En su rol de opositores, Juntos por el Cambio y medios afines ponen en evidencia su falta de un proyecto que abarque a toda la sociedad y su incapacidad para el diálogo, algo que ya se había hecho evidente en la presidencia de Macri. Una derecha en decadencia que aspira a seguir causando daño.
Recuerdo a David Viñas en alguna mesa de La Paz subrayando, bic azul en mano, las sábanas de La Nación. Había desarrollado con el tiempo una envidiable habilidad para doblarlas. Solía decir que buscaba allí la expresión de una derecha autoritaria y reaccionaria pero que tenía bien en claro qué intereses defendía y cuál era la mejor manera de hacerlo. Y eso le permitía practicar un ejercicio que lo fascinaba, la lectura entrelíneas, un modo de entrarle al lado secreto del poder.
Eso fue el diario de Mitre por muchísimo tiempo. Un periódico en el que había una preocupación por encontrar una forma de presentar los argumentos de modo que parecieran racionales y resultaran convincentes. Para eso hacía falta, aparte de un inteligente dominio del sofisma, una cierta devoción por el cuidado del lenguaje. Por eso, a lo largo de su historia escribieron allí José Martí, Rubén Darío, Alfonso Reyes, Borges, el propio Bartolomé Mitre que se vanagloriaba de haber escrito una traducción al español, meticulosamente rimada, de La Divina Comedia. O, más recientemente, Jorge Andrés o Ezequiel Fernández Moores.
Con el tiempo, La Nación fue perdiendo mucho de esa marca de estilo, probablemente a partir de la dictadura de 1976, donde ya era casi imposible decir nada ni siquiera con subterfugios. Pero lo cierto es que, aun así, se las arregló para seguir siendo, hasta hoy, la expresión del poder real.
Con la incorporación de Majul y Tato Young al staff, el rescate de Juan Carlos de Pablo, la entronización de Laura di Marco como columnista, el multimedios decidió entrar en una nueva etapa. Se podría decir que el único que sigue manteniendo una vocación por las argumentaciones bien armadas es Carlos Pagni y en menor medida Joaquín Morales Solá aunque la tendencia al sofisma, que siempre fue su virtud destacada, se haya acrecentado excesivamente con los años.
El resto tiró la toalla. Fernández Díaz, creyendo que eso es buena escritura no deja pasar sustantivo con su obligatorio adjetivo y al renunciar a cualquier forma de precisión (suele hablar de los progresistas de Palermo o de los teóricos de la nada sin siquiera dar una pista de quiénes se trataría), maltrata el lenguaje, otro tanto hace Laura Di Marco –que funge de tratos con la literatura- quien es capaz de escribir cosas como estas, refiriéndose al comité de expertos que asesoran a Alberto: “A diferencia de lo que sucede con los intelectuales en otras democracias del mundo, que denuncian las tentaciones autoritarias en medio de la pandemia, aquí sucede lo contrario: este grupo de intelectuales que asesora al Presidente están más preocupados por proteger al poder que por garantizar que a la gente le llegue toda la información y no solo la que el Gobierno quiere brindar.”
Las peleas de Majul con el razonamiento y el lenguaje no requieren de mayores ejemplos. Baste recordar que en uno de sus libros escribió que Zulema Yoma había ido “del médico”.
En definitiva, estas renuncias a los viejos modos revelan la voluntad de que el contenido del diario y de sus programas televisivos se amolden al espíritu de los comentarios de sus lectores, al menos de los que participan con asiduidad en los foros.
Por ejemplo, el nombramiento de Fernanda Raverta al frente del Anses fue titulado de la siguiente manera: “Una niñez en la guardería montonera, una juventud en la Cámpora y una carrera a la Anses”.
¿Hay mucha diferencia con el comentario de un lector que dice: “se repite lo de siempre, hijos de asesinos que pusieron en vilo a la sociedad y a la democracia atacando con bombas, secuestros, asesinatos, extorsiones y que no vivieron esa época y que se mueven con una historia sesgada por parte de muchos gobiernos desde el 83”?
Esto no sería más que la involución en cascada de un medio si no fuera porque el diario ha funcionado casi desde su fundación como la expresión más orgánica de la derecha argentina y sus cambios y reacomodamientos revelan lo que sucede en ese espacio político, más homogéneo de lo que parecería indicar su anomia post derrota electoral.
El gobierno de Macri fue un síntoma de ese estado de cosas. Más allá de sus intenciones políticas fue incapaz de formular (como históricamente ha hecho la derecha) un proyecto donde cada uno tuviera –al menos teóricamente- un lugar social asignado. Ya no era el tradicional esquema en el que el obrero trabaja, el campesino se ocupa de los campos y del ganado para beneficio del latifundista, el empresario gana, los ricos y los milicos mandan, la clase media hace lo suyo y se le presentaba la zanahoria, que algunas veces funcionaba, de la movilidad social. Y cuando eso se desmadraba, que pasaba todo el tiempo, allí estaba la policía. Era un mundo perfecto cuya regla maestra era el orden, el respeto a las jerarquías y al lugar social que le tocó a cada uno.
Cambiemos no se propuso siquiera seguir esta línea porque ya no tenía nada que ofrecer sino promesas postergadas (el famoso segundo semestre), el elogio de la incertidumbre (una manera de decir que no había lugares establecidos) y la meritocracia ya no como un recorrido sino como una justificación para ricos y poderosos. Una especie de tautología, si tenés guita y poder es porque lo merecés. Y llegó al poder y se mantuvo en él sostenido en abstracciones (la transparencia, la república, la verdad), que hoy son banderas enarboladas en contra del gobierno.
Por otro lado, para articular con espacios políticos para consensuar algún tipo de proyecto social, se precisaba gente idónea. Del gabinete de Macri solo podrían superar un test de capacidad en su área y un conocimiento del funcionamiento de la política, Susana Malcorra, que duró poco y Rogelio Frigerio. El resto carecía de capacidad técnica para los cargos asignados: los Bullrich, Prat Gay, Avelluto, Lombardi, Michetti ¡Aguad!, Bergman y siguen las firmas. La mayoría de ellos duró los cuatro años de mandato de Macri, es decir que no había recambio, eran los últimos mohicanos. Tanto que el ex presidente se cargó la campaña al hombro, con la sola compañía de Pichetto quien fue convocado a último momento para definir alguna articulación política pero ya era tarde.
Lo que tuvo el experimento de Cambiemos fue una estrategia para llegar al poder, pero no para ejercerlo, todo fue espasmódico (como del FMI) o destinado a favorecer a amigos y proveedores.
En cierto sentido, puede decirse que el rol opositor actual de Juntos por el Cambio le sienta más cómodo, igual que a La Nación, que ya no se ve obligada a defender gestiones. Por eso se nombra a Patricia Bullrich al frente del PRO, para que opere como francotiradora, junto a sus laderos Waldo Wolff, Fernando Iglesias y Paula Olivetto, entre otros. Al igual que en el poder, el macrismo no negocia ni propone y se ha convertido en una especie de máquina guerrera.
La Nación de hoy es reflejo de ese estado de cosas al que se acomodó rápidamente, entre otras cosas, poniendo a un barrabrava como Majul en el prime time, llenando el diario de columnas malintencionadas destinadas exclusivamente a atacar a Alberto Fernández, reproduciendo en la versión online tuits de impresentables como Eduardo Feinmann, Baby Etchecopar o Jonathan Viale, todos personajes muy alejados de aquel viejo ideal de elegancia.
No se sabe a qué apunta hoy esta derecha que se siente lejos del poder (los cambiemitas que gestionan están alineados con el gobierno), pero lo real es que apuntan a un vacío cuyo futuro hoy se alcanza a vislumbrar. Operaciones, énfasis, chisporroteos, agresiones que hoy conquistan algunas voluntades pero que muestran una vocación de abismo. Eso sí con ellos en la superficie.