El autor de esta nota escribe historia, pero también sabe usar su imaginación. Esta es la historia de un hallazgo inesperado donde la realidad se coló dentro de un sueño improbable.

Una mañana, bajo una baldosa floja, en uno de los edificios de la ex ESMA, encontré siete cuadernos atados con un piolín.

O tal vez me confunda: los encontré olvidados en un pupitre del Buenos Aires, y eran ocho… ¡Miento, no! Los cuadernos son diez, y en realidad estaban en una cartera tirada en un volquete en la Gaona, donde todos los días arrojan basura de una casa en demolición.

Pero lo importante es que los encontré. Saben de mi curiosidad por los papeles antiguos, de mi manía de historiador por lo escrito. Cuando leí el rótulo sobre la tapa del primero de ellos, me temblaron las manos: los viejos cuadernos escolares ofrecían las “respuestas a los problemas de los argentinos”.

Los cuadernos estaban numerados, pero de manera confusa, lo que obligaba a ir y venir de uno a otro con recurrencia.

Las primeras páginas, muy bien escritas, ofrecían muchos datos. Todos los cuadernos estaban escritos con la misma letra.

Pensé que me iba a enterar dónde yace el ARA San Juan.

Imaginé las coordenadas para encontrar al Huguito.

Hasta la última fosa común de la Patagonia.

El borrador del documento que por fin garantizaría la unidad obrera.

La dirección de la bóveda donde se conservan los archivos completos de la represión.

Un manual de instrucciones para la construcción del intelectual crítico y no mezquino, ese casi oxímoron.

Las sentencias y condenas a prisión de todos los saqueadores del país a lo largo de su historia.

La reivindicación de todas y cada una de las mujeres y niñas asesinadas porque el aborto no es legal, seguro y gratuito.

Pasé las páginas y encontré los nombres de todos los nietos que nos falta identificar.

La reparación a todos los marinos ahogados mientras pescan desde flotas que se desmantelan. Curiosa reparación: un conjuro para recuperarlos del lecho marino y que regresen con las bodegas llenas de peces a sus hogares.

Una larga lista de desagravios: a los docentes ofendidos y mancillados, a los que aún están solos y esperan.

Los cuadernos, claro, también identificaban responsables y culpables. Larguísimas listas que se prolongaban a medida que uno leía. Crecían, como hormigas que salen de un hormiguero. Se comían las hojas a medida que avanzaban, para transformarse en gusanos de seda, y tejer otras.

Al cabo descubrí que los cuadernos eran como “El libro de Arena”, pero al revés.

Las respuestas no eran fijas, se conformaban y construían de acuerdo al lector.

La anteúltima página del último cuaderno sencillamente decía: “Llegado a este punto, lector, verás que la verdadera utilidad de este repaso ha sido que te detuvieras, que no actuaras, que te quedaras perplejo. Los cuadernos, inicialmente, fueron concebidos como una trampa. Para compensarte, te darán la posibilidad de que la realidad se desdibuje cuando te duela demasiado, si aún te queda una cuota de decencia, o al revés, de ocultarla y condensarla en una de sus ínfimas coordenadas, hasta que no exista. Los cuadernos no pueden perder su esencia: distraer”.

En la última página del último cuaderno, prácticamente en blanco, una caligrafía diferente había anotado con sangre: “Escribe”.

 

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