Cambiemos creyó que podía trasladar el esquema de su gestión en la ciudad al ámbito nacional. No funcionó, Buenos Aires está diseñada como un mundo feliz donde disfrutamos de nuestra pelotudez y somos todos buenos vecinos. Más allá, corren otros vientos y la desdicha está ganándole a la revolución de la alegría.
Una vez por mes y en la zona Palermo- Belgrano-Colegiales, el diario del domingo incluye El periódico de la gente, una publicación que se presenta como vecinal. Pero excede largamente la difusión de noticias de pago chico que suelen poblar este tipo de emprendimientos. La tapa de la última edición saluda el supuesto éxito de los Juegos Olímpicos de la Juventud: “Fueron los juegos más inclusivos de la historia y todo salió a la perfección”.
El editor del diario dice llamarse Luis Isidoro, lo que se supone elude la mención de apellido, y usa habitualmente la segunda página para la sección “Política Nacional”, siempre de tono oficialista, aunque esta vez, inflación y recesión mediante, tiende a apaciguar los elogios y a subir la apuesta antikirchnerista, para terminar con este breve párrafo: “Falta mucho, veremos si la realidad le sonríe al gobierno o si el diablo mete la cola”.
Es un episodio menor y no da para escandalizarse demasiado. Consultado Isidoro sobre su corazoncito cambiemita, niega todo, obvio. Pero la presencia de avisos del Gobierno de la Ciudad permite pensar que hay contrabando ideológico detrás de la supuesta prescindencia que esconde la palabra “Vecinal”.
Desde el mismo momento de asumir la jefatura de la ciudad de Buenos Aires, el PRO hizo hincapié en dos aspectos que permitirían demostrar que su gobierno no perseguía ningún fin político, que cada una de sus decisiones no tenía nada que ver con posiciones ideológicas. Aquello que se da en llamar gestión, que tiene el gran mérito de ahogar con números cualquier disenso. No se discute cuánto gasta Rodríguez Larreta en el sistema de salud porteño y si los establecimientos educativos existentes son los necesarios y suficientes. Tampoco se debate si el dinero utilizado en cambiar las baldosas en media ciudad es un gasto prioritario. Ni siquiera los opositores ponen en entredicho la gestión del PRO (con excepciones como sucedió en el caso de UNICABA), justamente porque se presenta como aséptica y porque interpela y está al servicio de los vecinos –una categoría que no estaría atravesada por la política, sino que pertenece al ámbito de lo administrativo. Y que todo ese esfuerzo administrativo tenía como objetivo el bienestar de los vecinos y ningún otro. Claro que lo administrativo no tiene el menor glamour y el PRO ha tratado de ir convirtiendo al ser vecino en una actitud estética y una forma de vida.
Que sea bien prolijo
Si algo marca a Buenos Aires es un notorio desorden arquitectónico: los estilos se suceden sin el menor orden y las veredas son remiendos que remiten a varias etapas de su vida de vereda. Para decirlo de otro modo, es una ciudad muy desprolija y el PRO ha hecho un culto de la prolijidad. Por eso, veredas enteras, y una tras otra, con los mismos baldosones. O se cambia la parte superior de la puerta del Jardín Botánico para que aparezca en serie con otras y no sea disruptiva. Otro tanto con el Zoológico. La modernización es sinónimo de uniformidad, que nada irrumpa en la placidez de la repetición y en la tranquilidad que da lo previsible.
Los metrobuses son todos iguales, nada diferencia a uno del otro y todas las paradas tienen el mismo aspecto. Lo mismo puede decirse de los túneles bajo las vías del tren, a lo sumo se licita por Internet qué nombres deben llevar, el que se elige sin que se sepa por quién y con qué criterio. El barrio empieza a dejar de ser una identidad estética (con sus contradicciones y desavenencias) para pasar a formar parte de una cuadrícula. Obviamente esto no va a ocurrir, porque más de diez años de gestión macrista no pueden contra tantos siglos de historia. Pero eso no es obstáculo para que se insista en los beneficios de la prolijidad, tan uniforme ella.
El otro elemento que combate la estrechez que propone el mundo de lo administrativo es la alegría y la instalación de un pretendido estado de fiesta permanente en la ciudad. “Siempre hay algo que hacer en Buenos Aires”, se sloganea a troche y moche. Se suceden los festivales, los encuentros gastronómicos dedicados a diferentes colectividades –que tienen un cierto aire de kermesse-, competiciones culinarias, como la dedicada al asado, y hasta encuentros de meditación.
Algo llamativo es que el gobierno de la Ciudad es el organizador exclusivo de estos eventos. No se apoyan iniciativas que no surjan de la intendencia, pese a tanta insistencia en los valores del emprendedurismo. No solo se reserva el derecho de admisión sino el de propiedad intelectual exclusiva.
Un caso típico son los murales dedicados a películas que adornan varios frentes porteños firmados por Participación Ciudadana. Entre los films homenajeados están La sonrisa de mamá y Mi primera novia, ambas protagonizadas por Palito Ortega y dirigidas por Enrique Carreras, Gitano, con la presencia estelar de Sandro, Esperando la carroza y La historia oficial que, bueno, digamos, se quedó con el Oscar, god bless you.
El mecanismo es el siguiente: se entra al sitio del gobierno de la ciudad donde se puede elegir entre un listado de películas. No es el vecino el que puede proponer. Tiene a disposición un menú bastante restringido y que establece fronteras temporales (no está Niní Marshall), ideológicas (no hay ninguna película de Leonardo Favio) y estéticas (vanguardias vade retro). Por supuesto son todos films aptos para toda la familia, que ser vecino implica ser familiero pero con un toque decontracté.
Esta clase de “participación” lleva implícito el modelo del multiple choice y simula un intercambio de intereses y decisiones que nunca es tal y que se presenta como “participar”. Se podría establecer un símil entre esto y los programas de la tele que invitan a su audiencia a que manden fotos de sus mascotas, que cuenten qué van a almorzar o cenar o que den sus pálpitos para el próximo Ríver-Boca. Se podría seguir a Foucault en eso de que donde hay una necesidad nace una tecnología. Las redes son un mecanismo ideal para simular igualdad y participación cuando en realidad lo que hay es manipulación. Se crea una ficción en la que los conductores de la tele muestran interés por lo que les tuitean y el gobierno hace que anhela que sean los vecinos los que definan cuáles son los clásicos del cine nacional.
Del mismo modo se propone a los vecinos que elijan al mejor chofer de colectivo de la ciudad. No importa quién hace el recuento de votos. Lo que vale es saber que se nuestra opinión tiene valor. Por eso el cartel que anuncia el concurso enfatiza. “¡Vamos los vecinos!”.
Todo de onda
El PRO ha preferido la categoría de vecinos en lugar de la de ciudadano, que tiene el inconveniente de definirnos en términos de derechos y obligaciones. El ciudadano acepta hacer cosas que no quiere –pagar impuestos- como una forma de garantizarse que accederá a los derechos que le corresponde por su misma condición. El vecino, en cambio, es un ser atravesado por la buena voluntad: recicla porque es bueno ser ecológico, permite que otros pasajeros bajen antes de subirse al subte porque eso facilita las cosas, cede el asiento porque está muy bien ser solidario. Nada lo obliga a hacerlo, es de onda nomás. Es raro que los medios reflejen reglamentaciones compulsivas del gobierno de la ciudad. Sin embargo, de una se ha hablado, del proyecto de quitarles la licencia a los propietarios de micros escolares que los usen para trasladar manifestantes. Sobre esto volveremos. Otra -que no tuvo mayor difusión- es una ordenanza por la cual se multará a los quioscos que les presten fuego a los fumadores (el viejo encendedor colgado de un piolín). Claro, ¿quién puede oponerse a que la gente fume menos o, por lo menos tarde un poquito más en prenderse el pucho?
Este fin de semana, la revista de La Nación trae la ciudad de Buenos Aires como tema principal, con dos notas, una de Juan Cruz Sánchez Mariño y otra de Pablo Perantuono. Hay dos aspectos que se destacan de la vida porteña que el PRO ha ido construyendo. Una, la aparición de nuevos polos gastronómicos (como en Las Cañitas) que serían una forma en que los vecinos recuperan la vereda como espacio propio- tesis que entra en colisión con el discurso de la inseguridad que dice que no se puede andar ya por la calle, pero esas contradicciones no le importan demasiado al autor de la nota. El otro rescate son las obras que permiten aligerar el tránsito. Dos ejes, sociabilidad –comida de por medio- y la libre circulación: se podría decir que esa es una de las grandes obsesiones de Cambiemos, a nivel municipal y sobre todo a nivel nacional. Por eso la prohibición de usar micros escolares para desalentar así los piquetes. De la misma manera que en una reunión de vecinos, Rodríguez Larreta planteó que reciclar el cartón es una forma de propiciar la extinción de los cartoneros. Se trata en un caso de quitarles la movilidad, en el otro de expulsarlos del paisaje nocturno de las calles.
Hay un aspecto ambiguo en la forma en que el gobierno porteño informa sus acciones, el uso de la primera persona del plural. “Estamos cambiando la ciudad” es uno de los más recurrentes. No queda claro en nombre de quién se habla: podría ser el equipo de gobierno, pero también involucrar en ese esfuerzo por cambiar la fisonomía de la urbe a todos. Una interpretación a la que colaboraría el otro slogan repetido: “En todo estás vos”. Como sea, en un lugar o en otro de la sintaxis todos formamos parte de ese mundo que cada día es más feliz y amigable, lo que nos devuelve una imagen de nosotros mismos que nos hace mejores que antes. Para ubicarnos y sentirnos cómodos en ese lugar se precisa que seamos todos pelotudos.
La pelotudez es una cualidad –o un defecto- que detentamos todos (en mayor o menor medida y que se acentúa o disminuye según las épocas y las circunstancias). Pero también es una producción social. Estos simulacros de elección, el retiro del universo de los derechos y obligaciones, el mundo pacífico de la ciudad en obra permanente nos hunde en una pelotudez plácida y disfrutable.
La fórmula de la felicidad
No se trata de que –como repite hasta la naúsea Navarro- nos tomen de boludos para esconder sus verdaderas intenciones. Lo que está en juego es instalar la idea de que ser pelotudos es lo mejor que nos puede pasar, porque nos libera de la tensión de la libertad, que en el diccionario PRO se ha transformado en libertad de circulación, algo por lo que se construyen sin solución de continuidad metrobuses, pasos a nivel, la megaobra del Paseo del Bajo (elegida por La Nación como foto de tapa de la revista) para que Buenos Aires sea una ciudad sin obstáculos. Los piquetes ya se eliminarán con el paso del tiempo, es la tarea pendiente.
En el mismo sentido se instala un sentido común político –que reflejan los editoriales de El periódico de la gente: la ciudad nos coloca lejos de eso malo que ocurre a nivel nacional que se llama populismo, pobreza, corrupción y todas esas cosas. La pelotudez tiene la ventaja de hacernos sentir protegidos de las miserias del mundo exterior. La ciudad es un refugio dentro del cual lo peor siempre queda muy lejos.
El macrismo no ha logrado por ahora traspasar con éxito el vecinalismo de la órbita municipal a la nacional. Es que se han topado con varios enemigos de la felicidad pelotuda: la economía, la oposición, la protesta social, las presiones de los poderosos, un mundo en el que pasan cosas y que, a diferencia de lo que ocurre en el útero porteño, el gobierno está desprotegido por más apelaciones que haga el presidente al cariño y el estímulo del mundo hacia la Argentina.
La pelotudez solo triunfa en espacios pequeños, es su ventaja y su debilidad.