Comentarios y agresiones que antes sólo se hacían en privado o en alguna tribuna futbolera particularmente exaltada hoy avanzan en los ámbitos públicos y se reproducen en los medios, donde las barbaridades aportan rating.

Hace una semana, Flavia Champa se transformaba en personaje de Crónica TV. En medio de una manifestación del personal de  la ESMA-del que ella forma parte- algo se le suelta y no puede parar: “negros de mierda”, “villeros”, “mogólicos”, algo así como la lista del INADI casi completa, sólo le faltó la homofobia.

Las primeras reacciones apuntaron a que había llegado de la mano de la nueva gestión, pero no es así. Ya cumplía funciones en  la ESMA cuando Avruj se convirtió en CEO de los derechos humanos. “Siempre fue gorila”, cuenta una de sus compañeras, pero hasta entonces nunca se había expresado de esta manera. Que Champa no forme parte genuina de la prepotencia PRO permite pensar las cosas en otra dirección.

Gente de la era premacrista se expresa en el mismo sentido. Incluso en los medios, donde Baby Etchecopar se despachó más de una vez  con un sentido “negros de mierda” y Eduardo Feinmann celebra la muerte de un delincuente por parte de la policía. Andahazi saca conclusiones políticas porque, supuestamente, el asesino de una adolescente milita en la Cámpora. Con el tema de la suspensión de las pensiones a discapacitados en Twitter pudieron leerse más de un posteo como este: “Creo que los discapacitados deberían morir, no sirven para nada, ese dinero podrían usar en personas que realmente viven y necesitan” Y alguien duplicó la apùesta, “tenés un hijo que no se vale por sí mismo, hacete cargo vos”.

En una nota sobre el asesinato de Araceli Fulles, se lee en La Nación este comentario firmado como “Ale Darka”: “Esta chica Araceli se metió en problemas, ¿quién la mandó a juntarse con esa gente? Nada justifica que la maten, pero no era ninguna santita”.

En una verdulería, un par de hinchas de River debe salir a defender a Tévez cuando un cliente lo defenestra  por “villero”. Cada vez que hay un corte de luz en zonas cercanas a villas, el comentario se expande: “se cuelgan de la luz y terminamos todos quedándonos a oscuras, pero nosotros pagamos y ellos no”. Las expresiones racistas se multiplican pero, al menos por ahora, se restringen a los “negros”, aunque sigan circulando con mayor o menor sigilo chistes machistas y de gays, y de vez en cuando puede escucharse alguna conversación colateral en la que  asoma un “judío de mierda”.

Claro, puede decirse que esto sucedió siempre, que no son ideas –por llamarlas de algún modo- de reciente aparición. Pero se decían en ámbitos privados: en una reunión familiar, en un encuentro de amigos, en una conversación de bar. En cierto sentido si bien los racismos y los odios de clase estaban difundidos, no se hacía proselitismo con ellos. Como Lilita Carrió diciendo “en este país no trabaja nadie”.

Obviamente las redes sociales han contribuido y mucho con esta nueva etapa extrovertida de los prejuicios. Es muy probable que una respuesta a la pregunta “¿en qué estás pensando” sea: pienso que este país está lleno de negros de mierda. De hecho sucede. Es el estilo de los tiempos, y no sólo en el país. Para cierta gente, las redes sociales son la garantía de impunidad para el odio que las habita. Pero no dejan de ser espacios privados aunque ya no sean familiares, allí se pueden gritar consignas racistas que apenas se escuchan más allá de la cuadra.

Hay otro espacio de amplificación del prejuicio: los comentarios en los medios. Asomarse a algunos de estos foros es adentrarse en el territorio de lo abyecto y lo inimaginable: defensa de la violación a chicas que andan solas o vestidas “provocativamente”, justificaciones del terrorismo de Estado, exigencias de mano dura y de pena de muerte, homofobia con gesto serio o con pretensión de broma, xenofobia (en este aspecto, los foros del diario Olé son especialmente repulsivos), celebraciones de la muerte de aquellos a quienes los foristas consideran sus enemigos. En una época existía un moderador que trataba de ordenar el tráfico de estas barbaridades y buscaba ponerles algún tipo de límite. Otro más que se quedó sin trabajo. Racismo y libertad.

La Nación tiene de vez en cuando el cuidado de cerrar algunas notas a los comentarios. Cuando era columnista del diario, Beatriz Sarlo exigía que no se permitiera la participación de lectores al pie de sus escritos. En Clarín  no se  andan con delicadezas. Se puede opinar donde sea. Por otra parte, estos comentarios suelen incurrir en  agravios e insultos a los autores de las notas. Eso sí firmados con seudónimos tales como “obreroamargo” “ezquizofrenya” o “charlytrump”.No hay manera de saber quién dice lo que dice, e incluso cuando aparece un nombre con aspecto de verdadero puede que sea  simplemente un apodo. Lo mejor sería que los diarios y revistas exigieran que sus comentadores participaran con su verdadera identidad y no con un alias. Tal vez eso funcionaría como un freno. Pero es probable que estas restricciones desalienten a que los lectores entren a los sitios a leer los banners.

En definitiva, el odio, cuando abandona la esfera privada, es un buen negocio, una mercadería más que se ofrece en la góndola de los prejuicios. De esos que venden Baby o Feinmann. Construyen audiencia con eso; la barbaridad garpa.

Pero esa es una parte del asunto. Si uno googlea a Flavia Champa se encuentra que su hijo Lucas murió en un episodio de los llamados de “inseguridad”. Es imposible saber si su racismo es previo o posterior a ese lamentable suceso. Pero el delito (como bien saben  Eduardo Feinmann y Susana Giménez, que aboga cada vez que se le ocurre por la pena de muerte) es un espacio fértil para hacer crecer los prejuicios.

El  territorio del delito es un espacio indiferenciado, si alguna vez trascienden los nombres  de los involucrados es para olvidarlos casi inmediatamente. En el relato que arman los medios alrededor de ellos, el espacio de lo social es un lugar al que se entra sólo para depredarlo. El nombre con que se conoce a  los arrebatadores callejeros habla por sí mismo: son las pirañas, siempre en plural.

No se  presenta a estos delincuentes como sujetos, existen en tanto forman parte de un  grupo que los incluye y les da su única identidad; su definición siempre es colectiva. Por otra parte, sólo se espera de ellos que confirmen lo que se sabe de antes, que habrán de repetir sus acciones delictivas, hasta que la policía o un disparo los saquen de circulación. Se los suele considerar irrecuperables, su vida no está en condiciones de ser modificada o mejorada. El hoy y el mañana son la perpetua repetición del ayer. Este carácter de incurables hace que se muestre como imposible  que se los enfrente de otra manera que no sean las balas. Sus historias sólo aparecen en algunos programas sensacionalistas de la tele, pero cada individuo que se entrevista es presentado como un ejemplar de un grupo mayor, no tiene una vida propia. Si puede decirse así, son pura sociedad, la expresión de su peor parte.

Esta manera reiterada de contar la inseguridad, la de dos bandos enfrentados, uno armado hasta los dientes,  y el otro inerme construye  como dos perfiles inconciliables. Una estructura muy similar al relato de la Argentina asediada por la “subversión” que contaban los milicos. De allí al racismo hay un solo paso, el pavor se traduce en términos de razas y grupos sociales Los que acechan son los villeros y los negros. En definitiva, se vive la puesta en exhibición de los prejuicios como una forma de defensa.

Hay un nosotros –cuya identidad se fomenta desde el poder- que somos los sanos, los honestos, los que no necesitamos del Estado, los que tenemos termotanque. Del otro, esa banda amorfa, que vive del Estado, que se baña con agua fría,  que es prima hermana del delito. Gente como Champa –que lamentable no es escasa- le pone los  mismos nombres que usó ella.