Si se trata de cremas heladas, El Pejerrey Empedernido tiene muchas historias para contar, desde la pasión de los napolitanos renacentistas por ellas hasta la alegría de los porteños en 1845, cuando pudieron probarlas en la Confitería de los Suizos.

Porque estás que te vas, y te vas, y te vas, y te vas, y te vas, y te vas; y no te has ido. Y yo estoy esperando tu amor, esperando tu amor, esperando tu amor; o esperando tu olvido. No me amenaces, no me amenaces, si ya fue tu destino olvidar mi cariño pues agarra tu rumbo y vete; pero no me amenaces, no me amenaces. Ya juega tu suerte, ahí traes la baraja pero yo tengo los ases; porque estás que te vas y te vas… Que si de amores perdidos, o no, nunca mejor que los versos en canto de José Alfredo Jiménez, el de Dolores, Hidalgo, México; aunque como dos y dos son cuatro jamás él se lo hubiese imaginado: aquí este, vuestro humilde escribidor El Peje para ustedes lo entona como imploración al invierno para que parta de una vez por todas, pues tardecitas de sol queremos los habitantes entre las aguas y las arenas del Tuyú, quienes como humanos gustamos del embozo, para acodarnos a la espera del cucurucho que cruje tal cual sagrado cáliz de heladería… Si, ya sé que no hay que aguardar los calores para el refocilo ante tanto contento de embocadura sea con el sabor que fuere, de vuestro agrado y por qué no del mío; chocolate amargo, pistachos o sambayón, que como Zabaione aparece por primera vez en receta de postre o crema, que no de helado, a partir de vinos y yemas de huevo en el libro De Arte Coquinaria (Martino da Como, Italia, 1465). Y ya que estamos de historias, antes de una explicación y de un manifiesto personal sobre preferencias, un algo que añado a la hora de los recuerdos… Antonio Latini fue uno de los grandes cocineros italianos de antaño – autor de la obra Lo scalco alla moderna, de 1692 y 1694 – que registra una de las primeras recetas escritas para salsas de tomate y además sentencia: aquí en Nápoles parece que cada uno nace con el genio y con el instinto de fabricar sorbette, es decir helados. Fijaos también, y otra vez, porque hace ya un tiempo se lo había afanado al amigo Ducrot: el verano porteño de 1845 fue muy caluroso. Sin embargo los habitantes de Buenos Aires se sentían felices. La Confitería de los Suizos, orgullosamente enclavada sobre la calle Piedad (actual Bartolomé Mitre, entre Florida y San Martín) había sacado a la venta helados de crema y de frutas. Unos años después, el italiano Francisco Migone, propietario del Café de los Catalanes, ubicado en la esquina que hoy forman las calles San Martín y Perón, también ofrecía helados de distintos sabores. Por aquel entonces, todos los helados de Buenos Aires eran preparados con hielo llegado desde Estados Unidos y depositado en la heladera del viejo Teatro Colón, construido entre 1855 y 1857. Debajo del sector plateas, el teatro contaba con una heladera con capacidad para mil toneladas de hielo, el que originalmente se utilizó para abastecer cafés y restaurantes. En 1855, todo el hielo que se consumía en la fabricación de cremas heladas y sorbetes llegaba desde Estados Unidos, en forma de barras envueltas en paja y depositadas en el fondo de las bodegas de los barcos. Sin embargo, los porteños conocían el hielo desde 1829, año en que un genovés de apellido Caprile lo traía desde los Alpes italianos y cargaba en el puerto de Génova en tres barcos de su propiedad, el Idra, el Apollo y la Adelayde. La primera fábrica de hielo la tuvieron los argentinos en 1860, y fue obra de un alsaciano llamado Emilio Bieckert; pero en otras comarcas no porteñas se podían refrescar bebidas, conservar alimentos y preparar helados con el hielo que unos veloces jinetes denominados “heleros” traían desde los picos andinos y subandinos. En Mendoza, por ejemplo se come helados desde 1826. Aunque parece que todo comenzó en Babilonia, añazos antes del nacimiento del cofla de Belén, negrito dicen algunas voces que fue y el quilombo que se mandó… Otros que recién por el 400 antes de aquél cofla siempre, pues los persas se solazaban con una especie de budín hidratado con agua de rosas y bien frío; es que por aquellos lares ya sabían conservar los hielos del invierno en una suerte de depósitos bajo tierra. No se privaban de nada che, mezclaban hielo granulado con azafrán y frutas, postrecillos llamados sherbet, de donde proviene la palabra sorbete…Palito, bombón, helaaaadoooo… Y ya entre leyenda e historia, parece que el bestial Ricardo Corazón de León, el cruzado, dicen que en 1191 post el cofla, en las cercanías de Jerusalén, le daba a un casi helado como los de hoy, de aguas florales, con hielos del Líbano… Es decir, para que quede claro, ese cucurucho o vasito pertenece a lo que debería ser la Palestina Libre… Ahora sí entonces, primero la cierta aclaración y después como cierre, mi Manifiesto: ¿se acuerdan de la novela El espía que volvió del frío (1963), del británico John Le Carré, uno de los maestros del espionaje en tiempos de Guerra Fría y anticomunista el hombre, pues qué cerquita del MI5 laburaba? A horas de sentarme a escribir esto que leen ese broli se me ocurrió hojear, no sé por qué, y ¡zas… mi título para hoy!… Porque sin agentes secretos ni otras minucias, cuando en un rato retire el copón mágico del congelador, para sentarme a chismear sobre amores, truques y abandonos con mis vecinos y vecinas, claro, siempre del Tuyú, los helados dejarán sus campamentos blancos para convertirse en cercanos y luminosos objetos del deseo que se consuma, ya. Y en ese momento me las ingeniaré para proclamar mi Manifiesto, que dice un fantasma recorre (…) el barrio, pero un fantasma de jolgorios, con el de frutillas, los de chocolates y sambayones; los granizados y otras cremas más a la moda – ¡Ay, cómo extraño aquella de higos al coñac!- y tantas, tantas…Mi homenaje al fin a los de antes, los Laponia y los Noel, en triciclos en siestas de enero por la calles del barrio; y a dos del hoy aquicito nomás, creo que los mejores de la Villa del Puerto de Santa María de los Buenos Aires: Scannapieco y Cadore… Recoged de Internet por dónde se aposentan y atienden, para concurrir o formular vuestras encomiendas… ¡Salud!

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