Los pobres cada vez son más pobres y los ricos cada vez cuentan más billetes. En tiempos de neoliberalismo, esa parece ser la ley primera. En la Argentina, Cambiemos no solo expresa un profundo desprecio por los desposeídos sino que está diseñando un país a medida de quienes más tienen.
Según el informe del banco Credit Suisse del año pasado el 1% más rico del mundo es dueño de más de la mitad de la riqueza global, mientras que el 70% más pobre acumula sólo el 2,7%. Más preocupante todavía, el ritmo de concentración de la riqueza en unas pocas manos, y por lo tanto de la desigualdad, no ha parado de aumentar superando sus propias marcas año tras año.
El mismo informe estima que en Argentina hay en la actualidad 30.000 personas con una riqueza superior al millón de dólares y proyecta que esas personas serán 68.000 para 2022 lo que representa un incremento del 127%, el mayor comparado con cualquier otra región del mundo y que implica una brecha aun mayor entre los que más tienen y menos tienen.
Son datos generados en tiempos de neoliberalismo, globalización asimétrica, economía basada en la especulación financiera y política gestionada por empresas y empresarios. Se podría decir, como para empezar y generalizando, que cada tiempo político y económico tiene los datos estadísticos que se merece.
No somos todos iguales
Por la obscena cantidad de decisiones en beneficio de los grupos de poder, se ha dicho de Cambiemos que es “un gobierno de ricos para ricos”, una definición que le cabe perfectamente pero que sin embargo no lo completa si se deja afuera el lugar que Macri y sus funcionarios le asignan a los pobres, no sólo en sus políticas sino en su discurso.
La frase de González Fraga cuestionando el derecho de los pobres a consumir, la de María Eugenia Vidal negándoles la posibilidad de acceder a una carrera universitaria o el insulto de Triaca a su empleada del country, son una confirmación y una reafirmación de un sentimiento de clase. “No somos todos iguales”, repiten, por si quedara alguna duda (la reinterpretación de la frase, a esta altura, ya no es caprichosa).
Se deja ver ahí ese sentimiento de superioridad, un arriba desde donde se mira al resto. Porque, según la ley de gravedad del Capitalismo, siempre deben haber dos planos desiguales en el espacio cultural, social y económico: el derrame, la lluvia de inversiones y caerse en la escuela pública son expresiones sugestivas de esa perspectiva.
En tiempos de crisis, en los que urge desviar la atención de las verdaderas causas de los problemas, el macrismo tiene un olfato especial para identificar minorías vulnerables a las que acusa de llevar a cabo prácticas perjudiciales para el resto de la sociedad: los mapuches incumplen la ley de respeto a la propiedad privada, los inmigrantes gastan recursos de los hospitales públicos, los manteros no pagan impuestos, la AUH se vuelca en el juego y la droga.
A la hora de posicionarse en este tipo de conflictos, Macri y su gente nunca se olvidan de dónde provienen. Han demostrado incluso ser capaces de superarse a sí mismos: en el affaire de los aportantes falsos de su campaña electoral Cambiemos parece haber concretado una de sus fantasías más inconfesables haciendo figurar a personas de bajos recursos y a beneficiarios de planes sociales como testaferros virtuales e involuntarios de grupos empresarios poderosos para ocultarles dinero sucio y facilitarles evasión impositiva. Transparencia brutal y creatividad neoliberal al palo.
Aporofobia
“Del griego á-poros, pobre, y fóbeo, espantarse. Dícese del odio, repugnancia u hostilidad hacia el pobre, el sin recursos, el desamparado”.
El término ya figura en el Diccionario de la Lengua Española y fue creado por Adela Cortina, filósofa española y autora del libro Aporofobia, el rechazo al pobre. Un desafío para la democracia. Cortina justifica haberle dado un nombre a estas emociones, sentimientos y pensamientos que despiertan los pobres para darle existencia y también un lugar en la conciencia y en la discusión personal y social, tal como ocurrió con la palabra Femicidio, cuyo peso específico, incluso legal, ya no se discute.
El rechazo, aversión, temor y desprecio por el pobre se puede observar y escuchar en distintos ámbitos y estratos sociales. Los pobres -las personas sin hogar o en situación de calle, los mendigos, los indigentes, ciertos inmigrantes, los manteros, buena parte de los que forman parte de la llamada economía informal, los cartoneros, los beneficiarios de planes sociales, los mapuches- son percibidos por una parte significativa de la sociedad como una carga porque no traen recursos sino problemas. Molestan, porque en un mundo organizado económica y socialmente bajo el principio de dar para recibir el pobre es visto como alguien que no puede devolver nada a cambio.
Los pobres no tienen, desde este punto de vista, siquiera un valor de cambio: “valen menos que la bala que los mata” como dijo Eduardo Galeano en Los Nadies : Rafael Nahuel, Facundo Ferreyra y el joven muerto a manos de Chocobar son tristes ejemplos de una realidad y no apenas un recurso literario.
Cambiamos
Todos los seres humanos, sostiene Cortina, son/somos aporófobos. La aporofobia tiene raíces cerebrales, sin embargo puede ser –y ha sido- alimentada por razones sociales, por discursos y por prácticas que la consienten y alientan.
Durante la primera experiencia neoliberal en Argentina, en plena fiesta menemista, el presidente y sus funcionarios estrenaron la frase “pobres hubo siempre”, una expresión que pretendía naturalizar las consecuencias regresivas de sus políticas y que rápidamente tuvo eco en el discurso autocomplaciente de un importante sector de la sociedad, en particular de clase media, que encontró allí una justificación para vivir sin culpa la orgía consumista. Podría ubicarse en aquellos tiempos el punto de quiebre en que se operó un cambio en la forma en que amplios sectores de las clases medias empezaron a mirar y considerar a la pobreza.
Antes de la derechización del electorado de las grandes ciudades, hubo sin embargo un tiempo en que la clase media tenía otras preferencias a la hora de decidir su voto; Anibal Ibarra por citar el caso de la ciudad de Buenos Aires. Hoy, por el contrario, se tiene la sensación de que ciertos sectores se sienten más seguros cuando los más desprotegidos son perseguidos o arrinconados. Aceptan que se subsidie a productores agropecuarios e incluso a la escuela privada y a la iglesia, pero ponen el grito en el cielo cuando los subsidios se destinan a los que menos tienen. No con mi plata, dicen indignados. Al parecer, los pobres les son funcionales porque, como sugirió Philippe Hecqet, proporcionan el contraste necesario.
Se especula que, de ganar una opción popular el próximo año, sus márgenes de maniobra estarán muy limitados, condicionado severamente por el grado de dependencia y subordinación a los grandes poderes económico-financieros que el actual gobierno dejará como lastre. Es evidente.
Pero tal vez sea la batalla cultural la más difícil pero también la más necesaria: recuperar y generar aquellos discursos y prácticas que sean capaces de reconstruir la conciencia social de modo de colocar nuevamente a la pobreza y la desigualdad en el primer lugar de la lista de prioridades.