo que requiera estudio, menos cómo hacer dinero y dejar víctimas en el camino. Vaya si son vivos los ejecutivos, diría María Elena. Como aquellos periodistas, hay miles que los escuchan, los admiran y, en el fondo, desean ser como ellos. Tal vez tengan razón.
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