A El Pejerrey Empedernido se le dio esta semana por cortar cabezas, no de políticos – que es un hombre civilizado – sino, quizás por desplazamiento, de ganado vacuno. Pasen y lean la receta, que hay que hacer antes de que se vayan los fríos o, lo que es casi lo mismo, de que vengan los calores.

Fue el jueves. Con el verso ese de su laburo académico, don Ducrot hacía que hasta las paredes de su casa pusiesen caras de hartazgo, de por favor que callen sus bocas ese atado de pelafustanes dizque periodistas de la tele, que parlotean con la profundidad de una charca de lluvia sobre campañas electorales, candidatos, cortes de calles y diputadillos a buena dieta, no de comida sino de salario, que trataban aquello de la emergencia alimentaria para un país que la necesita ya, porque para que los ricos sigan siendo ricos nuestra Republica lumpen se encarga de gestar políticas de Estado que lleven a la marginación y al hambre a millones de argentinos. Estaba yo, El Pejerrey Empedernido, ese día invitado a la casa del mentado escriba, pero no soporté más y me rajé hasta la pescadería del barrio, un poco para llevarle consuelo a ciertos primos convertidos en filetes y en bandejitas congeladas, y otro poco, camuflado de humano, para husmear qué compraba de forma tal que con una testa voluminosa y de ojos saltones como la del tío Mero, espinazos y aletas, marchase un caldo en agua y vino blanco, un hinojo, laureles, tomillos, ajos y un digo beso suave de aceite de oliva en el hervor calmo de una siesta porteña. Estaba en esos menesteres cuando oigo cuánto filetes de merluza puedo comprar con veinte pesos, y el pescadero, compañero de sufrimiento porque es un laburante, no patrón del boliche, le preparó unos varios ya rebosados y fritos, al decir de no se preocupe amigo, el día que tenga unos mangos me los paga. El tal vecino que hace tiempo duerme en las calles del barrio en que habita Ducrot, se sentó al umbral de un edificio, ahí mismo, y se zampó a la cuñada Merluza; regresó luego a la pescadería y dijo, se los pagaré, muchas gracias, desde antes de ayer que no morfaba. Volví como pude, odiando claro, con la bolsa de destino cocina en mis manos, y mientras el amigo seguía con sus elucubraciones, tomé uno de sus libros por allí siempre subrayados y leí: Mientras el amo se hacía rasurar, Ti Noel pudo contemplar a su gusto las cuatro cabezas de cera que adornaban el estante de la entrada. Los rizos de las pelucas enmarcaban semblantes inmóviles, antes de abrirse, en un remanso de bucles, sobre el tapete encarnado. Aquellas cabezas parecían tan reales -aunque tan muertas, por la fijeza de los ojos- como la cabeza parlante que un charlatán de paso había traído al Cabo, años atrás, para ayudarlo a vender un elixir contra el dolor de muelas y el reumatismo. Por una graciosa casualidad, la tripería contigua exhibía cabezas de terneros, desolladas, con un tallito de perejil sobre la lengua, que tenían la misma calidad cerosa, como adormecidas entre rabos escarlatas, patas en gelatina, y ollas que contenían tripas guisadas a la moda de Caen. Sólo un tabique de madera separaba ambos mostradores, y Ti Noel se divertía pensando que, al lado de las cabezas descoloridas de los terneros, se servían cabezas de blancos señores en el mantel de la misma mesa. Así como se adornaba a las aves con sus plumas para presentarlas a los comensales de un banquete, un cocinero experto y bastante ogro habría vestido las testas con sus mejor acondicionadas pelucas. No les faltaba más que una orla de hojas de lechuga o de rábanos abiertos en flor de lis. Por lo demás, los potes de espuma arábiga, las botellas de agua de lavanda y las cajas de polvos de arroz, vecinas de las cazuelas de mondongo y de las bandejas de riñones, completaban, con singulares coincidencias de frascos y recipientes, aquel cuadro de un abominable convite. Había abundancia de cabezas aquella mañana, ya que, al lado de la tripería, el librero había colgado de un alambre, con grapas de lavandera, las últimas estampas recibidas de París. En cuatro de ellas, por lo menos, ostentábase el rostro del rey de Francia, en marco de soles, espadas y laureles. Pero había otras muchas cabezas empelucadas, que eran probablemente las de altos personajes de la Corte. Gracias por El reino de este mundo, maestro Alejo Carpentier. Y me dieron ganas de cortar cabezas, tantas que no hubo más remedio que sublimar, pues de lo contrario en gayola terminaría. La del tío Mero no bastaba, quería yo más furia y me acordé de esta receta: con un balero o marulo de ternera descarnado, hervido en humedades de cebollas, clavos, pimienta negra, zanahorias, puerros, romeros y las yerbas que nos hayan quedado por ahí; y, para la salsa hija de un salteado meticuloso y por turnos, grasa de esa que se usa para las buenas empanadas, cueros o recortes de jamón a mangarle por poca guita al fiambrero, más cebollas, tomates pelados, pan frito y así de azúcar. Denme bola. Hacedla antes que el invierno termine de irse y piensen, con sonrisas desencajadas, sicopáticas, en lo yorugas que se manducaron a Solís; ¡con todos los garcas que hay por aquí!, qué no quede ni uno solo, ni crudo ni coleando. Por supuesto que al fin de la faena los invité a Ducrot y a su escritora preferida para compartir el guiso de testa vacuna, y mientras corría cierto vino refrescado, que un poquitillo de rosado para el prólogo y al tinto ¡carajo! después, les pregunté así como al pasar, se acuerdan ustedes de aquella película El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, de Peter Greenaway. Ellos se miraron con un dejo de preocupación, por lo que intervine y aclaré, no entren en pánico ni llamen al Same con chaleco de fuerza, hay que terminar con esos hijos de puta sí, pero lo mío es solo una metáfora de fogones y peroles. ¡Salud!

¿Querés recibir las novedades semanales de Socompa?