Aceitunas negras, anchoas en aceite de oliva, alcaparras en vinagre y algo de limón. Con eso, pan tostado y, claro, un buen tubo de vino, El Pejerrey Empedernido te pone la mesa y vos no te querés levantar.
Así es mis contertulios de lecturas digitales. Hoy este Peje sale músico de mentirilla y truques, porque aquí les presento mi Blues del Totín, en recuerdo con aplausos a un libro que acabo de cerrar por no sé cuántas veces leído, que se intitula Siberia Blues, de Néstor Sánchez, en la edición de Paradiso, ese sello de culto para las letras nuestras que pergeña cada noche sus títulos en las sombras de un callejón pero ruidoso al fin, en el barrio de Almagro – Buenos Aires, 2006 -, y evoco sobre ella lo que escribiera Liliana Guaragno: El “fuego sagrado del ocio” marca la frontera de la barra de Tomasol en el barrio de Villa Urquiza, franja lumpen del ‘40 ajena a la “caravana de sudor” que entra en foco en Siberia blues (1967), desde su apogeo hasta el destierro de la quinta de Saavedra que con la ideología peronista del progreso se convertirá en parque y museo, y barrio obrero ajardinado. Una lente narrativa desapasionada toma secuencias o anda a travelling largo o con pensamiento fotográfico y convoca los diferentes tiempos y espacios que se fragmentan y se corresponden entre sí en una fiesta de los sentidos. La primera persona, ese ‘yo’ niño que miraba desde el alambrado al Obispo, el único chico de la barra, iniciará con él la fe de la amistad quince años más tarde por el fuego de un cigarrillo, hasta su desaparición a los 30 años exactos (“El obispo ha desaparecido” fue uno de los títulos que pensó Néstor Sánchez para esta novela), pero de cuya mano maestra se deslindan estos personajes que caen en la sombra de la ciudad o de la cárcel, o en la muerte. Atravesado cada tanto el texto por el resplandor –del patio, de la yegua blanca–, reverbera una escritura de contrapuntos que logra afinar su instrumento con los procedimientos del jazz, la idea de que en el momento de la muerte los instantes de la vida se combinan como plazca, y la fuerza poética que irradia desde los versos de “Zona” de Apollinaire. Leer Siberia blues de Néstor Sánchez es sentir –en el cuerpo, en el oído– la música de Buenos Aires, su ritmo indudable a tramos en ineludible trato con el lenguaje local, los significativos nombres de ciudades, barrios y calles, la extrema elipsis de la oralidad y sus términos y giros reconocidos en su variación, así como los que surgen del juego, el turf, la falopa, o el robo. Un repertorio certero y del detalle graba a su gente y su mundo fuera de las normas en uso, porque en la escritura de Sánchez se “decide” y “deforma” en radical renovación la novela del ’60…Y añade El Empedernido, a Sánchez es obligación leerlo, a menos que quieran perderse esa suerte de encuentro que representa, en calles porteñas, entre Lezama Lima y Joyce; ustedes deciden. Pero sí, tienen razón, me fui al joraca, ya que hoy quería, y lo haré, escribir sobre ciertos antídotos o vacunas, para estar a tono, contra una epidemia nacional que nos enferma a los argentinos desde hace tantísimo tiempo: la del virus cuyo nombre científico no recuerdo pero al que todos conocemos como Tilinguería, y sobre una de su cepas en particular, la que ataca a nuestra lengua, porque no me van a decir que como con delivery y sales no alcanzaba, para hablar de entrega en tu bulín y estamos de ofertas, que ahora nos llegó el take away en vez de para llevar y morfátelo en el rincón mistongo que prefieras, y ni hablemos de los runners, esos cosos y cosas que corren para estar sanos, contra los cuales yo enarbolo a los walkers, si Johnny etiqueta negra mejor. Para no abarcar demasiado me las agarraré ya mismo con el take away, un joraca…y después les contaré de unas recetas que me chafó Ducrot para enviárselas, hace pocos días, a los respectivos bulines de algunas de sus amigas y amigos tan queridos y de quienes me reservo los nombres, pues no crean que soy un chismoso…Y, de paso, otro joraca para vos, delivery… A sus puestos, preparados, listos, ya; vean los que los florentinos inventaron para poder darle al tinto o al del colorete que fuere sin contagiarse durante la Peste Negra del siglo XVI…Y la voy a hacer corta, ya les paso un resumen que me afané de un escaparate internetero…Leed: hace más de cuatrocientos años se popularizaron en Florencia los llamados buchetti del vino – agujeros, boquetes decorados en arte y alma en las paredes taberneras, para despachar el sabio jugo del noble racimo a toda la vecindad que lo apeteciese, mientras guardaban muy mucho las distancias sanitarias, en tiempos en que no existía el alcohol en gel, sí la lejía y el jabón pero bueeee, sin conocerse aún acerca de sus intachables eficacias para matar a los bichos que acababan con los humanos. Y son tan bellos y por aquellas tierras tan amantes del patrimonio cultural, que muchos, casi doscientos buchetti de vino aún existen en Florencia; y lo útiles que resultaron cuando al turrísimo COVID se le ocurrió jodernos la vida. Ahora sí a mis recetas: Alguito como para comenzar mientras arriban las grandes emociones cocineras…un suerte de pulens o puré untuoso de aceitunas negras, anchoas en aceite de oliva y alcaparras en agua vinagrosa, con un poquillo de jugo de limón, que por el Mediterráneo los franchutes le dicen tapenade, un opus de epifanías para deslizarlo con amor sobre rodajas de pan tostado; y a darle al vino, por supuesto…Y una pasta casera, cintillas por ejemplo, y sobre las cuales ni pienso contarles secretos del amasado, a ser aliñadas con botarga, que nos llega de la Cerdeña y son huevas de pescado secadas en sal gruesa durante una cuantas semana – la que me afanó Ducrot consistía en huevas de salmón del Atlántico -, todo salteadillo en aceite de oliva, ajos y ají molido, para cuando una vez con la fuente sobre la mesa, puedan vosotros besar semejante amor con un salpicada de falso caviar – secreto de los secretos –, concebido a partir de esas maravillas rubias o morenas corvinas que alguna vez estuvieron con toda mi parentela, allá entre las aguas del Tuyú. Camaradas, compañeras y amigos, claro que todo ello es una buena excusa para seguir de rumba o danzón con nuestras botellas de vino, que Malbec o Sauvignon Blanc, o ambos en vaso y vaso, no remezclaos’ ni atorados… ¡Y salud!
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