El Pejerrey Empedernido se puso memorioso y recordó otras epidemias, mientras tanto – aislado en su pecera, como corresponde en estos tiempos – se cocinó un guiso de lentejas que le quedó para chuparse los dedos.
No me digan pesimista che, que la primera parte de lo que se aproxima con forma y alma de texto sólo viene a cuento de tener memoria y demostrar, o al menos insistir en que, cuando las aguas bajan turbias, los jodidos siempre somos los mismos; y los otros, los dueños, están del lado de quienes jalan el gatillo pestífero. Por eso, los Pejes nos quedamos bajo el agua, no salimos a boludear por ahí, aunque tanto nos guste el boludeo, y a bancarla, que si no ya sabemos quién pagará la cuenta de este carajo llamado coronavirus. Entonces:”Los negocios cerrados, calles desiertas. Faltan médicos, muertos sin asistencia. Huye el que puede”. Así escribía el 9 de abril de 1871 Mardoqueo Navarro, un comerciante puesto a cronista, y de los mejores sobre la epidemia de fiebre amarilla que ese año hizo estragos en Buenos Aires: hubo días en que las muertes fueron más de quinientas; fallecieron cerca de catorce mil personas, el ocho por ciento de la población. La inmensa mayoría de las víctimas fueron pobres, negros, inmigrantes y trabajadores criollos hacinados en sus conventillos; las autoridades de la ciudad, encabezadas por un Martínez de Hoz – raza esa de magnificentes hijos de puta -, ordenaron un cerco asesino sobre San Telmo y otras barriadas del Sur para que no pudiesen escapar de la enfermedad. La epidemia había estallado en enero; en febrero no se interrumpieron los festejos por el Carnaval; en marzo la situación fue de catástrofe; un señor llamado Domingo Faustino Sarmiento era el presidente de la Nación y huyó, se puso a buena distancia del mal y de sus obligaciones. Lo mismo habían hecho las familias fundantes de la oligarquía, hacia la Recoleta, donde hacía un tiempo el agua ya llegaba menos contaminada. A sus estancias o a Europa, lo que me hace pensar que nada tienen de casual las coincidencias entre las conductas de aquél turraje y las del actual, que en medio de las disposiciones de salud pública requeridas por el gobierno se raja de vacaciones. Estos son herederos culturales de aquellos; siempre me pareció una sublime imbecilidad eso de la grieta, pues se llama lucha de clases, pero si quieren, ahí está la grieta: la pandemia no nos une ni nos hace más buenos un carajo, siempre los mismos, los de abajo y los de arriba; porque como dice el ultraísta de Ducrot, que a veces se zarpa es cierto pero bué, ni la muerte ni la enfermedad redimen, los garcas son garcas y la tortilla no se dará vuelta hasta que…¿se acuerdan del cinco por uno? Y tiene razón, porque en tanto Pejerrey Empedernido, creo que no somos lo mismo nosotros, lo bichos nadadores, hasta los más angurrientos, como mi vecino el tiburón, y mis primas las pirañas, que los conchisumadres del capitalismo predador que contamina las aguas de este planeta, que por ahora es el único que tenemos. Algo más, la corto y paso a los nuestro de cada semana, aunque, en esta, para tiempos de guardar: ¿Saben quién gobernaba este ispa cuando estalló la epidemia de polio, que mató y tulló a muchos de nuestro piberío? Aramburu. Sí, sí, ese el mismo; y ¿saben cuál fue su primera reacción? No darle bola al asunto; si habrá que ser mal parido, ¿no? Y les hago una infidencia que no sé si debería hacerla pero ya que estamos…Mi amigo Ducrot fue uno de los pibes que zafó de aquella mala entraña peste; tras una semana paralítico en cama, cierta mañana se levantó y camino hacia baño para hacer pis, y la parentela celebró: sobre todo un abuelo que sólo abandonó la guardia para con su nieto a la hora ir a la cocina a batir en olla dulces y mermeladas caseras…Bien, bien; repito lo del principio: hasta aquí sólo fue homenaje a la memoria y reconocimiento de que hoy soplan otros vientos; a darle bola en esto al tío Beto, y a quedarse en casa que buenas sabrán nuestras lentejas, pus el verano ya nos deja de garpe. Depende de lo que haiga o no haiga en las alacenas, que les dicen, aunque podrían hablar bien, ¿no?, y se van de raje hasta “el chino” o a los tenderetes del barrio, nunca supermercados, que se zurzan los guachos. Compran, no sé, para dos, digo, que en aislamientos forzosos y preventivos no viene mal después del morfi una siesta con retozos, la mitad de un kilo de lentejas o lentejones; apio, que un morroncillo colorao’ y otro verde, cebolletas que son las de verdeo, limones, ajos, si quieren zanahorias pero a mí no me van y perejiles; carne de chancho con hueso para el caldo, que llevará laureles y ají molido; chorizo colorado, panceta, y todo eso cárnico sin exagerar, no por la salú sino por el precio que la mazurca viene con faltas de do y re, es decir con poca guita, y si al coso del almacén le quedó como recorte y goza de alma generosa, los culastros del último jamón crudo sensa hueso del fondo de la heladera. Espero sí que aceites, sales, pimientas, especias e hierbajos a gusto para el condimente, así como vino, tengan ustedes en casa, que si no revisen sus modales de gentes amantes del manduque, si es que lo son, claro. Remojad un rato las lentejas, ya no hace falta tanto tiempo como antaño; sofreíd toda la verdureja bien picadilla con la panceta, el zochori bolche por lo rojito y los culastros jamoneros – cortar todo en pequeño antes, of course – y atroden de la olla todo con toque de aceites, si es de barro o fierro mejor, con las lentejas coladas y cubiertas del caldo caldoso que debieron preparar antes, no seáis vagonetas; y que se cocine con amor a fuego lento, habiendo puesto un ojo ustedes, pues la legumbres todas chicatas son, en el miriñaque de hierbas y especias, que si alguillo de comino y tomillo formidable a mí modesto degustar, y siempre en observancia del justo encanto de la humedad para nuestro potaje. Ajustáis que se dice con pimienta y sal, dejad que una garúa de perejiles desgrane sobre las damas engalanadas a devorar, y con un guiño de ojo llamáis a ella o a él la mesa; con vino tinto y pan tostado que no falten. Y salud…a quedarse en casa hasta que el huracán amaine.
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