Alguna vez Italo Calvino escribió Las ciudades invisibles, un catálogo de parajes donde suceden cosas imprevistas. Aquí, se agrega una situada en el reino del Gran Khan donde hay una clave, casi imposible de encontrar, para vencer a la muerte.

Cuando salgamos de este año de la pandemia, recordaremos que ante la muerte que acaso pasó al lado nuestro sin que la viéramos, debimos encerrarnos para protegernos. Y que, en el mismo momento, al confinarnos nos acercamos a los demás. Estos días me ha pasado que nos escribimos con muchas personas de las que hacía mucho tiempo que no sabía nada. Por falta de tiempo, porque corríamos a distinta velocidad, porque nuestros destinos eran diferentes. Ahora el tiempo se ha detenido; otra vez es manejable. Podemos volver a hacer lo que no deberíamos haber dejado de hacer nunca: buscar a nuestros semejantes.

Si yo pudiera cometer la herejía de agregarle una urbe a Las Ciudades Invisibles, llegaría al palacio del Gran Khan y, mientras  caminamos por los senderos de uno de sus cuatro bosques, se la describiría de esta manera:

Llegamos a Eolia, ciudad famosa por sus amplias avenidas y su inabarcable mercado, y la encontramos desierta. No había monos organilleros en las esquinas, ni alabarderos de plateadas corazas que custodiaran sus veinte puertas, que estaban todas abiertas. Aunque aún estábamos lejos, de la gran plaza central, pude escuchar con claridad el gorgoteo de la fuente que, en tu magnanimidad, Kubilai, me dijiste que el gobernador había erigido frente a su palacio en tu honor.

Hacia allí dirigí mis pasos, mientras admirábamos las bandadas de pájaros multicolores que habían colonizado la ciudad. A los gritos, desde la ventana más alta de su casa, el gobernador me confirmó lo que las piras humeantes que entreví a la distancia me habían hecho temer: la peste había caído sobre la ciudad y los sabios habían aconsejado reunir alimentos, tapiar las casas y no salir. Le pedí que nos albergara, pero se negó con vehemencia sin ningún temor a tu poder con el que, confieso, lo amenacé. Deambulamos por las calles hasta que nuestro oro persuadió a un anciano de franquearnos su morada.

“No deben engañarse”, nos dijo, “Esta peste no es nueva. Cuando yo nací, y eso fue hace mucho, ya estaba aquí. Sabrán que es un castigo por alguna antigua ofensa”. En el centro de la habitación más grande de la casa, había un enorme mosaico multicolor que cubría toda una pared. Supimos por boca de nuestro anfitrión que en cada casa de Eolia había un ingenio similar. Cada tejuela o trebejo se hundía al presionarla y liberaba un aire ya cálido, ya frío, tibio o sibilante, que traía las voces de alguien que conocíamos. Supimos entonces de la dureza del castigo que había caído sobre los ciudadanos de Eolia. Al apretar un botón de nácar un joven, en susurros, decía haber perdonado una ofensa y aguardar un regreso. Cuatro hileras más abajo, una mayólica rota liberaba las últimas palabras de un padre anciano que pedía perdón. Un cuadrado de tejo daba paso a la voz varonil de un explorador que pedía nuevos mitones desde el Ártico. Otra, cantarina, anunciaba un regreso. Como si se tratara de las teclas de un inmenso órgano, la pared de los mensajes sin respuesta traían avisos vencidos de lo que se podría haber hecho, reparado o acompañado, y tocaban una melodía triste y embriagadora

El anciano, como quien se apiada de nosotros, nos contó que la pestilencia dejará Eolia el día que en dos lugares diferentes, dos de sus habitantes aprieten al unísono la misma tecla. Mientras tanto, la ciudad padece la condena de ser celebrada por sus deslumbrantes avenidas y su floreciente comercio, sin que sus voces de auxilio lleguen a tiempo al resto del Universo sobre el que reinas, magnánimo señor.

Supimos que éramos inmunes al contagio, pero no a la posible enfermedad. Cuando el anciano terminó su historia amanecía. Abandonamos la ciudad. Mis hombres están curtidos por miles de kilómetros, Gran Khan, pero cuando dejamos la mayor de las puertas tras de nosotros, vi lágrimas en sus ojos. Sucede que ninguno de nosotros había resistido la tentación de apretar algún botón de la pared de la casa del anciano. Era difícil hacerlo, con tanta belleza y habilidad estaban combinadas: escamas de dragones, fragmentos coloridos de antiguas cerámicas, doblones de oro, ojos de viejas estatuas. Cuando cada uno de nosotros pulsó algún punto de la pared, las voces entonaron las melodías de lo que podría haber sido, de lo que dejamos, trajeron el aroma de un café tibio cansado de esperar.