Un grupo de asesores debe haber ideado la imagen de la tormenta y al presidente no se le cae de la boca. Es su recurso, nacido a medias entre la autoayuda y el marketing, para vaciar el sentido de la política. De esa forma todas las palabras que usa se pierden en la fórmula y la falta de convicción.

Al señor presidente de la Nación. Dos puntos. Su despacho. La política es un diálogo y una conversación se construye con palabras. Hubo un tiempo donde los hombres públicos rivalizaban con poetas o periodistas en el oficio de construir a partir del lenguaje. Sus asesores son demasiado jóvenes para conocer este detalle y no estaría mal que alguien los instruyera al respecto. No se puede redactar un discurso con la lógica de un algoritmo. Por varios motivos,  pero voy simplificar. Su equipo de comunicación seleccionó la palabra “tormenta” para patear la pelota a las chapas, figura que usted como hombre del balompié efectivo y resultadista valora, para adjudicar a problemas ambientales el mal funcionamiento de su gestión. Imagino el regocijo de sus técnicos ante el hallazgo. Cuando yo era muy joven también me alborozaba cuando lograba que significante y significado se encontraran y copularan rabiosamente. En especial cuando buscaba excusas para hacerme trampas. Escuché con mucha atención su conferencia de prensa donde la palabra “tormenta” estuvo presente en muchas oportunidades. Disculpe usted que no me tomé el trabajo de contarlas pero hablamos de política y no de estadísticas o economía. Permítame señalar que eso no fue muy feliz. En primer lugar porque hoy los medios de comunicación no reconocen fronteras físicas y un discurso débil puede hacer que acreedores y potenciales inversores, portadores sanos de desconfianza, consideren que las acciones a emprender no tengan la fuerza necesaria. Ocurre que en el resto del mundo no se estila comer vidrio y de alguna forma u otra saben que esa palabra que eligieron sus técnicos no es tan adecuada. No niego que el planeta es una olla de tiburones en celo, que para este país siempre existe el riesgo del mordisco, pero en este contexto se trataba de generar actitud y no subrayar un diagnóstico no del todo preciso. Me atrevo a aventurar que sus asesores se encierran a escribir. Ponen buena música, humidificadores de ambiente con fragancias, se hacen servir infusiones y bocaditos y juegan con sus teléfonos hasta que una palabra se abre como una palomita de maíz. Se nota en su discurso que van por la calle detrás de vidrios tintados o con auriculares mientras pedalean en sus bicicletas plegables. Hubo un tiempo en que los escribas de discursos tenían la sana costumbre de escuchar el murmullo de bares y calles, perderse entre los puestos de los mercados, envueltos en chalinas o sobretodos para escuchar de boca del pueblo -no se lo llamaba gente- las palabras que querían oír. Ahí tiene usted la poco verosímil pero clara escena del Churchill pochoclero en el subterráneo. Podría exhibirla usted en una de las reuniones y tal vez sirva de algo. Los discursos del viejo Winston están llenos de frases muy largas y tal vez sus asesores tampoco sean afectos a la lectura. La gente va a las guerras o hunde las manos en el barro sólo si alguien dice las palabras adecuadas en el tono correcto. Se han dado casos de pueblos que hundieron con gusto las manos en las tripas de sus enemigos después de buenos y poderosos discursos. El de hoy no ha sido el caso, señor presidente. Las consignas amables, aptas para perfiles de tías en redes sociales, son sólo epígrafes para malvones o gatos amodorrados junto al calefactor. Comprendo que sus analistas hayan nacido mucho después de la última guerra que hubo por acá, que crean con mucha fe y esperanza que las palabras de autoayuda conjuran a favor de la suerte, pero usted es un hombre maduro, con muchas responsabilidades y cuidarse de quien le llena la boca con palabras es una de ellas. Permítame hacerle una sugerencia. Esta noche, después de acostar a su pequeña hija, sírvase una copa y vea su discurso. Haga el esfuerzo de olvidar que es usted el que habla. Evalúe el tono, la postura y el volumen. Pregúntese si usted iría al combate o la austeridad después de escuchar a un presidente que habla así. Mañana, al llegar a su oficina, mande a dos o tres a escuchar qué se dice de lo que usted dijo hoy. No, no sus asesores de comunicación. Un par de mozos, secretarias o granaderos de civil. Sin otro particular. Saluda a usted.