Crisis económica y de la representación, cierto “desorden” cultural y mundial, son causas comunes en el ascenso de los posfascismos, como sucedió en el pasado. En ellos, el antisemitismo en general fue reemplazo por la islamofobia y la xenofobia. Este nuevo fascismo, menos épico e imperial que el del siglo XX, ultraconservador, defensivo y asustado, puede conducir al mundo a nuevos abismos.

El ascenso de la derecha radical es uno de los rasgos más destacados de la situación internacional actual. Desde los años treinta del pasado siglo, el mundo no había experimentado un crecimiento similar de movimientos de derecha radical, que inevitablemente despiertan la memoria del fascismo. Al principio, el núcleo de esta tendencia era la Europa continental, con el ascenso del Frente Nacional en Francia y otros movimientos de extrema derecha de Europa central. Hoy, los partidos de extrema derecha están en el poder en siete países europeos –Austria, Bélgica, Hungría, Polonia, República Checa y Finlandia– y están fuertemente representados en la casi totalidad de los países de la UE.

El éxito de Alternative für Deutschland y de Vox demuestra que Alemania y España ya no son excepciones. Y que, tras la elección de Donald Trump en EE.UU. y de Bolsonaro en Brasil, esta tendencia ha adoptado una dimensión global. Los fantasmas del fascismo reaparecen y reabren viejos debates: ¿acaso el viejo concepto de fascismo da cuenta de la novedad del ascenso de las derechas radicales? El concepto de fascismo es transhistórico; transciende el tiempo en que apareció y puede ser utilizado con el fin de aprehender nuevas experiencias, que están conectadas con el pasado a través de una tela de araña de continuidades temporales (este fue el caso de las dictaduras latinoamericanas de los años setenta). No obstante, las comparaciones históricas establecen analogías y diferencias más que homologías y repeticiones. A veces revelan que los viejos conceptos no funcionan y deben renovarse.

Hoy el ascenso de las derechas radicales despliega una ambigüedad semántica: por un lado, prácticamente nadie habla de fascismo –exceptuando, quizás, en relación con Bolsonaro– y la mayor parte de los comentaristas reconocen las diferencias existentes entre estos nuevos movimientos y sus ancestros de los años treinta; por otro, cualquier intento de definir este nuevo fenómeno implica una comparación con el periodo de entreguerras. Resumiendo, el concepto de fascismo parece a la vez inapropiado e indispensable para comprender esta nueva realidad. Esta es la razón por la cual el concepto de posfascismo se corresponde con este paso transicional. Posfascismo debe ser entendido tanto en términos cronológicos como políticos: por un lado, estos movimientos aparecen con posterioridad al fascismo y pertenecen a otro contexto histórico; por otro, no pueden definirse comparándolos al fascismo clásico, que sigue siendo una experiencia fundacional. Por un lado, ya no son fascistas; por otro, no son totalmente distintos, son algo intermedio.

Ni falso ni suficiente

Una situación tal nos recuerda la famosa sentencia del 18 Brumario de Karl Marx, donde comparaba a Napoleón Bonaparte con su sobrino, Luis Napoleón; la historia se repite: primero como tragedia y después como farsa. Trump, Bolsonaro y Salvini parecen caricaturas de Hitler y Mussolini. Esto no es falso del todo, pero no es suficiente.

El ascenso de la derecha radical no es la única analogía actual respecto a la situación del mundo de entreguerras. Otras similitudes son evidentes y se han puesto a menudo de relieve: en primer lugar, la ausencia de un orden internacional y las sucesivas oleadas concéntricas de crisis económica. En los años veinte y treinta, dicho caos dependía del colapso del concierto europeo del siglo XIX, mientras que hoy en día es el resultado del fin de la Guerra Fría y de su mundo bipolar. La ausencia de un orden internacional siempre hace emerger la demanda de hombres fuertes. En los años treinta como hoy, la crisis económica ha alimentado el ascenso del nacionalismo, la xenofobia, el racismo y la demanda de poderes autoritarios. No resultaría difícil trazar un paralelismo entre la crisis económica, política y moral de Europa en los años treinta y la crisis actual en la Unión Europea: no hay más que pensar en la crisis de los refugiados, que parece una repetición de la Conferencia de Evian de 1938.

Sin embargo, me gustaría resaltar algunas diferencias cruciales entre el fascismo clásico y la nueva derecha radical. Estas diferencias se refieren sobre todo al anticomunismo, a la revolución, al utopismo, al antisemitismo y al conservadurismo.

Anticomunismo

Un pilar fundamental del fascismo clásico fue el anticomunismo. Tras la Gran Guerra, el anticomunismo fue el crisol de la transformación del nacionalismo desde una derecha conservadora hacia una derecha revolucionaria: Mussolini definió dicho movimiento como una revolución contra la revolución. Hoy, tras el colapso del socialismo real y el fin de la URSS, el anticomunismo ha perdido tanto su atractivo como su significado. A veces sobrevive –pensemos en la campaña de Bolsonaro contra el marxismo cultural–, pero se ha vuelto marginal.

Esto tiene algunas consecuencias considerables. Ya no existe la potente frontera que en el pasado separaba al fascismo de la izquierda y el movimiento obrero. Le Pen, Salvini, Orban y Trump han reintegrado a la clase obrera en la comunidad nacional. Lógicamente, se refieren a la clase obrera nacional, en su mayor parte compuesta de hombres blancos, pero dicen defenderles contra la globalización. Ha caído una frontera significativa. En perspectiva histórica, el posfascismo podría verse como un resultado de la derrota de las revoluciones del siglo XX: tras el colapso del comunismo y la adopción de la gobernanza neoliberal por los partidos socialdemócratas, los movimientos de derecha radical se convirtieron, en muchos países, en las fuerzas más influyentes opuestas al sistema, sin mostrar una vertiente subversiva y evitando cualquier competencia con la izquierda radical.

De acuerdo con el paradigma populista clásico, la derecha radical no ha abandonado el viejo mito del buen pueblo opuesto a las élites corruptas, pero lo ha reformulado de un modo significativo. En el pasado, el buen pueblo significaba una comunidad rural étnicamente homogénea opuesta a las clases peligrosas de las grandes ciudades. Tras el fin del comunismo, una clase obrera derrotada golpeada por la desindustrialización ha sido reintegrada en dicha comunidad nacional-popular. El mal pueblo –inmigrantes, musulmanes y negros de los suburbios, mujeres con velo, yonquis y gentes marginales– es fusionado con las clases ociosas que adoptan costumbres liberadas: feministas, defensores de los derechos de los gays, antirracistas, ecologistas y defensores de los derechos de las personas migrantes. En fin, el pueblo bueno del imaginario posfascista es nacionalista, antifeminista, homófobo, xenófobo…, y alimenta una clara hostilidad contra la ecología, el arte contemporáneo y el intelectualismo.

Antiutopismo

El posfascismo pertenece a una era posideológica perfilada por el colapso de las esperanzas del siglo XX y no rompe su temporalidad presentista que, en palabras de Koselleck, carece de un “horizonte de expectativas”. En los años treinta, el fascismo reivindicaba una revolución nacional y se pintaba a sí mismo como una civilización alternativa, opuesta tanto al liberalismo como al comunismo. Anunciaba el nacimiento de un hombre nuevo que regeneraría el continente, sustituyendo a las viejas y decadentes democracias.

El posfascismo no tiene ambiciones utópicas. Su modernidad reside en los medios de su propaganda –todos sus líderes están familiarizados con la publicidad televisiva y la comunicación– más que en su proyecto, que es profundamente conservador. Contra los enemigos de la civilización –la globalización, la inmigración, el islam, el terrorismo–, la derecha radical solo reivindica el retorno al pasado: moneda nacional, soberanía nacional, preferencia nacional, detener la inmigración, la preservación de las raíces cristianas de los países occidentales, etc.

Desde este punto de vista, la nueva derecha radical es más conservadora que fascista; pertenece a la tradición de la desesperación cultural (Fritz Stern) más que a la de la revolución conservadora. Pensemos en el ideólogo de Alternative für Deutschland, Rolf-Peter Sieferle. Escribió un panfleto pesimista en el que se quejaba de la decadencia de Alemania dominada por valores cosmopolitas y posnacionales, completamente remodelada por la idea de Habermas del patriotismo constitucional. Tras la publicación de su testamento intelectual se suicidó. No es realmente la trayectoria de un redentor.

Xenofobia

Un rasgo común de todos los posfascismos es la xenofobia. El odio hacia las y los inmigrantes modela su ideología e inspira su acción. El inmigrante es la metáfora de un enemigo interior que corrompe desde dentro el cuerpo nacional como un virus o un cáncer. La búsqueda de un chivo expiatorio es un elemento constitutivo del discurso fascista, pero hay que observar un cambio capital: el desplazamiento del antisemitismo hacia la islamofobia. El principal objetivo de los movimientos posfascistas ya no son los judíos, sino los musulmanes.

El fascismo era profundamente antisemita. El antisemitismo modelaba el conjunto de la cosmovisión del nacional-socialismo alemán y afectó profundamente a las distintas variantes de los nacionalismos radicales franceses; se introdujo en las leyes de 1938 del régimen fascista italiano e incluso en España, donde los judíos habían sido expulsados a finales del siglo XV, distinguía la propaganda de Franco, que los identificaba con los rojos, enemigos ambos del nacional-catolicismo.

Claro que, durante la primera mitad del siglo, el antisemitismo se había extendido prácticamente a todos los ámbitos; desde las capas aristocráticas y burguesas –donde trazó fronteras simbólicas– hasta la intelligentsia: muchos de los escritores más leídos de los años treinta no ocultaron su odio hacia los judíos.

Hoy, el racismo ha cambiado sus formas y objetivos: el inmigrante musulmán ha sustituido al judío. El racismo –un discurso científico basado en teorías biológicas– ha sido sustituido por un prejuicio cultural que pone el acento en una discrepancia antropológica radical entre la Europa judeocristiana y el islam. El antisemitismo tradicional, que modeló todos los nacionalismos europeos durante más de un siglo, se ha convertido en un fenómeno residual. Como en un sistema de vasos comunicantes, el antisemitismo de preguerra empezó a declinar y aumentó la islamofobia. La representación posfascista del enemigo reproduce el viejo paradigma racista y, como el antiguo bolchevique judío, se representa al terrorista islámico con rasgos físicos que denotan su alteridad.

Conspiración

A veces el antisemitismo y la islamofobia coexisten en el discurso posfascista como dos figuras retóricas complementarias. El caso más impactante de dicha combinación se encuentra en Viktor Orban, el jefe del gobierno húngaro, quien denuncia una doble amenaza: una conspiración financiera organizada por una élite judía que dirige el proceso de globalización desde Wall Street (el objetivo habitual de sus discursos es el banquero George Soros) y una amenaza demográfica encarnada por una inmigración masiva procedente de Asia y África, que se corresponde, a nivel cultural, con una tercera amenaza: la invasión islámica. Sin la claridad de las palabras de Orban, otros dirigentes de extrema derecha de Europa central y occidental sugieren argumentos similares. Pero no deberíamos negar las múltiples contradicciones de semejante retórica xenófoba: Orban, al igual que Trump, Bolsonaro y otros líderes de extrema derecha, tiene muy buenas relaciones con Israel, al que considera un poderoso bastión antiislámico (y como un intermediario útil entre el grupo de Visegrado y Estados Unidos).

En Francia, el arquitecto del mito del Gran reemplazo –la islamización de Francia– es una figura literaria: Renaud Camus, un escritor que no esconde su proximidad al Frente Nacional.

Hace quince años se quejaba en su diario de la presencia judía aplastante en los medios culturales franceses; en los años que siguieron desplazó el foco hacia los musulmanes, cuya inmigración masiva provocaría un gran reemplazo.

Camus pertenece a la vieja escuela del conservadurismo francés. Los más populares defensores de la teoría del gran reemplazo son, no obstante, dos intelectuales públicos judíos:

Éric Zemmour y Alain Finkielkraut. Zemmour ha dedicado a este tema un libro muy exitoso –ha vendido 500.000 ejemplares en seis meses– titulado Le suicide français. Finkielkraut es el autor de otro best-seller, L’identité malheureuse (La identidad infeliz), en el que describe la desesperación de una gran nación frente a dos calamidades: el multiculturalismo y un mestizaje erróneamente idealizado (el mestizaje de una Francia “Negra-Blanca-Beur”). Este discurso no difiere demasiado del antisemitismo de Heinrich von Treitschke. En 1880, este historiador alemán deploraba la intrusión (Einbruch) de los judíos en la sociedad alemana, en la que conmovieron las costumbres de la kultur y actuaron como un elemento corruptor. La conclusión de Treitschke fue una nota de desesperación que se convirtió en una especie de eslogan: “Los judíos son nuestra infelicidad”.

El retorno de lo colonial reprimido

En cualquier caso, la islamofobia no es un simple sucedáneo del viejo antisemitismo, ya que sus raíces son antiguas y posee su propia tradición, que es el colonialismo. El colonialismo inventó una antropología política basada en la dicotomía entre ciudadanos y súbditos coloniales –en francés, las categorías legales de citoyens e indigènes– que fijaba fronteras sociales, espaciales, raciales y políticas.

La matriz colonial de la islamofobia nos aporta la clave para entender la metamorfosis ideológica del posfascismo, que ha abandonado las ambiciones imperiales y conquistadoras del fascismo clásico con el fin de adoptar una postura más conservadora y defensiva. No desea conquistar, sino más bien expulsar (incluso criticando las guerras neoimperiales libradas desde principios de los años noventa por Estados Unidos y sus aliados occidentales). Mientras que el colonialismo del siglo XIX deseaba lograr su misión civilizatoria mediante sus conquistas fuera de Europa, la islamofobia poscolonial lucha contra un enemigo interior en nombre de los mismos valores. El rechazo sustituyó a la conquista, pero sus motivaciones no cambiaron; hoy en día, el rechazo y la expulsión buscan proteger a la nación de su influencia deletérea. Ello explica los debates recurrentes sobre la laicidad y el velo islámico que conducen a la ley islamófoba que lo prohíbe en espacios públicos. Este acuerdo consensuado sobre una concepción neocolonial y discriminatoria de la laicidad ha contribuido significativamente a la legitimación del posfascismo en la esfera pública.

Republicanismo de derecha

El posfascismo no oculta sus inclinaciones autoritarias –exige un poder ejecutivo fuerte, leyes de seguridad especiales, la pena de muerte, etc.–, pero ha abandonado su viejo marco ideológico –lo cual supone una ruptura real con el marco tipo ideal fascista– con el fin de abrazar la Ilustración. En la era postotalitaria de los derechos humanos, eso le aporta respetabilidad. El colonialismo clásico se desarrolló en nombre del progreso y, en Francia, del universalismo republicano; esta es la tradición con la que el posfascismo intenta fusionarse. No justifica su guerra contra el islam con los viejos y hoy inaceptables argumentos del racismo doctrinal, sino con la filosofía de los derechos humanos. Marine Le Pen –quien se ha distanciado claramente de su padre en este tema– no desea defender exclusivamente a los franceses nativos contra los inmigrantes, también desea defender a judíos y mujeres contra el terrorismo, el comunitarismo y el oscurantismo islámico. Homofobia e islamofobia gay friendly coexisten en esta derecha radical cambiante. En los Países Bajos, el feminismo y los derechos de los gays han sido el banderín de enganche de una campaña violentamente xenófoba por parte de Pim Fortuyn, y posteriormente de su sucesor Gert Wilders, contra la inmigración y los musulmanes.

Durante los años treinta, el miedo al comunismo empujó a las élites europeas a aceptar a Hitler, Mussolini y Franco. Como han señalado diversos historiadores, dichos dictadores ciertamente se beneficiaron de sendos errores de cálculo cometidos por los hombres de Estado y los partidos conservadores tradicionales, pero no hay duda de que sin la Revolución rusa y la Gran Depresión, en medio del colapso de la República de Weimar, las élites económicas, militares y políticas no habrían permitido a Hitler tomar el poder. Hoy, en Europa, los intereses de las élites económicas están mucho mejor representados por la Unión Europea que por la derecha radical. Esta podría convertirse en un interlocutor creíble y una dirección potencial tan solo en el caso de un colapso del euro, lo cual empujaría al continente a una situación de caos e inestabilidad. Desgraciadamente, no podemos excluir dicha posibilidad. Las élites de la UE nos recuerdan a los sonámbulos al borde del precipicio de 1914, a los defensores del concierto europeo que se dirigían a la catástrofe sin ser en absoluto conscientes de lo que estaba sucediendo.

Las raíces de los movimientos de derecha radical son antiguas, pero su ascenso ha sido significativamente potenciado por la crisis económica, que ha revelado dramáticamente la relación simbiótica existente entre las élites políticas (basta pensar en Hillary Clinton en Estados Unidos) y las financieras. A diferencia, tanto de los partidos socialdemócratas como de la derecha tradicional que apoyó y encarnó dicha simbiosis política y económica, la derecha radical de la UE siempre se opuso a la introducción de la moneda común (el euro) y sus políticas de austeridad. Esta es la premisa de su crecimiento espectacular. Las élites tradicionales no son la alternativa al ascenso del posfascismo por la simple razón de que son su causa principal.

Populismo

El discurso acerca de la decadencia, la identidad amenazada, la inmigración descontrolada, la invasión islámica y la defensa de Occidente es bastante común entre todas las corrientes conservadoras y los partidos gubernamentales de la derecha tradicional. Lo que distingue al posfascismo de ellos es el nacional-populismo. La derecha radical desea movilizar a las masas y reivindicar un despertar nacional para apartar a la élite corrupta, dirigida por el capitalismo global y responsable de políticas que han abierto los países europeos a la inmigración descontrolada y a la colonización islámica.

Resumiendo, no hay duda de que los movimientos de derecha radical contemporánea son populistas –su retórica consiste en oponer al pueblo contra las élites–, pero una definición tan simple describe su estilo político sin aprehender su contenido. Desde el siglo XIX, hemos experimentado un populismo ruso y norteamericano, gran variedad de populismos latinoamericanos, un populismo fascista y un populismo comunista. Hoy en día, esta etiqueta ha sido aplicada a personalidades tan distintas como Hugo Chávez y Silvio Berlusconi; Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon, el líder del Frente de Izquierdas francés; Matteo Salvini, el líder de la Liga Norte italiana, y Pablo Iglesias, el líder de Podemos en España. Populismo es un término camaleónico: cuando el adjetivo se transforma en sustantivo, su valor heurístico cae dramáticamente. Muy a menudo, populismo es una palabra que revela el desdén hacia el pueblo por parte de quienes lo utilizan con el fin de descalificar a sus adversarios. Esta es la razón por la cual creo que posfascismo es una definición mucho más pertinente.

Hoy en día el posfascismo está creciendo en todas partes y no sabemos el desenlace de su proliferación. Podría mantenerse en el marco de la democracia liberal, pero también podría experimentar una nueva radicalización, especialmente en el caso de un colapso de la Unión Europea, que es uno de sus objetivos.

Las premisas de ambos desarrollos ya existen. Como afirmé al principio, la segunda opción lograría la transformación del fascismo en un concepto transhistórico. En este caso, nos veríamos compelidos a reconocer que el fascismo no fue un paréntesis del siglo XX.

 

* Historiador y pensador italiano. Actualmente enseña en la Universidad de Cornell (EEUU). Ha publicado recientemente Las nuevas caras de la derecha (2018) y Melancolía de izquierda (2019.

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