Un recorrido íntimo por las tipologías de odio que sentimos por los militares y ahora por los CEOs de Cambiemos. Para indagar mejor en la cultura que banca a la meritocracia macrista, o la que llena de furia casi seguro llevará a un fascista a la presidencia del Brasil. (Ilustración de portada: James Ensor)

La intención original era hablar de un asunto político-emocional (difícil escindir, como bien sabe el ecuatoriano). La intención era hablar de un sentimiento muy fulero que nos despiertan los modos, discursos y personajes parejos del macrismo: odio. Un odio que creíamos –seguro que con exceso de generosidad- que no conocíamos. Odio que jode, carcome, amarga, esmerila, enferma, nos incomoda si es que nos creemos buenos cristianos. Un tipo de odio que acaso no sentimos ni siquiera por los milicos de la dictadura, desde un torturador de baja estofa a un teniente coronel interventor, desde un cabo de policía a Videla, hombre creyente. Ya vamos a entrar en esa materia.

La intención original se complicó y expandió con el triunfo de Bolsonaro en Brasil. Ya se dijo en otros espacios: ese resultado electoral es la mayor legitimación en la historia de un fascista por el voto popular de millones, aunque resulte complicado aplicar académicamente el calificativo fascista. Una de las muchas posibles preguntas inmediatas: ¿el que vota odiando a un fascista (académicamente complicado, etc.) se convierte en un fascista? ¿La mitad de la población brasileña es fascista? Vamos partiendo de la idea de que no es así. O por la menos de la idea de que nos aterraría que fuese así, aunque más no sea porque ya bastante cariacontecidos estamos.

La idea original de esta nota, entonces, se trastoca. Vamos, entre otras cosas, a intentar hacer una apuesta riesgosa para ver si podemos entender desde nuestro propio odio, que presumimos distinto y “moralmente superior” al odio de “las masas exasperadas” (lo cual suena elitista y a Ortega y Gasset), si podemos entender la furia que late en la oleada fascistizante (académicamente etc.) que ensombrece al continente.

Qué odia cada cual

En la Banda de los Buenos que integra la sub banda de Socompa y sus lectores sentimos odio o aversión por unos cuantos clásicos: la injusticia en sentidos infinitos, la represión física y moral, la opresión y la explotación, el cercenamiento de derechos comenzando por las libertades, la discriminación, la insensibilidad, las jerarquías, el autoritarismo e incluso la autoridad, todo tipo de uniformes, el Puma Rodríguez y el baile del caño. Creemos en la solidaridad, la sensibilidad, la empatía con los otros, la egalité, la fraternité, la liberté y alguna vez un tipo de socialismo que nunca conocimos en estado de maravilla. Nos situamos del lado de los republicanos españoles, de la rebelión en el gueto de Varsovia, del heroico pueblo vietnamita, de los negros yanquis versus el Ku Kux Klan, la causa palestina, los pueblos originarios, las minorías y finalmente nos creemos gente de gustos exquisitos.

En lo personal, Spinetta es símbolo del mundo que anhelamos.

Cuando suceden tragedias como el triunfo de Bolsonaro o el aguante social que aún conserva y representa Macri se hacen pedazos nuestros antiguos afiches antifascistas y nos sentimos no solo abrumados sino un tanto pelotudos viendo destrozado todo un imaginario que nos sostuvo a lo largo de la entera vida. Ahora nuestros valores y ese imaginario se aparecen a la vez viejos, zonzos, maricas (eso lo escribió Bolsonaro) e infantiles. Y para colmo ignorantes. Porque nosotros, tan sabios y sensibles, vemos de pronto que no comprendemos un cazzo del mundo ni de la condición humana. Alevosa posición fuera de juego.

La Banda de los Malos es más genia que nosotros porque odia mucho más y mejor y es mejor atendida (¿por sus dueños?). Por algo son los Malos. Los Malos odian casi todo. Odian al Otro vasto, al pobre, al morocho –en distintos envases y presentaciones-, al Estado, al inmigrante, al inusual, a la entera política, desprecian a la mujer, les pegan a sus niños y mascotas, se cagan en los demás, aspiran a la salvación personal, envidian el coche o lavarropas vecino, miran las armas con cariño, sacan la bandera a la ventana el 25 de mayo, gritan “Ar-gen-tina” como neanderthales. Odian también a las ideas y las matan. Lo mismo les sucede con la complejidad o la introspección o las preguntas que incomodan.

Hasta aquí las reglas más generales. Vamos ahora a casa en presente particular, la Argentina macrista. La sensación de odio que nos hizo nacer por dentro el macrismo –una especie de raíz maligna que se trepa por los intestinos gruesos- trasciende el sentimiento personal del que escribe. Se ve a mares odio y amargura en las redes sociales y se lo verifica en charlas personales con gente querida o allegada: este sentimiento de mierda, el odio amargo, no lo tuve nunca. No lo tuve ni con los milicos.

-¿Cómo que no lo tuviste ni con los milicos?

-Te juro.

Voy a escribir ahora desde lo personal y como soy una persona de cierta edad debo confesar que en realidad ya no sé bien lo que sentí a los 15, 25 o 35. Sí sé que nací formateado para sentir una distancia abisal y un cierto odio por los milicos que tenía algo de juvenil imberbe, de aventurita, de Robin Hood justiciero y de colección Robin Hood también. Policías, gendarmes y milicos –sean cabos de origen humilde o medio patricio como Lanusse o López Aufranc- son para nosotros una cosa extraña, incomprensible y sobre todo gente que daba y sigue dando miedo. Son tan simbólicos de todo lo que nos es ajeno que de tan simbólicos se hacen un tanto inasibles. Esa es una primera hipótesis de por qué –presuntamente- el que escribe, al menos, cree que siente menos odio por los milicos en abstracto que por Macri, Patricia Bullrich o Marcos Peña, algo así como humanos de carne y hueso.

Hay otra hipótesis. A quienes nos castigó fuerte, la dictadura nos dejó boleados en una masa de horror, dolor y desamparo. Tanto horror y tanto dolor que acaso el odio quedó subsumido, agachadito dentro nuestro, casi impotente.

Tercera hipótesis. Aunque uno no se arrepiente de lo que fue ni de lo que sintió ni de lo que hizo porque los vientos de la Historia nos formaban y daban la razón, hay sentimientos que uno tuvo que no dan necesariamente para el orgullo. Mi yo de la adolescencia, por ejemplo, aventurerito, se excitaba con los canas o milicos que amasijaban las organizaciones armadas. No me gusta eso de mi pasado y lo ¿gracioso? es que ese sentimiento era más de cowboy pendejo (o punk) que otra cosa, eso creo.

La “culpa” por ese sentimiento se me hizo una vez bien nítida cuando recopilando material para el libro Decíamos ayer encontré este párrafo transcripto en La Opinión y publicado originalmente en la revista católica Criterio, en febrero de 1976, la previa inmediata del golpe:

“La vida no cuenta nada, la muerte violenta se convierte en un hecho habitual y aún deseado, particularmente para el adversario. Quién de nosotros es ya golpeado cuando lee en su diario la muerte de equis guerrillero o tantos policías y soldados. Es posible decir que el saldo impresionante, sabido y no sabido, del episodio de Monte Chingolo, produjo un sentimiento de alivio: cien muertos son cien enemigos menos y si fueran más, mejor, cualquiera haya sido la manera de su muerte”.

No importa acá hacerle un análisis de sangre a la revista Criterio, importa la cita y la figura de “la muerte deseada”.

Últimas referencias al odio/ no odio por los milicos, por lo que hicieron. Recordarme una vez en el exilio con mi hermano diciendo –era el año del Mundial- que estaría bien poner flor de bomba en la cancha de River aunque murieran inocentes. Años después: la fantasía vengadora más recurrente que tuve no fue en absoluto la de “Paredón, paredón a todos los milicos que vendieron la Nación” sino una más poética y entiendo que eficiente. La fantasía era verlo a Videla en pelotas dentro de una jaula de cristal, colgada en el obelisco, a modo de exposición pública medieval. Lo extraordinario es que esa misma fantasía sé que la tuvieron otros.

El macrismo como objeto de odio

La cita de la revista Criterio –su lectura desde el presente- sirve para arriesgar algo: quizá la pesadilla espantosa de la dictadura nos humanizó un poco a golpe de llanto y derrota, nos hizo más humildes. Esto suena horriblemente a “la letra con sangre entra” pero lo seguro es que hoy los buenos no le deseamos la muerte a nadie. Ya no nos emociona sino que puede que nos incomode que Silvio Rodríguez cante “y comprendió que la guerra era la paz del futuro”.

¿O no es así? ¿O no hemos charlado con amigos en privado que de pronto –en un pico de furia, angustia e impotencia- nos vemos fantaseando con la muerte de Macri, Carrió o algún funcionario CEO? Sé que de verdad es muy políticamente incorrecto escribir estas palabras. No lo hago para provocar, sino para volver al punto inicial de este texto: la bronca y el dolor que sentimos –hasta bronca con nosotros mismos- por tener esos sentimientos. La bronca porque estos tipos nos hacen sentir esto.

Vamos a decirlo de otro modo o de nuevo. Por el milagroso hecho de usar uniforme o imaginarlos en el patio de maniobras pegando gritos roncos, los milicos son una maldad lejana con la que no hay conexión posible. Es como si odiarlos fuera un despilfarro, un ejercicio al pedo. Videla era un hombre devoto que creía en lo que hacía. No tengo nada que decirle a un tipo así, no hay diálogo posible excepto desde la Ley (y las Sagradas Escrituras). Es más, aunque escondieran sus crímenes y a los desaparecidos, los milicos de alguna manera te hablaban y mataban de frente (con elusivo o firme apoyo mediático).

De aquí, de la comparación, deviene una clave del odio al objeto o sujeto macrista. Estos tipos, los altos funcionarios macristas –salvo desde el cinismo- no te hablan o matan de frente. No usan uniforme salvo sus camisas celestes y pantalones ceñidos. Estos tipos, a diferencia de los milicos, a simple vista parecen humanos.

Estos otros tipos, te mienten, te cagan y te matan mientras te sonríen, te tocan el timbre para tomar mate, te pintan los puentes y viaductos de la ciudad con colores divertidos, te tratan de vos y te ponen plantitas en las plazas de los barrios que les conviene, te dicen que se ocupan de vos, te prestan la bici amarilla y la estación saludable, te estimulan para que premies al mejor colectivero, te hablaron de la revolución de la alegría, te dicen que confían en tu potencial de desarrollo personal y que le des para adelante con la cervecería artesanal o la inauguración de Il Calzone della Nonna.

Hay quienes –para mi bronca personal, impotencia, y a veces para mi envidia- tienen su odio resuelto hace rato desde este lado de la grieta de un modo más simple y expeditivo. Vienen de lo que a mi gusto –perdón por la reiteración- fueron los excesos de épica del kirchnerismo y de 6,7,8. Ya odiaron parejamente a los caceroleros de los tiempos K como si todos hubieran sido lo mismo. A mi gusto, de nuevo, sin saber hilar más fino, sin poner mejor el oído para saber qué pasaba con la sociedad. Pero ahora que hablamos del odio en tiempo presente y macrista, podría decir irónicamente que ellos la tuvieron más clara –o más sencillo- que yo.

El odio más que a menudo está anclado en la impotencia y eso es humano, por lo cual sucede en ambos lados de la grieta. Mi propio odio tiene que ver también con eso, con vivir en una todavía inclasificada democracia totalitaria, impotencia incluso de no poder nombrar, de no terminar de entender y sobre todo de que no lo vean los otros, Buenos y Malos.

En Socompa le venimos dando vueltas relativamente fértiles al asunto, en textos varios de Mayer, Cecchini, Gilbert, entre otros. Hace ya bastante escribí esto sobre los tiempos macristas: “Y te dan y te dan y te dan para que tengas y sonríen. Torturan con buenos modales”. O esto otro: “El totalitarismo de hoy es opuesto (al totalitarismo medieval de la dictadura), es casi un canto a la vida. Vivimos en joda la joda de eso que no sabemos denominar, así de mal estamos. Vivimos un no sé qué, un fascismo fashion, un fascismo que ríe, un fascismo new-age, un fascismo de ínfimas solidaridades de autoayuda. No, son totalitarismos distintos el de la dictadura y el ¿proto? totalitarismo macrista. Aquí, carajo, hay alegría y Macri festeja cantando Queen”.

Me resulta importante subrayar lo anterior para ir marcando diferencias con el discurso de Bolsonaro.

Eso escribí y me quedé muy orondo y resultó que en una entrevista que publicó Socompa hace pocos días, Michael Moore contó que lo mío ya había sido dicho hace mil años: “En los 80, leí un libro titulado Friendly Fascism, de Bertrand Gross, donde se decía proféticamente que el fascismo del siglo XXI no tendría la cara de la del XX. No se presentaría con campos de concentración y cruces gamadas, sino con una sonrisa y en un programa en la televisión, para que la gente se convenza de seguirlo. El fascismo ahora no tiene tanques sino compañías de Wall Street”.

Obvio. Tal como lo hemos discutido acá, también lo profetizó la buena literatura de ciencia-ficción.

Regurgitar violencia

Ante fenómenos políticos como los del macrismo o la victoria de Bolsonaro –que felizmente para nosotros no son lo mismo- no queda claro si nos estamos quedando sin sociología, ciencia política o antropología que alcance a explicar lo que pasa o si debemos volver a los textos clásicos. De hecho, hubo quien citó a un autor que uno creía perimido, Wilhelm Reich, autor de Psicología de masas del fascismo. Seguramente tienen parte de la razón los que dicen que basta, que una parte considerable vota lo que vota no por ignorancia sino con genuina convicción furiosa. Dicho esto en contraposición relativa o complementaria con quienes han escrito que el voto en Brasil se explica por la pobreza, el analfabetismo y la influencia del evangelismo. No, no son simples ignorantes. Tales votantes regurgitan violencia, exculpación, individualismo.

Ante esta (parte) de la realidad confieso que he pecado y me anoto en la lista de los perdona vidas que venimos diciendo no odiemos al votante macrista (o de Bolsonaro), entendamos sus razones, su cansancio, su odio antipolítico.

Pero hay mucho más que eso. Primero, un dato duro: al menos el 20% de los electores de Bolsonaro votaron antes al PT (este texto se abstiene por razones de espacio y otras de clavar los puñales en lo que el PT haya hecho mal).

Mi clave personal, hoy, es la que sigue. La victoria en primera vuelta de Bolsonaro no es sólo una expresión de un triunfo de lo antidemocrático. Expresa de manera dramática y bestial un fracaso de las experiencias democráticas latinoamericanas desde el último ciclo de dictaduras militares (la bronca contra la política y la democracia por sus fracasos se extiende en realidad también a EEUU y Europa desde la Caída del Muro). En el caso de Brasil la victoria de Bolsonaro excede por lejos –aunque hace centro- el rechazo al PT. Abarca resentimiento contra todos los partidos y habla de hartazgo contra un sistema insatisfactorio, avejentado, injusto, acomodaticio, crujiente. Hay que detenerse allí, en los magros o pésimos resultados materiales, sociales, inclusivos y económicos de las democracias, a menudo y según el caso, como el argentino, democracias ahogadas o ahorcadas por los respectivos ciclos de endeudamiento. En el caso argentino es sencillamente intolerable e insufrible que los índices de desocupación o pobreza sean peores que aquellos que existían a la salida de la dictadura. Es obvio que eso no sucede porque los militares y las clases dominantes situadas a sus espaldas tuvieran alguna sensibilidad social.

La reacción contra ese fracaso de nuestras democracias es la antipolítica y el odio, lo que encarna Bolsonaro. Con otros matices infinitamente más políticamente correctos, sucede algo parecido con la emergencia y durabilidad actual del macrismo. Dicho y publicado en Socompa en palabras de Eloísa Martin: “La democracia puede resultar un bien demasiado intangible, cuando la inseguridad, el desempleo, la violencia urbana (y todo el espectro de la ‘inseguridad’ que parece clamar por más violencia), la falta de perspectivas de futuro, se suma a la percepción de que los políticos gobiernan apenas para su propia perpetuación en el poder y el beneficio a los amigos de los amigos”.

Por enésima vez –y esta vez sin vergüenza ni pudor- mencionaré la cantidad de veces que escribí aquí sobre la probabilidad de una hecatombe macrista que termine en un Que se Vayan Todos en modo Walking Dead. Es lo que sucedió en Brasil y lo que hay que evitar en Argentina.

Gracias a Deus

El Bolsonarazo destroza no solamente nuestros nobles ideales y la paciente construcción de democracias más avanzadas, que sí dio frutos en otros campos y países. Destroza la postal del carnaval y el samba de Brasil para hacer de Brasil esa película extraordinaria, torturante y pesadillesca que fue Brazil.

Hay que tener en cuenta no solo la foto sino mucho de lo acumulado en el largo plazo, además de poner un ojo en los errores del PT, la corrupción, el peso de las iglesias evangélicas. Llamativo: al menos hasta el último sinceramiento oficial -“Habrá recesión, bancátela. Gracias por tu apoyo”- la comunicación macrista establecía su propio carnaval, hecho no de carrozas y brillantinas sino de recursos publicitarios ya bien masticados por la sociedad.

Bolsonaro es también producto, como decían nuestras proclamas golpistas, del “caos y el desorden”. Puede que haya algo de 1974/5 argentino en la incubación del huevo de la serpiente: crisis económica, violencias, militarización creciente (aquí Patricia Bullrich), “desórdenes” sociales, masas peleando o ganando derechos de manera “inmerecida”, desprestigio de la democracia por corrupción, “demagogia” (de la que hacen su agosto demagogos mejores), pérdida de institucionalidad, fabricación de un enemigo –la izquierda, los pobres, quien sea- y su demonización.

Hay, en ese acumulado del largo plazo, asuntos culturales profundos que escapan a la instantánea. Alguien posteó en FB que las mujeres pobres brasileras, según una encuesta encargada por Dilma Rousssef, agradecieron antes “a Dios” y no a los gobiernos petistas por las mejoras en su calidad de vida. Lo mismo señala Esther Solano, doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Complutense de Madrid y autora de El odio como política. La reinvención de derechos en Brasil. La investigadora dice que las nuevas clases medias que fueron favorecidas por programas petistas, como FIES, ProUni, Bolsa Familia y Mi Casa Mi Vida, “también compran el discurso de la meritocracia, del individualismo, del rechazo a los pobres y a los programas sociales. Es decir, las nuevas clases medias también forman parte de ese discurso conservador”. Solano apunta también que muchos –evangelistas o no- se sienten amenazados por la irrupción y empoderamiento de minorías a las que Bolsonaro propone directamente eliminar.

Si es por la meritocracia, ese es también el “fracaso” (amerita triple entrecomillado) del discurso kirchnerista. La referencia hace alusión a cuando Cristina intentaba hacer pedagogía política diciéndole a la sociedad que la prosperidad de los que pudieron ascender no se debía al exclusivo mérito personal sino a un modelo de país y a equis políticas de Estado. Lo decía a imposible contramano de una cultura del individualismo exaltada en los medios. Lo que decía Cristina es el reverso exacto del discurso de Macri y de Bolsonaro.

El miedo al payaso

Como señaló Marcos Mayer en esta web el fascismo de Bolsonaro carece de la épica grandilocuente del fascismo italiano o alemán. Es un fascismo un tanto barrial, de matón, sin águilas imperiales, ni estandartes romanos, ni esvásticas (aunque se vieron fotos de mulatos haciendo el saludo hitleriano). Y además hibridizado, ese fascismo, con el imaginario individualista neoliberal: un fascismo que detesta a las empresas del Estado y un neoliberal extremo que será ministro de Economía. Euforia en los mercados.

Junto a todo aquello con que las democracias latinoamericanas no cumplieron, está por supuesto el efecto tóxico, enfermante, otra usina generadora de odio, la de los medios de comunicación. Del 30 al 40% de la información emitida en los noticieros nacionales entre 2013 y 2017 –dice un informe flamante de la Defensoría del Público de Servicios de Comunicación Audiovisual- se dedicó al género “policiales e inseguridad”.

Eso va acompañado de publicidad. Consecuencia: odio que deviene del carnaval capitalista que vende paraísos a los que la mayoría no accede y ahí van los pibes dispuestos a meterte una trompada o un tiro por unas zapatillas Nike. Entonces vamos y los linchamos o nos tapamos los ojos cuando la tarea sucia la hace la cana o la Gendarmería. O aplaudimos ese accionar. El violento efecto de la desigualdad se corporiza en esa violencia, mientras llevamos ya un siglo de modelo de felicidad Coca Cola.

Pablo Stefanoni recordó en Nueva Sociedad a un historiador llamado Zeev Sternhell, quien decía que el fascismo histórico no solo era reacción, “sino que era percibido como una forma de revolución, de voluntad de cambio frente a un statu quo en crisis”. Eso también representa Bolsonaro. Pero ojo también con la elección de las formas discursivas, ojo que durante años Bolsonaro fue una suerte de payaso “transgresor” (de nuevo: carnaval), un loco lindo, un Baby Etchecopar con banca de diputado. Dice Esther Solano que “el discurso de odio no se presenta de forma dura o clásica, sino que es un discurso que nace en las redes sociales. Es algo visto de forma folclórica, lúdica, juvenil”. Ojo porque ahí sí el discurso macrista tiene lo suyo, ese ya aludido fascismo sonriente (esos policías amigos que te presentan en Facebook), que deja de sonreír cuando Patricia Bullrich habla de terrorismo RAM y de movimientos sociales en las villas que en realidad están aliados o son parte de los narcos.

Volvemos entonces al país con un ojo espantado puesto en Brasil. El panorama es amenazante para Argentina aunque las diferencias entre ambas naciones y sociedades sean enormes. Se hace a menudo tan temible lo que pueda venir que muchos progres, zurdos, kirchneristas o peronistas sensibles seguramente se sienten un poco pelotudos cuidándole la institucionalidad a Macri. Es allí cuando volvemos a ponernos del lado de los Buenos y cuando nuestro odio se hace sentimiento cívico responsable. O como escribió irónicamente una cordobesa amiga de Facebook (segunda vez que la cito): “Fundemos la ONG ‘Cuidemos a Cambiemos’”.

Aguante, muchachade. Paz y amor en la resistencia.