Sísifo era hijo del Viento, como Claudio Paul Caniggia, y, al igual que él, rapidísimo para los mandados. Tuvo la suerte de casarse con una estrella, Mérope, y la desgracia de mojarle la oreja a los dioses.

Entre los varios hijos que tuvo Eolo, se destacó por lejos Sísifo: el más inteligente, el más avaro y el más inescrupuloso hombre de su tiempo. Curiosamente, o no tanto, se lo reconocía también como un gran impulsor del comercio. Sísifo fue rey de Corinto pero no vaya a creer usted que eso significaba gran cosa. Aquellos eran tiempos discretos, de reyes pastores, por no decir crianceros, como si dijésemos Duque de Andacollo, o algo así.

Tenía Sísifo un  vecino llamado Autólico, quien era hijo del Dios Ares (Mercurio para los romanos), los dos, padre e hijo, un par de pícaros tramposos. Resulta que Autólico, que era cuatrero, había recibido de Ares el don de tunear los rebaños, de suerte tal que podía poner y sacar cuernos a voluntad, o volver una vaca negra en blanca y viceversa. De este modo, aunque para Sísifo era evidente que su ganado menguaba al mismo ritmo que crecía el de Autólico, nunca podía pescarlo en falta porque sus propios animales se volvían irreconocibles a sus ojos.

¡Qué noche Bariloche!

Una noche Sísifo se quedó grabando en los vasos de sus animales la siguiente frase: “Robado por Autólico”. Se deduce de este hecho una alternativa bastante evidente: o las vacas tenían unas pezuñas enormes o Sísifo la letra muy chica. Como sea, a la mañana siguiente, ni bien comprobó que le habían choreado otra vez, Sísifo convocó al vecindario y, en patota, lo fueron a ver Autólico. Éste, lo más campante, los dejó pasar a sus corrales y allí Sísifo levantó la perdiz levantando los cascos de las vacas.

Aprovechando el revuelo que se armó, Sísifo entró a la casa de Autólico donde encontró a la hija de este, la bella Anticlea quien estaba celebrando su boda. Más ligero que un purgado, Sísifo la sedujo y concibió un hijo en el lecho nupcial. Aquel niño sería nada menos que Odiseo (Ulises para los latinos) quien, con un abuelo como Anticleo y un padre como Sísifo resultó ser un muchacho más peligroso que cepillarle los dientes al león.

Otra que Obras Sanitarias

Bueno, después de aquella aventura, estaba un día Sísifo mateando, en la puerta de su rancho cuando oye un alboroto como para el lado del gallinero, pispea y ve que es Zeus con una china al hombro. Como ya desde entonces estaba naturalizado el patriarcado, Sísifo se quedó en el molde y siguió mateando.

Al rato pasa por allí Asopo, el dios fluvial, desencajado, buscando a su hija. Golpea las manos: “¿Amigo, no vio a una muchacha joven, bonita, de cabello así, y que vestía asá?”. Sísifo, que ya dijimos que era un inescrupuloso total le contestó: “Sí, la vi, pero para decirte dónde está primero tenés que instalarme un manantial acá mismo”. Así lo hizo Aso, que para eso era la divinidad pertinente, y, acto seguido, Sísifo le dio las indicaciones para pasar al fondo, allá cerca del gallinero, donde Asopo encontró a Zeus con los calzones bajos y le dio una paliza de aquellas.

Esto no va a quedar así

Furioso por “perder” a aquella muchacha, furioso por la biaba recibida y furioso por la delación de Sísifo, Zeus ordenó a su hermano Hades, dios de la muerte, que se hiciese cargo del alcahuete.

Llegó Hades a buscar al hombre. Quién es, preguntó este, soy Hades, contestó el dios, dame las manos que nos vamos para el Tártaro, es decir para el inframundo, tu hora ha llegado. Demostrando una sangre fría envidiable, Sísifo respondió: “¿No me diga que usted todavía usa sogas pa’ manear a la gente? ¿No conoce las esposas?”. Hades tenía de malo tanto como de opa, y se mostró interesado por el invento.

La muerte puede esperar

Se las hago corta: Sísifo le puso las esposas a Hades y, al tiro, la gente dejó de morir. La cosa era de no creer: le cortaban el melón a uno en el campo de batalla y el tipo como si tal cosa. Nadie moría, por nada del mundo. Ares, el dios de la guerra, que tenía mucho interés en que los mortales abandonasen este mundo, logró ubicar a Hades y capturar, al fin, a Sísifo.

Pero éste tenía aún una treta más. Antes de que se lo llevaran para el Tártaro, alcanzó a susurrarle a su esposa, la pléyade Mérope, que no le rindiese los tributos fúnebres de rigor. Llegado al reino de la muerte, Sísifo encaró a Perséfone, la señora del lugar y le dijo: “mi presencia aquí es harto irregular. Mi esposa no me ha dado correcta sepultura, estoy como a medio morir. Deme 3 días para ir arreglar este asunto y enseguida vuelvo”.

Linda piedra pa’ mi honda

Perséfone dejó ir a Sísifo… y minga de volver. El hombre siguió  evadiendo olímpicamente a los olímpicos durante una parva de años hasta que por fin consiguieron atraparlo y lo condenaron a un castigo ejemplar: Sísifo debía empujar una enorme piedra cuesta arriba por una colina hasta hacerla caer para el otro lado. Cada vez que llegaba al borde mismo de la cima, faltando apenas una pendejésima para lograrlo, patapúfete, la piedra se despeñaba y Sísifo debía recomenzar la tarea. Y así está, el muy sabandija, por toda la eternidad, de abajo a arriba y otra vez abajo, sin  descanso.

Dijo Albert Camus que, envuelto en sudor y loco de cansancio, Sísifo sonríe aún pues cayó en la suya, sin dar el brazo a torcer, ni ante los dioses ni ante la piedra. En una de esas, quien sabe, mientras sube y baja la colina como loco, sigue pensando el modo de burlarse de los poderosos. Como sea, en los barrios se dice que eso de llevar con bestial esfuerzo algo hasta la cima y luego regresar al llano, se parece en mucho al trabajo cíclico e interminable de los punteros políticos. Gente que, se sabe, lleva la mitología en la sangre.

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