Pasó el centenario del nacimiento de la Abanderada de los humildes y nadie, pero nadie, reparó en homenajearla desde la cocina. Por eso, El Pejerrey Empedernido buscó unos humildes tubérculos -unas papas, bah – para proponer una receta en honor a Evita.
Ninguno de los tantos evitólogos y homenajeadores y homenajeadoras a propósito de los cien años que ella hubiese cumplido la semana que termina reparó en un perfil que, cuando aún no tenía la presente pinta de Pejerrey Empedernido, me tomé el trabajo de revelar, hace una veintena de años, en la primera edición de un librillo que se intutula, como podría decirse por ahí, malamente claro y casi como para meterse en la trifulca entre el gran Quevedo y Góngora, “Los sabores de la patria”: afirmo en el capítulo “Evita cocinera”, que fue abanderada en de la cocina popular y justicialista, episodio de su vida que le permitió un lugar entre Francisco Pizarro, Pedro Cieca, Antoine Agustin Parmentier y Luis XVI. Es que, por iniciativa e inspiración de Eva Perón, el gobierno de la provincia de Buenos Aries puso en escena, por primera vez en la historia de los argentinos, una campaña propagandística sobre las virtudes y posibilidades gastronómicas de la solanum tuberosum esculentum, más conocida como… la papa. Y El Pejerrey Empedernido pasa a plagiar a Ducrot, sin escrúpulos aunque sí con cortes, para no hacerla tan larga. En tiempos remotos, el alabado noble tubérculo sólo era cultivado y comido por los coterráneos de Atahualpa y de Yupanqui. Pero un día llegó al reino del Perú un ex presidiario extremeño bautizado Francisco Pizarro y la papa viajó a Europa, y desde allí se desparramó por el mundo. Pedro Cieca fue un cómplice de Pizarro que después de colaborar con su jefe en el desvalijamiento de la capital Inca recogió algunos ejemplares sin lavar ni freír y los embarcó con destino a España. Desde la Corte de Castilla, las primeras papas transatlánticas siguieron viaje a Roma y llegaron hasta el Vaticano. Las autoridades de la Iglesia decidieron que el tubérculo fuera estudiado por el francés Philippe de Sivry y éste a su vez trasladó el problema a su amigo y compatriota, el botánico Charles de L´Ecluse. Casi dos siglos después, los franceses y casi todos los europeos seguían despreciando al noble tubérculo americano por considerarlo un mísero alimento. Pero apareció otro francés, el ex empleado de botica y ex prisionero de las tropas germánicas, don Antoine Agustin Parmentier. Parmentier libró una verdadera batalla intelectual en favor de la pobre papa. Escribió folletos y hasta un verdadero tratado sobre la pomme de terre, y por fin logró que el tubérculo incaico rompiese el ostracismo. El Rey de Francia Luis XVI -pobre, no sabía lo que a su cuello le esperaba, y no por culpa de la papa justamente- fue algo así como el sponsor de Parmentier y el primer noble y poderoso que sirvió papas en un banquete oficial; y hasta aceptó las flores de tan maltratado vegetal como ornamento decorativo de su mesa imperial y sobre la testa de su cónyuge. Debió pasar mucho tiempo para que, lejos de los salones de Versalles, Eva Perón retomase las banderas de Parmentier y, dándoles un toque justicialista, nacional y popular, convirtiese a la papa en un capítulo más de la comunidad y de las cocinas organizadas. Eva Perón tomó esa decisión un año antes de su muerte y, fiel a su propio origen plebeyo, recurrió al más plebeyo de los ingredientes culinarios de los últimos cinco siglos. El Ministerio de Asuntos Agrarios bonaerense publicó y distribuyó millones de ejemplares de un folleto con el escueto título de La Papa. Las referencias editoriales indican que se trata del Volumen II de Publicaciones Eva Perón, número 42, del mes de julio de 1952. Los ficheros de la Biblioteca del Congreso Nacional adjudican al autoría de opúsculo a la mismísima Evita en persona. Entre sus páginas rescatadas del olvido figura un extenso recetario y descubre, entre otras cosas, que una lista de sugerencias que en nuestros días buscan prestigio gourmet en boca de algunos cocineros locales con pretensiones de catálogo, en realidad fueron propuestas originales de los que algún ocurrente podría denominar “cocina justicialista y descamisada” de la década del ´50. El recetario descamisado ya proponía “Papas a la balcarceña”, horneadas con manteca y un poco de caldo de carne vaca, y sazonadas con perejil picado, sal y pimienta; “Papas a la panadera”, también hechas al horno pero mezcladas con cebollas salteadas y envueltas en papel de cocina; “Papas a la salteña”, cocidas en un sofrito de cebollas y tomates; “Guisado patagónico”, a base de carne de cordero y papas; y “Papas rellenas”, una reminiscencia de la cocina peruana que se prepara con papas hervidas y ahuecadas, posteriormente embutidas con un picadillo de carne vacuna bien condimentada. La mayor parte de estos platos casi nunca tuvieron un lugar entre las cartas de los mejores y más tradicionales restaurantes de la Argentina, pero el pastel de papas sí se impuso en las mesas hogareñas a partir de las décadas del ´50 y del ´60, y se convirtió en un clásico de cualquier noble bodegón que se apreció de tal; de los pocos que sobreviven ante la furia de la mutaciones culturales y generacionales que impactan sobre los culinario, porque habrán visto hasta donde a uno pueden ponerlo de la gorra las tantas chamusquerías de cervecerías artesanales, esas de la pintas y mamadera pa’ los pibes que existe una a unas pocas yardas de mi humilde morada…¡Bastaaaaaa! Y El Pejerrey sigue de choreo, de a ratos y con glosas: El pastel de papas merece algunos párrafos especiales. Tacho era el sobrenombre de uno de los oficiales de la cañonera paraguaya – y de la incipiente CIA, pero esa es otra historia -, que facilitó el tránsito de Perón al exilio. Muchos años después de aquellos traumáticos episodios, el mismo Tacho ratificaba que el plato preferido del General fue, por supuesto el paposo pastel, que me encanta y sobre todo jugoso, picante y con muchas aceitunas. Y para ir ahuecando el ala entre tanto texto, dejo a Evita y deslizo: ¡Qué tanta humillación y desprecio sufrió la papa por parte de los copetudos del Viejo Mundo, que apenas si la consideraron como despojo para cocinas de enfermos sin retorno, menesterosos de toda pobreza y soldadesca de puta leva! Sin embargo ella, la noble papa supo disculpar olvidos y humillaciones, y pagó desprecio con generosidad. A lo largo del siglo XVII salvó de la hambruna a casi todos los pueblos europeos y muy especialmente a los irlandeses, quienes en un gesto de merecido reconocimiento la convirtieron en dieta básica y cultivo principal hasta pasada la segunda mitad del siglo XIX. Después de un viaje por Irlanda, el inglés John Forrester abogó por imponer la papa en su país y escribió un libro al que tituló La Prosperidad de Inglaterra en Aumento Gracias a la Papa. Cuánta importancia habrán tenido las papas para Irlanda que cuando, en las últimas décadas de la centuria pasada, una especie de peste incontrolable aniquiló todas sus plantaciones, miles y miles de campesinos debieron emigrar hacia América. El colapso de la papa llevó a los irlandeses hasta el puerto de Nueva York, de la misma manera que algunos años después la pérdida de las cosechas de castañas obligaría a los gallegos a embarcarse con rumbo a Buenos Aires y a otras ciudades de América Latina. Cuando comemos papas fritas estamos casi en contacto con uno de los capítulos más complejos de la historia entrecruzada de americanos y europeos, el de las corrientes migratorias. ¡Pero ya! Hasta aquí llegué y les dejo una receta: hervid con cáscara y todo a cuantas de las estrellas de nuestra semana; ahuecarlas y con lo que la cuchara les otorga pisad con gracia y sin pundonor hasta llegar al sabio puré, que viene de pulens, la pastucha de trigo que morfaban los gladiadores del Circo romano – de ahí mismito sale la palabra polenta también…pero ¡cortála Pejerrey! Nada mejor que entreverar a ese puré con mayonesa casera –ni hablar que, si el cuero da, lograda en punto y sin cortar con aceite de oliva – y atún de la lata, sí de la lata, con una cierta pimienta y porque no miriñaques de cebollín; y todo adentro de la pobre papa tan vacía que dejamos esperando, pro no de garpe. Se comen frías, tal cual se saborea la venganza, y se bebe con ella el mejor vino que puedan, blanco y tinto, en ese orden. ¡A la salud!
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