Hay gente que tiene la rara capacidad de encontrar la palabra justa que duela en el lugar exacto. Un estudiante de psicología, una muchacha desangela y cómo las relaciones se las arreglan para esfumarse.

No sé si María era sapo de otro pozo, de lo que si estoy seguro es de que yo lo era. No tenía un egresado universitario en mi familia, no tenía ni siquiera plata para tomar el colectivo a la universidad, había salido de un colegio lleno de candidatos  a la recolección de basura de la ciudad, lo que (aclaro para las almas nobles, para los becarios de sociología que no quieren hacerse cargo de sus propios privilegios imaginarios) no me parece el peor de los destinos. De todos modos me había empeñado en ir a la Universidad, y ahí estaba: sintiendo la mirada de los demás (peor aún, la nariz de los demás) encima. Las muchas cuadras que caminaba me hacían transpirar, y nada alimentaba mi paranoia como la sensación de que olía mal, lo que me obligaba a una logística secreta para sentarme a distancia prudente de todo el mundo. Estaba inseguro, molesto, sentía que mi cabeza era demasiado grande, que mi torso era demasiado corto. Evitaba ir a la peluquería y me ataba el pelo en un rodete que nunca desataba y en el que el pelo apelmazado tomaba el olor de un repasador húmedo, algo que no contribuía a mi seguridad personal. De hecho, evitaba tomar el colectivo por todas esas razones incluso más que por la falta de guita.

En cambio, si María era sapo de otro pozo era por otras razones. Supongo que había sido así a en todos lados para ella, incluso en los lugares que le quedaban como anillo al dedo. Sus padres eran los dos profesionales, y la habían enviado a uno de los dos colegios universitarios de la ciudad, el progresista, nido de una secta endogámica en la que todos se nombran con el artículo, el nombre y el apellido. María estaba diseñada para la universidad, pero no para el mundo. Había en ella una exageración, una altanería, un exceso en ropas, perfumes, arreglos, mohines, palabras que eran insostenibles en un lugar como la escuela de Psicología, que tenía casi el requisito de que uno fuera descuidado en higiene y apariencia. Era atractiva, incluso para el ojo no deconstruido de esos años, pero eso no la eximía de la maldad ajena.

Javier Meret había inventado una norma fascista en base a una figura retórica: la sinécdoque es implacable. Se reía de la gente que usaba aros, de la gente que escuchaba rock, de la gente con alpargatas, de los pantalones bahianos. Por mi rodete, me bautizó Evito. Un día, en el bar, se quedó sonriendo mientras veía a María que pasaba con su exagerada vocación de provocar, fuera de lugar tanto en ella (era una chica de dieciocho años) como en las colinas polvorientas de la Facultad de Filosofía.

-¿No tiene un aire al Federico Moura?- preguntó.

La inteligencia y la impunidad filosa de Javier era un problema. El apodo le calzaba a María como un guante: su cara era huesuda, simétrica, tenía los pómulos hundidos, tenía la boca carnosa, la nariz prominente, el entrecejo en v, los ojos celestes y abiertos, el pelo al hombro y el aire andrógino del Moura de las fotos más hermosas. Era muy difícil no verla con ese filtro una vez que Javier instaló la comparación, por eso cuando empezó a decirle Virus en secreto el apodo se le quedó prendido para siempre.

-Ahí viene Virus- decía sonriendo y haciéndose el boludo. Y agregaba- Esta mina está loca.

Yo no terminaba de darme entender lo que andaba mal con Javier en ese momento (era una mezcla de Boy scout con nazi) y lo reverenciaba. Para él, irse de la casa de los padres era una obligación que se nos imponía para endeudarnos y explotarnos; enamorarse era una fantasía estúpida, en las mujeres se dilapidaba un tiempo que uno podía aprovechar para empezar a leer a Lacan más temprano que tarde, así que había decido resolver el trámite del sexo por la vía eterna de la prostitución. Acto seguido nos propuso un arreglo en el que todos poníamos plata por mes y un sorteo aseguraba que nos acostaríamos con cierta frecuencia con una puta de lujo, algo que llamó el Plan Rombo. Le dije que no podía hacerlo.

-¿Por?

-Si alguien no quiere coger conmigo, a mí tampoco me dan ganas- le contesté.

Yo me enamoraba de las mujeres, y un poco (digamos que a un nivel en que la palabra amor era un exceso) me había enamorado de María, de su alta idea de sí misma, de su forma enroscada de hablar, aunque mi respeto por lo que Javier representaba me vedara acercarme abiertamente. Tenía que reírme de ella, no podía no decirle Virus, no podía no compartir ese acoso secreto. Igual era una especie de doble agente. Me las ingenié, un poco a espaldas de los demás, para tomar un par de cervezas con ella en el bar de la facultad. Esas conversaciones me habían hecho pensar que la sentencia de Javier sobre ella (“está loca”) podía ser un diagnóstico. Era claro que todo el arsenal de gestos, de tonos de voz, de carteras, de perfumes y boinas de cuero componía para ella una imagen de sí misma que era imposible compartir: todo en su cara estaba como corrido milimétricamente de lugar, lo suficiente para quitarla del rango de belleza convencional al que aspiraba. Con todo, no era ni de lejos una tragedia, aunque se podía intuir alguna.

-No hay nada peor que la violencia doméstica- me dijo un día con su estilo aforístico y cerrado, desviando la mirada.

Ese año me fue mal. La obligación de trabajar (había sido repositor en un super, ayudante en una panadería, había repartido la guía telefónica) me había quitado la cabeza de la carrera, y no había podido aspirar a la regularidad de Javier en mi rendimiento. Así que cuando María propuso que nos reunamos en fin de año a festejar con algunos compañeros, atraído por ella y necesitado de cerrar el año arriba, accedí.  Esa noche cayó también un tercer compañero un poco más grande al que Javier había bautizado Arjona (alto, pelo largo y enrulado, cuerpo de basquetbolista) y que para nosotros era un viejo, así que rápidamente María y yo conseguimos una intimidad de la que me costaba convencerme. Estábamos en un lugar que se llamaba Pétalos de sol, un sótano en donde el sudor se condensaba y se volvía agua en los espejos, de donde uno salía borracho y apestando a cigarrillo, pero la noche todavía no había llegado a ese punto. Estábamos cara a cara. Pero yo no podía asumir que ella me interesaba, un poco por Javier, un poco por ella y un poco por mí. Era muy difícil que yo no pudiera lidiar con eso que adivinaba detrás.

No sé cómo terminamos hablando de que la gente solía compararla con famosos, y yo aproveché para sonreír y para decirle que sí, que era probable.

-Siempre me dicen que me parezco a alguien.

-Ah, ¿sí? ¿A quién?

Hizo una especie de cabeceo, como meneando la melenita corta. Espero un poco, como si estuviera por revelar un secreto, y después riendo dijo:

-A Linda Evangelista.

Aproveché para huir de ella por la tangente de la anécdota. ¿Sabía Javier a quién creía Virus que se parecía? ¿Sabía Roger, Hernán, el Colorado a quién creía Virus que se parecía?

A Javier, nada de esa pelotuda le sonaba raro. En febrero, cuando empezó el nuevo año lectivo, me contó que se la había cruzado en verano y que le había contado, ella, que había leído la Psicopatología de la vida cotidiana.

-¿Sabés lo que me dijo?

-…

-“Me cagué tanto de risa”. ¿Podés creer?

Lo curioso es que a mí, que había leído el libro después de ahorrar para comprarlo en una librería de saldos, me había pasado lo mismo que a ella: casi no podía decir otra cosa.

– Encima está con el rollo de que la bocharon en Neuro.

Ese año me dieron una beca. Era un estipendio modestísimo pero sentí que había escalado una montaña, que el sistema me reconocía, que la Universidad empezaba a verme como uno de los suyos. Sentía que podía despegarme de mi familia de una vez, un padre loco y ya muerto, una madre abnegada condenada a trabajos pesados y humillantes, una hermana asustada del mundo, que se bañaba una vez por mes. Vivía una especie de fantasía de ascenso en el estilo de Mi hijo el dotor: Yo mismo, el psicólogo. Y así y todo en lugar de volver a casa y dedicarme a estudiar como correspondía me quedaba dando vueltas, aprovechando el mínimo estipendio de la beca, tomando cerveza en algún bar, perdiendo el tiempo. Javier había dejado de tratarme desde el día en que le había pedido plata para un colectivo, o desde el día en que había reprobado mi primera materia, así que empecé a juntarme con una banda de vitalistas que tenían pinta de haber adquirido la condición de estudiantes para siempre y en cuyos departamentos uno siempre podía quedarse a dormir.

Un día me enganché comiendo una pizza en un bar con un gordo fanático de Poe, y al salir medio borracho del bar caminé sin rumbo por el Boulevard San Juan, protegiéndome mal del frío, las solapas de la campera apretadas en el puño derecho. En el Boulevard, por supuesto, estaba María junto a otras dos mujeres. Al principio pensé en parar, pero después pensé que iba a quedarse sola con las otras: no quise sentir que se reían a mis espaldas. Inmediatamente, la imaginación de la maledicencia de María me puso en guardia. Pasé rápido y la saludé como si fuera un reto. Cuando había hecho unos veinte metros la escuché correr detrás mío. Me alcanzó jadeando, dejando escapar nubes de vapor: me preguntó por qué la saludaba tan mal. No sé cómo, pero después de un rato los dos empezamos a caminar agarrados del brazo como un matrimonio de jubilados, en una dirección desconocida para mí. De golpe descubrí que estábamos frente a su casa. Sonriendo, María me hizo pasar.

Entramos en un recibidor muy chico y envejecido, que hacía imaginarse una casa apretadísima. El ambiente tenía una sola puerta. Alrededor nuestro flotaba un impreciso perrito al que María amonestó agudamente, gritando Julia: en ese gesto comprobé que hasta en los actos más íntimos era una persona envarada, escrita por un mal guionista.

Cuando abrió esa puerta y pasamos al comedor la casa pareció expandirse. Lo raro es que ni siquiera había un espejo: el efecto estaba causado por la amplitud de la sala, la pintura (blanco contra el verde de dispensario del living), el cambio del estilo de los muebles (mucho más modernos que los que había visto antes) y la escalera. Precisamente en la escalera había una mujer suspendida en el acto de bajar. La mujer, Mercedes, era asombrosamente igual a María. La repetición era vertiginosa: los mismos pómulos, la misma nariz y los mismos ojos, la misma complexión flexible y minúscula en las dos, como si fueran gemelas diferidas en el tiempo. La mujer me estampó un beso grasoso en la mejilla: estaba en el medio de un tratamiento facial.

– Pasen- dijo con la voz de María- En la tele está Dolina.

Después subió corriendo y nosotros la seguimos.

Una imagen se grabó en mi cabeza: María adelante mío, la puerta entreabierta y las uñas nacaradas de un pie sobre la cama. Entramos en la pieza y vimos a Mercedes recostada. Cuando nos vio nos invitó a acompañarla golpeando a los costados con las palmas de las manos. Tenía los ojos abiertos y una sonrisa que parecía una deformación demencial de la cortesía. María obedeció de inmediato, y yo la seguí. En la televisión, Dolina renegaba del inglés, esa lengua escolar en la que sólo podía hablarse de pencils, pupils y Blackboards. Yo me estiré a la derecha de Mercedes, tratando de no rozarla. Después permanecí quieto, casi sin respirar, sintiendo una tensión que me hacía imposible pensar. Sin embargo, algunos apuntes sobre el parecido entre las dos tomaron forma en mi cabeza. Las diferencias no tenían que ver solo con la edad, y favorecían a Mercedes. Todos los defectos de la hija parecían ajustados en ella: suavizados por el paso del tiempo, por la habilidad en el maquillaje o por un abismo genético incalculable y cruel. Pero hasta ahí llegaba yo. Al desconcierto normal se agregaba la distracción que me provocaba la risa irritante de las dos, calcadas como los cuerpos. Parecían demonios. Pero sobre todo parecían no darse cuenta de que yo estaba presente. De tanto aguantar la posición mi mandíbula se había trabado en una dolorosa imitación del Padrino.

Se escucharon ruidos en la parte baja de la casa.

– Es tu papá- dijo Mercedes con una sonrisa fría.

Los tres bajamos formando un ceremonioso triángulo.

Abajo había tres hombres. Dos tendrían unos cincuenta años y el tercero era un poco más joven que María (el título de hombre le quedaba un poco grande). En el momento preciso en el que bajábamos uno de los dos tipos mayores tiraba displicentemente un juego de llaves sobre la mesa: supuse que se trataba del padre.

– Mi papá- dijo María sonriente.

El tipo me saludó con un apretón de manos enérgico, deportivo. Su pelo era plateado, como el de un peluquero cuidadoso. Tenía el bronceado propio de un corredor de yachting, y había en sus modales algo brutal y descortés. Dio un par de órdenes e hizo comentarios al aire como si no le importara que lo escucharan. Parecía estar atrás de una campana de vidrio, no había manera de tener una primera impresión que no fuera confusa. Saludé al adulto restante (un tipo imposible de recordar) y después María me presentó a su hermano con muestras de ese cariño posesivo que desarrollan las personas egoístas. El chico parecía la versión masculina de las mujeres. El padre no había tenido descendencia. De todos modos, había logrado pasar su herencia de una manera ambiental, digamos: los dos (el otro tipo también) estaban vestidos con ropas de tenis, y dejaron un reguero de polvo de ladrillo desde la cocina hasta el baño, que estaba al fondo de un pasillo.

– Estos tarados dejan todo así y después hay que bancarse la mugre hasta el lunes- dijo Mercedes.

María, ella y yo hablamos un rato sobre la limpieza. Mercedes no recordaba la última vez que había limpiado: desde hacía años, una mucama venía a la casa, algo que de todos modos le molestaba. Pensando en el colegio de María y en su progresismo militante le pregunté si le dolía (usé ese verbo: mi mamá trabajaba en un geriátrico en ese mismo momento) ver a otro haciendo un trabajo como ese. Mercedes soltó una carcajada aterrorizadora.

– No me duele nada- dijo-¡Qué idea! Me molesta el ruido.

Cuando los hombres volvieron el padre de María me invitó a comer, y la misma inercia que me estaba arrastrando por la ciudad desde hacía un par de meses me hizo quedarme ahí, sentado en la cabecera de la mesa. Pidieron lomos por teléfono, y mientras los esperábamos la conversación fue derivando hacia una especie amable e irónica de interrogatorio que respondí como pude. No podía dejar de pensar en el parecido de las mujeres. Hablaban igual y sobre los mismos temas (el cine era el más importante), manifestaban el mismo desprecio por casi todas las cosas (incluso por los interlocutores), repetían los gestos con la sincronía de una danza. Sobre cada asunto había una pequeña diferencia que las oponía a pesar de las sonrisas inamovibles.

Después de un rato el amigo se levantó diciendo que se iba, el chico se acostó y los padres se levantaron con los ademanes del final del día. Me saludaron y empezaron a retirarse: Mercedes fue en dirección a la escalera y el padre hacia el pasillo que estaba en la otra punta de la sala. Supuse que tener dormitorios separados era común entre gente de su clase.

Me quedé con ella en la cocina entre los restos de la comida. Me dijo que fuéramos a su habitación, y ahí fui. Casi no podía tenerme parado y así todo el encantamiento de la noche me sostenía. Me ofreció un té y mientras lo preparaba me quedé a solas entre sus cosas, en la sobriedad de una habitación sin símbolos, sin ídolos, sin ningún mensaje que no fuera el de la pequeña biblioteca al costado de la cama. Entre Joyce, Faulkner y otras referencias ortodoxas estaba la Psicopatología de la vida cotidiana que le había dado tanto pasto a Javier. María entró con el té y me vio con el libro en la mano.

-Lo leí este verano. Me cagué tanto de risa.

Se dio la vuelta y se sentó al lado mío, los dos con las espaldas apoyadas en el tirante de la cama.

-Este verano fue una catástrofe- dijo.

Yo supe que hablaba del bochazo en Neuro. Solo alguien egresado de su colegio podía considerar que un bochazo era una catástrofe.

-Fue ese viaje entregado a pensar- agregó, jugando al oráculo-. Ahora quiero sentir. Necesito sentir. Alejarme de todo esto.

Lo decía de una forma que para cualquier varón hubiera sido obligatorio un movimiento romántico, pero yo no encontraba nada en mí que pudiera gustarle a nadie.

-Yo en cambio- respondí-, quiero pensar. Pensar más que nunca.

Ella me miró como si no entendiera y yo desvié la vista. Empecé a hablar de mi experiencia con Freud con una elocuencia de la que no me creía capaz, hablé de los libros que estaba leyendo, hablé de mis proyectos a futuro, interminablemente, sin mirarla. Fue como un segundo tobogán por el que me dejé caer hasta que sentí que llegaba a una especie de orilla, lejos del miedo a mi propio deseo. Recién entonces la miré para decir:

-Creo que me tengo que ir.

Me acompañó con la perrita flotando a su alrededor.

-Sos un obse- me dijo sosteniendo la puerta-. La verdad es que siempre me quedo mal cuando hablo con vos.

Me acuerdo perfectamente que esa noche dormí en un umbral. No en cualquier umbral: en el umbral del edificio de Francisco, uno de los vitalistas que me alojaban cuando no quería volver a mi casa. De hecho, en casa de Francisco terminé arreglando para vivir por un tiempo a cambio de una guita mínima, que podía cubrir con el estipendio de la beca. Me dediqué a estudiar, casi como fuera una carrera contra el tiempo, y ese año no me fue mal. Quería sostener mi distancia con mi casa, y el plan era recibirme lo más rápido que pudiera. A María la perdí de vista, también a Javier. De vez en cuando pasábamos de largo con Francisco y compañía en el edificio tocando la guitarra y hablando sobre si Dios existiría, o sobre cómo íbamos a ganarnos la vida, o sobre si tenía razón Javier cuando decía que el amor era un engaño de la civilización contra una alimaña muy astuta, que había tomado consciencia del estado postcoital y estaba cerca de dejar de reproducirse. Francisco era de una zona en la que esas cosas no se hablaban o se resolvían colgándose de una viga después de soportar una temporada de magún, esa depresión folclórica que podía estar o no en sus genes, porque era medio piamontés y medio indio. Yo estudiaba y estudiaba, y me pasé dos años así, yendo a controlar a mi madre y sus dolores una vez por mes, viendo a mi hermana estancada en una depresión que se mezclaba con estupidez, hasta con una especie de retraso. Ella seguía durmiendo en la habitación que antes dividíamos con un ropero, con el lujo añadido de tenerla toda para ella. Como la mayoría de la gente de su edad en esos años, no trabajaba ni estudiaba. Mi vieja se rompía la espalda cargando viejos, pero como no pagaban alquiler tenían la supervivencia cubierta. Cuando volvía de esas visitas pasaba un tiempo, unos días, en que casi no podía estudiar, aterrado por mis genes. Después las ruedas volvían a moverse y me subía de nuevo a la carrera contra mí mismo.

La rueda giró hasta que un día Francisco me dijo que se veía con María. Me parecía fantástico, no es que yo hubiera quedado colgado de ella y fuese a desangrarme de celos. Lo que sí me daba era curiosidad, pero Francisco no era propenso a las confesiones. Era un galán de pueblo que se regía por un principio machista pero limpio: los caballeros no tienen memoria. Yo tenía un poco de curiosidad. ¿Qué estaba haciendo ella que no se la veía en la facultad? ¿Dónde había vuelto a encontrarla? A Francisco ella no le interesaba mucho, un desprecio que me hacía pensar en lo cobarde que había sido la noche que había pasado en su casa, hacía casi un año y medio ya: en ese momento en que no me había atrevido a cubrir los diez centímetros que nos separaban. De hecho, María y Francisco dejaron de verse después del “incidente”, como lo llamaba Francisco riendo. Estaban en la pieza de María, acostados en la cama, y entonces el padre de ella entró descontrolado, sin golpear la puerta, y le gritó a María que si iba a ser tan puta como su madre se fuera también de la casa. Corrió dos metros para agarrar a Francisco de la remera y él saltó y se descolgó por la ventana como un campeón de parkour, y escuchó a la distancia los gritos descontrolados de los dos.

-No sé si no las caga a palos a las dos, aunque no creo a Mercedes. Es una arpía que da miedo. Me da la impresión de que ninguno de los tres está bien de la cabeza.

Ironías aparte, él no la vio más, y yo tampoco por un tiempo. Estaba terminando el tercer año de la carrera y como la beca se me terminaba me busqué un trabajo que estuviera mínimamente relacionado con la psicología. Fui a una entrevista en un hogar de medio camino y empecé a trabajar atendiendo esquizos, rehabilitados, fronterizos, espásticos y los famosos PC. En un punto me sentía, ya, el Licenciado Tal, y además el sueldo era, considerando la historia de mi economía, glorioso. El sentido del humor era obligatorio: Joaquincito tenía quince años, estaba todo el tiempo vibrando como un electrodo, su miembro viril parecía el Obelisco, no podía tenerlo dentro de sus calzoncillos ni diez minutos. Juana y Diana cantaban la canción del Quini 6 por intervalos.

-¡Quini quini quini seis!- decía Diana.

-¡Con revaaaaan-cha!- respondía Juana.

Yo me calzaba el ambo, me atajaba de secreciones, manipulaba cuerpos, volvía roto. Seguía estudiando, seguía en lo de Francisco. Parecía estar haciendo un camino del que llevaba un kilometraje aceptable, lo que me daba una seguridad que nunca había tenido.

Fue entonces cuando me crucé de nuevo con María. Ella estaba en el centro, en el bar de una librería, con el pelo más corto. Parecía tensa, leía sobre las tazas y platos de su desayuno, y me acerqué a saludarla. Se sorprendió, me dio un abrazo, me senté a tomar un café con ella. Nos pusimos al día: ella estaba trabajando en una oficina pública y vivía sola ahora. Después agregó, de la nada, algo que parecía demasiado delicado para contar en ese momento. Me dijo que madre se había ido de su casa y vivía en el mismo edificio, dos pisos más arriba, y se estaban llevando mejor, aunque yo no tenía idea de que se llevaran mal. Cuando le dije que me iba (tenía que trabajar, Juana y Diana, etcétera), me invitó a cenar, y acepté a pesar de que parecía que jugábamos a los adultos.

Ese mismo fin de semana fui a su casa, cenamos algo exagerado (coles de Bruselas, probablemente, o mejillones), tomamos un vino carísimo que era imposible que yo apreciara y ella puso boleros en versiones que no estaban de moda, versiones viejas que cantaba con una voz que estaba entrenando con un profesor de canto. Media hora más tarde estábamos en su dormitorio. Un dormitorio de mujer grande que no tenía nada que ver con la pieza compartida con Francisco y la cucheta en la que yo dormía. Antes de entrar a la cama me saqué los pantalones a los tirones, a los saltos, como un salvaje o como un chico.

-Así no…- dijo María. Sonaba decepcionada porque yo no estaba ni de lejos a la altura de lo que ella pretendía para el momento.

De todos modos, pasé el día siguiente con ella. Era domingo, no tenía parciales, no trabajaba. Nos despertamos en el departamento amplio, María abrió corrió las cortinas de black out y apareció el sol impactando de lleno en el balcón que daba a Obispo Trejo. Bajamos, compramos el desayuno y pasamos el día yendo de la cama al living, contándonos nuestras vidas de un modo en que no lo habíamos hecho, hablando de películas y discos, discutiendo los detalles que Francisco me había contado. Por momentos la miraba y pensaba en el tiempo que había pasado desde que nos habíamos conocido, en lo que me había costado estar ahí, con ella. Por momentos la miraba y pensaba en el tiempo que había pasado desde que nos habíamos conocido, en lo que me había costado estar ahí, con ella. El pensamiento era desagradable, pero sentía que había sido admitido en un lugar del que siempre había estado afuera.

En un momento de la siesta sonó el teléfono fijo y era Mercedes que avisaba que bajaba.

-Estoy con alguien, mamá- dijo María.

Eso no pareció contener a Mercedes. Mientras ella bajaba yo me vestí y pensé que el padre de María y su pelo de peluquero habían salido del panorama. Mercedes entró impecablemente vestida (María usaba una bata digna de una película de Blake Edwards) y las dos se sentaron en el desayunador. María me presentó.

-¡Ah, pero si lo conozco! ¡El borracho que no podía tener mucama!- dijo Mercedes.

Se quedó un rato largo en el que un poco nos pidió que la pusiéramos al tanto de lo que estábamos hablando. Hicimos la misma rutina de repasar el cine y los libros que estábamos leyendo pero ahora con su intromisión, y volvió a pasarme lo mismo que aquella vez. Mercedes parecía una versión perfeccionada de María y verlas hablar a las dos era como ver una coreografía natural, espontánea, aunque qué tan espontánea podía ser esa performance para la que ensayaban todos los días de sus vidas. María me había dicho que era bastante incómodo tenerla a dos pisos de distancia, pero así se habían dado las cosas, y ahora la veía sostener una especie de rictus, una amargura aleteando en las comisuras de los labios, una evidente pesadumbre en el esfuerzo de empatar el glamur, la seguridad, la inteligencia de Mercedes.

En un momento ella, Mercedes, me preguntó en que estaba trabajando. Le conté del Centro de Medio Camino, de los fronterizos y Joaquincito y el miembro insoslayable.

-¿Tu mamá no trabajaba en un geriátrico? La fruta no cae lejos del árbol.

Varias veces he tenido que encontrarme con gente que cree que la sinceridad más hiriente es una forma del humor, o una obligación contractual de las conversaciones. Nunca sé cómo reaccionar, y en general hago siempre lo hice en esa ocasión: sonreír y decir con humildad que sí, que algo de eso había.

Los siguientes fines de semana fueron muy parecidos, pero yo ya sabía que mi aventura con María tenía fecha de vencimiento. La escuché hablarme de un novio que la había dejado y se había vuelto “un cuerpo ausente”, como un desaparecido (me leyó una carta completa que le había escrito). La vi comprar vinos caros, vestir batas y pantuflas de la Edad Dorada de Hollywood, la vi componer desayunos fastuosos que parecían importados de Brasil, la vi tomar clases de canto con un viejo cantante de tangos, la vi ir a cineclubes, alquilar películas griegas y húngaras, aprender idiomas, esforzarse por cubrir la distancia que la separaba de la gracia natural de Mercedes. Mercedes bajaba las siestas de los domingos, desparramaba su aura y alrededor de María se cerraba una nube oscura pero semitransparente, pero yo no podía hacer nada por ella.

Una tarde, mientras me despedía de ella en la playa de estacionamiento de su edificio, le dije que estaba complicado, que quizás no podía estar a la altura de lo que fuera que esperara de mí. Se me acercó, me dio un beso brevísimo.

-No tenés que marcar tarjeta. Podés verme cuando quieras.

Yo tenía mi propia nube negra. En esos días mi vieja se había quedado sin trabajo, y ella y mi hermana estaban mano sobre mano en la casita de mis abuelos. Hice números y muy rápido se me hizo claro que, si pretendía ayudarla, ya no podía seguir viviendo con Francisco. Mi sueldo no alcanzaba para sostener mi parte del alquiler, mi ropa, mi manutención y las de mi familia. Volví a la casa y desde el primer minuto sentí la asfixia de las paredes cerrándose sobre mí. Todo era minúsculo, olía mal, todo estaba desconchado, roto, todo era una mugre.

Mi vieja intentaba mover hilos para pegar un trabajo y yo iba todos los días al mío romperme la espalda, pero ya no eran las mismas sensaciones. Las palabras de Mercedes me habían quebrado. En las reuniones de trabajo, las bromas sobre el pito de Joaquín o los jingles a dúo me dejaban al borde del ataque de nervios, y cuando volvía a la casa minúscula molido de luchar cuerpo a cuerpo con un ejército descerebrado estudiar me resultaba imposible. Mi hermana y yo habíamos vuelto a dividir la habitación con el viejo placar. Un vecino nos había colgado del cable y a veces me despertaba a la madrugada y encontraba a mi hermana frente a Dawson’s Creek o Felicity con la mirada perdida, bañada por la luz catódica y por los copos del revoque que caían desde el techo como la nieve de un pisapapeles de vidrio.

Cuando María me llamó por teléfono maldije que no lo hubieran cortado todavía. Pensé que Francisco había cometido la infidencia de dárselo, pero le había bastado buscar en la guía. Habían pasado casi dos meses desde que había dejado de verla y sonaba crispada y dolida, pero me dijo que solo quería recuperar su revista. Me había prestado en algún momento un ejemplar de El péndulo, que yo había leído con descuido y ahora estaba lleno de manchas de café, arrugas, toda mi desprolijidad grabada en las páginas. Le dije que se lo iba a llevar cuando pudiera y me dijo que no, que estaba viniendo a mi casa en ese mismo momento. Corté el teléfono, fui a buscar la revista a la habitación (mi hermana dormía roncando boca arriba en su cama, al otro lado del placar) y me senté con la revista sobre la mesa. Estaba en pésimas condiciones.

Pensaba en eso cuando sonó el timbre. Me levanté, abrí la puerta que daba al terroso jardincito delantero y salí en cuero, como estaba. María estaba vestida con una boina que la protegía del frío de junio, una cazadora de cuero, botas. Algo en el brillo de sus ojos y de sus labios la hacía más parecida a Federico Moura que nunca. Yo tenía la revista escondida detrás de mi espalda. Me acerqué a la reja que separaba el patiecito de la vereda y la saludé.

-Acá está- le dije, extendiéndole la revista a través de los barrotes.

María agarró la revista y la miró como con asco. Mientras la hojeaba vi en su auto a Mecedes, sentada en el asiento del conductor. María me miró.

-Está destruida.

-Está como está. No la puedo hacer de nuevo.

Volvió a mirarme y, sin decir una palabra, se dio la vuelta y subió al auto.

Yo volví a la casa y puse una pava, preparé el mate como había aprendido a prepararlo con Francisco, cebé el primero y, mientras esperaba me di cuenta de que el auto no había arrancado. Me levanté, fui hasta la puerta y miré a través del ventanuco de la puerta. Mercedes y María estaban en el auto, sentadas, parecía que en silencio. Las estuve mirando unos minutos y las vi inmóviles. Solo se veían cabeceos, temblores casi imperceptibles que podían delatar el movimiento de los labios al hablar, pero nada más. El auto no arrancaba y ellas no se movían. Volví a sentarme y tomé un par de mates esperando el sonido del motor, pero el sonido no llegaba.

Así que durante un par de horas estuve yendo y viniendo de la puerta a la mesa, mirando el auto quieto y a las dos mujeres mudas, incapaz de imaginarme lo que estaban haciendo. A mi alrededor, el polvo del revoque flotaba dorado entre los rayos que entraban por la claraboya, planeaba con suavidad, hacía volutas.

 

Favio Lo Presti es docente y escritor. Entre sus libros, Recuerdos de Córdoba, Los veranos y Los nombres.