El Pejerrey Empedernido propone hoy hacerse unas riquísimas croquetas de arroz, pero ojo, no cualesquiera sino las de la mismísima Adelina, la cocinera del Comisario Montalbano. Son de novela… o de película.

No. Por supuesto que no. Porque sabernos con la chispa clarividente para aquello que puede ser y deseamos que sea, sin negar mitos ni leyendas, y téngase presente que, como siempre me complace oír a mi gran amigo el Huachinango cuando sentencia, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa… Leamos pues y sin susurros entre cortinados,  acerca de aquello que por siglos quedó sepultado como fresco romano bajo las cenizas de Pompeya, cuando Zeus se hizo cisne y retozo con Leda, la reina de Esparta, cual espléndida en su disfrute venía ella de yacer sin prudencia alguna con su consorte, el rey Tíndaro. Y así fue nacieron como embelesos, Helena y Pólux, inmortales; y Clitemnestra y Cástor, tan angustiados por la muerte segura como cualquiera de mis amigos humanos y mis parientes entregados a la fatiga del nadar siempre. Helena, decían que la más hermosa de la Hélade, aguzó esponsales con el rey Menelao de Esparta y después su rapto por mano y voluntad del príncipe París desencadenó aquella Guerra de Troya. Clitemnestra se llevó en un viaje sin retorno cuerpo y hálitos de Agamenón, soberano de Micenas y hermano, sí, del mismísimo Menelao… Pues claro y a la sazón, quienes de la Tierra y de las Aguas, fueren ellos o ellas y proclives por gracia divina si existiera, guardemos todos devoción frente a lo que la lunfardística de las orillas del Sur nos cuenta sobre haceres de croquetas. Cumplamos con nuestras pulsiones y sepamos qué formidables portentos de la Historia resultaron los entreveros en lechos y alcobas, jardines o playas, o donde fuere que se eleven los ciertos altares para la gozadera; tal cual lo enseñaran en la Grecia del muy antes, sin remilgos… Y si sin ñoñerías sostenemos, aunque no nos hayan bautizado Pereira, que fue Catalina de Médici cuando se casó con Enrique de Francia allá por los comienzos del ’30 del XVI, la que tuvo a su cargo nada más y nada menos la encomienda creadora, inventora, de la cocina francesa, mal les pese a los orgullosos hijos de las Galias. Porque lo cierto es que, horrorizada por lo mal que se yantaba en palacio, hizo que viajasen a Dijon algunos de sus mejores cocineros florentinos; y así fue como sucedió… Se los cuento un poco para ponerle ambiente a lo que sigue: la palabra croqueta nos llega del francés croquer, que significa crujir, o de croquette crujiente ella. Una de las recetas más lejanas en el tiempo, dedicadas a su hacer data de 1691, aparecida en Le cuisinier roial et bourgeois, de François Massialot, laburante en los fuegos de la corte que adulaba al duque de Orleans. Sus croquetas fueron de carnes pasadas por cuchillas, huevos duros machacados, hierbas varias y trufas; enharinadas y fritas… La historia podría continuar pero para qué llevarla siempre a la larga, sobre todo si la polémica es la de siempre, porque los franceses en esto de la cocina se parecen a los chinos, que, dicen, todo nació por allá lejos y hace tanto. Además, aquí tenemos las croquetas de doña Petrona, la verdadera, y las de Adelina, la de mentirita… Hay que hervir las papas en agua con sal, escurrirlas y con ellas llegar hasta el santo o bravío puré; batirlo que te bato y canto con mantequilla, las yemas rojas de los huevos que la señora gallina nos da, un cierto algo de verde perejil y picado con rubores de nuez moscada, sal y pimienta; con lo que resulte de semejante entrevero regalarle forma irregular a vuestras croquetas, pasarlas por harina de Castilla, luego por otros huevos batidos y finalmente por pan rallado; hacia la sartén entonces que de aceite crepita, hasta que las frituras canten presente, si al grito de flor y truco mejor, tan sabios son lo truques, tan magos, que aquí va otro opus croquetero, como el anterior perteneciente al mundo de la más grande cocinera de la patria del dulce de leche y del fresco y batata, Doña Petrona. En forma de parsimonia renacentista, desmenucemos entre nuestros dedos algunas pechugas de pollos matreros, cocidas en caldos enjundiosos, y danzantes luego en coplas de boleros con salsa blanca, yema de huevo, pan y queso rallados, nuez moscada aquí también, sal y pimienta; y qué les parece si una vez rebozadas con harina, al horno y hasta el tueste enfilan, para alegría de los comensales por venir… Y ahora sí, cómo olvidarme del gran Andrea Camilleri y sus personajes, que para uno de ellos tuvo por idea bautizarlo casi con el apellido de su colega y amigo, Manuel Vázquez Montalbán, creador de Pepe Carvalho, detective privado de cierto cinismo romántico y amante del morfi. El siciliano inventa un pueblo, un comisario, Salvo Montalbano, y una gavilla ejemplar de bien vivientes, entre ellos Adelina; él sucumbe ante el poder de la mesa y ella cocina en su casa, siempre y sin posible competencia en esas artes y lances. He aquí que sí, que no, y en versión más o menos libre pero no tanto, sus croquetas de arroz, los famosos arancini: a un sofrito del mejor ver y en aceite de oliva, con carnes molidas de chancho y vaca, ustedes lo proclaman en enyunte de sartenes por unos minutos, con salsa de tomates y arvejillas frescas; a recocer pues el arroz en agua o caldo de vegetales, para colarlo, besarlo con aceite de oliva, por supuesto, y quesos rallados, qué el provolone por ejemplo resulta tan apropiado como un ramillete de flores blancas en manos de novias enamoradas en atardeceres de noviembre, digo, no sé porque a los Pejes nos gusta ese mes; que los arroces se enfríen para con ellos amasar nuestras croquetas con un relleno justo de aquel sofrito y un algo más de queso; pasarlas por harina, huevo batido y pan rallado, justo justísimo en ese orden; y a la sartén pues, para fritura que si el aceite te toca un dedo, las encomiendas a la santa Rosalía de Palermo se oirán en lejanas galaxias… Traed vecinos y comadres el mejor tinto de nuestro mendocino Uco, y otro día la seguimos. ¡Salud!

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