Con los fríos se vienen los pucheros y acá El Pejerrey Empedernido te cuenta cómo hace el suyo, siempre con algo de historia pero también de provocación gastronómica. Y como cierre un homenaje a su buen amigo, el Juanito Caminador.
Como es lógico, la barra está hasta los caracúes por tanto encierro. Sabe que gracias al guardarse bajo techo es que estamos zafando de que los estragos del bicho de mierda éste que nos agobia no sean mayores, pero todos quieren estirar la patas, asomar los cogotes y algunos no vemos la hora de cocinar para los gomías y nietos, porque, aunque no lo crean, los Pejerreyes somos del querer y ni les cuento al piberío. Hasta aquí todo perfecto, pero se me cruza lo se me cruza, y de risa por tanta gilastrunada, cuando oigo lo de la luz verde durante algunas horas por día para que los runners, que no son otra cosa que quías ellos y ellas que se enfundan como ninjas en tecnicolor y la pedalean sin bicis y a pata por la ciudad; cuando oigo lo que les decía es que me agarra el esgunfie, no porque esté en contra de la costumbre del correr, aunque prefiero hacerlo si la yuta me caga a gases porque protesto en la calle – aunque nosotros los Pejes cuando la pudrimos, la pudrimos entre las aguas de la laguna de Chascomús, del Paraná o de los mares del Tuyú – o se me escapa el último bondi con destino al fondo de río, pues no me van a negar que las calles de Buenos Aires, Quemú-Quemú, Roma, París o del barrio de la Mondiola y del Mondongo son mejores con paseantes a la tardecita que se miran con deseos, cafetines de botellas generosas y viandantes al porque sí que me importa, con un libro escondido bajo el brazo y las manos en los bolsillos. Además y reitero, los Peje no corremos por correr; cuando no nadamos nos convertimos en caminantes y en mi caso nada mejor que recorrer a paso sin apuros los baldíos del gliptodonte de las pampas, por donde andaban Xul y algún otro bien conocido de Adán, y nada más propicio si en una de esas me encuentro con Johnnie Caminante o Caminador, para chamullarla en local; el mismo que le da al alambique de cobre desde 1805, en Escocia, y eso que lo mío es el irlandés, si es Jameson mejor porque de esa etiqueta era el que solía zamparse el viejo Joyce. Y si andamos por la primera década del XIX, en años más, años menos, Clara, la inglesa, abría su fonda en la Buenos Aires que sería invadida por las tropas de su putísima Majestad, y donde se cocinaba cada día para comensales de toda laya uno de los mejores pucheros u ollas podridas de la villa barrosa que no barroca. Y atención, que el nuestro puchero era el plato de mayor difusión entre los comeres urbanos del Virreinato, no así el locro como suele decirse por ahí, que el guisote de maíz por entonces pertenecía a las mesas camperas y sobre todo del Norte, donde en quechua hervían desde las yanunas. Sí que sí tiene historia e historias; a saber: proviene del cocido español, del potpourri francés, de donde en Burgos parece surgió lo de olla podrida, pero aun tiene más años, pues cuando los sefaradíes habitaban la Península aún libres de las persecuciones que se avecinaban, en su cocina elaboraban la adafina, palabra que proviene de la árabe dafinah, un alusión alude ollas enterradas para cocciones de guisos con agua, carne y sofritos de cebollas con garbanzos, siempre sobre rescoldos. Y la historia del puchero sigue, hasta con tragedias de inicio para los inicios de los argentinos, como fue la del asesinato en alta mar de Mariano Moreno, conspiración reaccionaria que en su momento encabezó Cornelio Saavedra y parece ser planificó una noche de cena en el cuartel de los Patricios, con puchero traído a la ocasión desde aquella fonda que citáramos, la de Clara la inglesa; y hasta aquí llegamos en el divague, porque tan sólo quería contarles dos acontecimientos u ocurrencias, como ustedes prefieran. La primera es que me animo a asegurar que con el paso del tiempo, el puchero se convirtió en un comer que no es cualquier comer, sino que pertenece a, o posee un, rito en todos los casos: difícil cocinarlo para uno mismo, a solas; sí al menos para compartir entre manteles y sábanas después, o en ocurrencia de banquetes colectivos, donde la discusión por el más o por el memos tiende a salvarse con repetidos ¡Salud! y tintineos de vasos, siempre en estos casos, con tinto….de ahí aquello de qué noche ésta para un puchero o que les parece el domingo en lo de la Antonia, que se hace unos pucheritos como los del tango, de gallina y con viejo vino carlón. Y por último, les bato esta mi receta – sin sus secretos incluidos, por supuesto, porque a ellos son ustedes quienes deben descubrirlos, del dafinah argento y contemporáneo con el que la otra noche agasaje a mi amigo Ducrot, en compañía de su bellísima escritora preferida; un puchero que, como verán, tiene cocción sinfónica, porque sus componentes, que son como notas y movimientos, entran a sus respectivos tiempos, ni antes ni después, y mucho menos todos juntos, como repiques: primero un caldo de vegetales, intenso, y tal cual cualquiera se imagina como el que da luz a la consabida sopa de verduras; en él entonces que se cuezan, y ojo con sus respectivos puntos de, las papas, los zapallos, los choclos, las batatas y los repollos; quitados ellos del medio por un rato, les llega el turno en la misma olla caldosa, al osobuco y a ciertas presas de pollo, cuánto mejor que ellas despellejadas, y por fin fuera otra vez, para que la caldosa tome algunos minutos de reposo; en otras aguas han de hervir corto a la panceta, al chorizo de chancho y al colorado, a la morcilla y que si patas y orejas también y mejor; y en otra más, con sal y hojas de laurel, los garbanzos que se habrán inflado antes en aguas diversas…..Ha llegado entonces el momento de mayor dificultad, pues todo ese pentagrama de majestades debe ser ofrendado a los comensales en fuentes con temperaturas justas, qué digo, muy pero que re muy calientes, con precisión de sales y pimientas, y, si me permiten un breve, sutil, unte esparcido de aceite de oliva…y no se olviden del pan crujiente, que si lo frotan suave con ajo tostado, mejor. Entonces sí, ya llegaron Ducrot, su escritora preferida, el vino en botellones tintos y antes, aunque no tanto, un buen conversatorio de cristales con el Caminador, es decir mi otro amigo; aquel llamado Johnnie. ¡Salud!
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