Cuando tragarse sapos parece estar de moda e incluso se plantea como una necesidad política, El Pejerrey Empedernido te propone preparar unas ranas al ajillo que están para chuparse los dedos y, por supuesto, no te hacen mal.
Una alternativa de hierro, podría preguntarse, y sobre todo a la hora de morfar? ¿Una bronca de conventillo entre vecinos y vecinas del barrio de las Anuras? ¿Un sortilegio de la maga mora Facilitas Abdul ad Maniqueas para convertir aquello tan necesario de la ductilidad política en un algo que sabe a oportunismo fatal, en el que los justos siempre se quedan con la parte del garrón duro, pelado e indigesto, y cuando no venenoso? Os zambullo entonces sin piedad hoy lectores, si es que los hay y tengo, porque los Pejerreyes Empedernidos no sabemos de cuentos chirles y damos todo por la historia de las cocinas o las cocinas con Historia, que parecen tocar en la misma orquesta típica o banda de blues pero ni por asomo, y mucho menos por éstas, nuestras comarcas arrasadas, en las que suele acontecer que lo que es no parece y lo que parece no es. Pero como los de nuestras aguas somos de esos que avisan, porque el que avisa no traiciona, preparaos a lo que sigue, que por suerte no me da asco, ya que una tarde y hace mucho conocí a un tal Marvin Harris, antropólogo estadounidense él, quien enseñaba cómo los humanos comemos mocos (hongos), piedras (sal) y, ¡puaj!, goteos glandulares frescos (leche); es decir somos omnívoros. Por favor lean lo que les contó Doris González, de 21 años, a los del sitio Crónica, de Paraguay, el 25 de septiembre de 2018: “Pensé que me iba a morir. Un tremendo dolor de panza comenzó y con él mi calvario. Pasaron días, meses y empeoraba cada vez más. Recorrí cuantos hospitales pude, pero siempre recibía la misma respuesta: no tenés nada. Fui a Ñemby. Me dijeron que me hicieron un trabajo de brujería y que por eso estaba así. Gasté muchísimo dinero. Hasta que hace unos días fui a una médica naturalista de Luque. Ella me llevó hasta un arroyo y allí me hizo una liberación en nombre de Dios. Me dio unos remedios para echar lo que me afectaba. Ya estando en mi casa comencé a vomitar, a echar todo. En eso expulsé un sapo por mi boca. Sé que es difícil de creer, pero a nadie le deseo que tenga un sapo en la panza. Es lo peor. Pensé que me iba a morir. Me dijeron que me dieron un veneno y que con eso se formó el sapo dentro de mí. Fue un trabajo del mal que me hicieron”. No quiero ser agorero pero si el guiso político sigue así, me comprometo como Pejerrey solidario que soy a darles la dirección de la torda de Luque para que todos desfilemos, escamas más escamas menos, con sombrero a testas descubiertas, para que la quía nos saque al diablo de adentro. Y sigo: En el barrio de las Anuras, que más que un solar de casas pobres es una familia de clan zoológico, en el cual conviven con diferencias sapos y ranas, existe una cocinera que hace años me enseñó la siguiente receta que tantas veces ofrendé a mi escritora preferida mientras nos regábamos con rosado de Cabernet Franc. Tres o cuatro ranas Toro, aclaro que deben ser de esa variedad por lo pechugonas digamos – las llamo Coca Sarli a riesgo de que una horda fundamentalista literal me acuse de sexista y patriarcal, aunque padre no tengo ya, patrimonio no me dejó ni amasé, por suerte así me evito tantas horas de boludeo con bancos, abogados y contadores, y tampoco patria casi, porque el turraje se la viene rifando –, y no de la variedad Darwin, que son una pequeñuelas y feas esas que el sabio entre sabios conoció cuando su viaje austral en el Beagle, que zarpó de Plymouth el 27 de diciembre de 1831. Las lavan bien pero sin jabón y mucho menos con posteriores afeites, y las lanzan con honores sobre la sartén sobre la que ya deben andar chirriando como enamorados y en aceite de oliva aquellos dientes blancos de olorosos ajos, sí, olorosos, como olorosos son los mejores amores. Con el guiño de pequeñas guindillas de ají picante, rojas, ruborosas. Si se animan, porque se trata de tempos y no de tiempos, unos segundos antes de retirarlas del fuego que debió ser intenso al final, que sobre ranas ya ajosas y picosas llueva un breve bautismo de vino blanco, a reducirse en un santiamén. Ya estaba por despedirme pero me arrepentí. Dice la Biblioteca Virtual Cervantes: “La presencia innoble de este (aquél) inofensivo batracio (el sapo), con su aspecto chato, pustuloso, de ojos desorbitados, mirada inexpresiva y presencia desagradable ha despertado de antiguo en el pueblo ideas de terror, engendro diabólico y repulsión (…). El poeta latino Horacio describe en el Epodo V una escena de magia negra en la que la bruja Canidia elabora un filtro amoroso con las vísceras secas de un niño al que hace morir lentamente, higueras salvajes arrancadas de tumbas, cipreses fúnebres, huevos y plumas de un buho embadurnadas con sangre de un horroroso sapo. Esta macabra historia alimentó la mala reputación de este animal entre los romanos. Dios, en su magnanimidad, creó todo lo que existe y todo lo bello fue creado por él. La fealdad no podía ser obra de su mano que resumía la perfección. De ahí que lo supuestamente repugnante, lo abyecto, se atribuyera siempre al diablo. Seres horripilantes y deformes fueron contrapuestos a los de origen divino, y si el murciélago resulta la paloma de Satán, el sapo continuó siendo la gallina del diablo. Dentro de la tradición cristiana, el sapo -criatura presuntamente maligna- no podía ser otra cosa que obra del diablo”. Y ahora sí me despido, El Pejerrey que soy atea y cocino ranas, que no sapos, con un recuerdo al General, porque fue él quien ilustró acerca de ciertos principios de sapofagia política. Pero el problema está con la pelafustanería de nuestros tiempos que proponen tragar y tragar sin acordarse de algunas otras de aquellas sentencias generales, como que no hay que sacar los pies del plato sí, pero todo en su medida y armoniosamente. Jodan, jodan, que ya pasarán por mi estanque para que les pase el celu de la curandera paraguaya. ¡Salud!
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