“Poco a poco la ausencia del otro pasó de ser una secuela normal de la cuarentena a una carencia que jode, que duele”, dice el autor de esta nota. Y se pregunta cómo será volver a mirarse, tomarse las manos y volver a sentir el calor de la piel del otro. (Foto de portada: Patricia Ackerman)

Extraño. Cumplí, como todos, un mes de este encierro necesario, imprescindible. Pero cada día que pasa de esta cuarentena extraño más al otro.

En la panadería de la vuelta o en el almacén de la esquina, nos miramos desde el barbijo como si fuera una trinchera, con un miedo que no se dice pero se siente en el silencio de las calles sin pibes y con pocos autos.

Le damos la espalda a la plaza verde y abandonada. Hacemos cola atentos, nos fijamos si mantenemos la distancia, evitamos cruzarnos en los pasillos del chino. En la cabeza se nos enredan los protocolos con las noticias y las cifras de esta pandemia maldita. Pero algo me alegra: percibir que poco a poco vaya calando eso de que cuidarse es cuidar al otro.

Siento que la mayoría tenemos en cuenta todo. O casi. Y eso es bueno, necesario. Aun así, termino regresando a casa con las bolsas llenas y el alma vacía después de andar por una Buenos Aires que parece habitada por muñequitos de Lego que van y vienen evitándose, hablando lo justo.

Al principio no me daba cuenta. Pero poco a poco la ausencia del otro pasó de ser una secuela normal de la cuarentena a una carencia que jode, que duele. Me falta caminar y ver la disimulada coquetería de una mujer que se mira de reojo en la vidriera de un negocio, la puteada ronca del caminero que protesta en la esquina o los saltitos del pibe que va de la mano del padre. Me falta el olor a pizza, cruzar la mirada y adivinar una sonrisa, el humo del café de la avenida y el abrazo del amigo que me espera.

Es curioso esto de la cuarentena. Porque la verdad es que nos la vamos rebuscando, unos con demasiado esfuerzo otros con menos, para tener lo que necesitamos. Pero a la vez siento que nos falta todo y que cuando nos recuperemos de esta peste quizás nada sea igual.

Cómo será, me pregunto, cuando podamos mirarnos a cara limpia, sin miedos a la cercanía y sin la urgencia para evitar el contagio. ¿Será como era antes de vernos obligados a esta distancia tan necesaria como inhumana?

A veces imagino el primer encuentro con una amiga o compañera, querida, amada o deseada, cuando se levante esta suerte de “ley seca” de todo contacto. Imagino la terraza de un bar, una copa de vino de por medio para brindar y las miradas que se clavan poniendo fin a la proscripción. Cómo será simplemente eso, mirarse. Cómo será, me pregunto, tomarse las manos, volver a jugar con los dedos y sentir el calor de la piel después de días y días de estar enclaustrados en nosotros mismos. ¿Será igual que antes? ¿O la veda nos habrá enseñado algo? No sólo sobre el valor del otro, sino que sin el otro –sea pareja, amiga, vecino o simplemente otro- somos poco más que nada.

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